Por fin, tras quince meses de sitio, los supervivientes se rindieron, famélicos y desgreñados, muchos de ellos con las miradas extraviadas por los horrores que habían presenciado dentro de la ciudad. No debían de ser demasiados, porque muchos habían muerto durante el asedio y otros se habían suicidado por no entregarse a los romanos.
Escipión se reservó a cincuenta prisioneros para el desfile triunfal y a los demás los vendió como esclavos. Luego arrasó la ciudad como había hecho con Cartago. Por su triunfo, pudo añadir otro
cognomen —
Numantino— a su nombre: Publio Cornelio Escipión Africano Numantino.
Tras la muerte de Viriato y la caída de Numancia, Hispania dejó de ser ese temido Vietnam para los romanos (quizá hoy podríamos hablar con más propiedad de Afganistán). Todavía se mantuvieron muchos focos de resistencia, pero los pueblos que siguieron sin someterse a Roma en el norte y el oeste estaban mucho menos desarrollados que los lusitanos y los celtíberos, no planteaban una resistencia tan fiera y sus incursiones no sembraban ya tanta devastación.
Con todo, la llamada «romanización» aún tardaría en llegar. Muchos años más tarde, cuando Julio César fue gobernador de Hispania, en el año 61, alcanzó el Atlántico y sometió a tribus «que hasta entonces nunca habían estado bajo la autoridad de Roma», en palabras de Plutarco (
César
, 12). Incluso veinte años después, Asinio Polión, que mandaba las tropas cesarianas en Hispania, pedía disculpas a Cicerón en una carta por haber tardado tanto en contestarle, explicando que los bandidos del Saltus Castulonensis (Sierra Morena) impedían el paso a sus mensajeros o
tabellarii
. Teóricamente, la conquista de Hispania se completó en el año 19 a.C., cuando Augusto sometió a los cántabros y astures, pero es más que seguro que durante mucho tiempo siguieron manteniéndose reductos aislados de la influencia romana.
Mientras Escipión seguía en Numancia, le llegaron noticias preocupantes de Roma. En medio de violentos disturbios, su cuñado Tiberio Sempronio Graco había sido asesinado. Cuando le explicaron las circunstancias, Escipión respondió con un verso de Homero: «¡Que así perezca todo aquel que cometa acciones semejantes!». En el capítulo siguiente explicaremos el motivo de esta enigmática frase.
P
or fin, en el año 133, había caído Numancia. Hispania seguiría dando quebraderos de cabeza, pero ya no sería el foco principal de preocupaciones para el senado y el pueblo romanos.
Ese mismo año ocurrieron muchas otras cosas. Una de ellas, que la influencia que desde hacía tiempo poseía la República en la costa de la actual Turquía, que por aquel entonces se conocía como Asia Menor, se convirtió en una posesión mucho más concreta.
Uno de los reinos más opulentos de aquella zona era Pérgamo, heredero del efímero imperio de Alejandro Magno. También era de los aliados más fieles de la República, pues su rey, Átalo I, ya había ayudado a Roma en la Primera Guerra Macedónica. Gracias a ese apoyo, Pérgamo había aumentado sus dominios hasta convertirse en el estado más extenso de la península de Anatolia.
El último soberano de la dinastía gobernante se llamó Átalo, el tercero de su nombre, y era un personaje muy peculiar. Fue conocido con el sobrenombre de Filométor, «amante de su madre», y mucho debía amarla, porque cuando ella falleció culpó de su muerte a sus amigos y parientes e hizo asesinar a un buen número de ellos. Después se retiró de la vida pública, dejándose crecer la barba y el cabello como si fuera un reo, y dedicó todo su tiempo a cultivar su jardín y a modelar figuras en cera que luego convertía en vaciados de bronce. Según Justino, hacía esto como si hubiera enloquecido
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porque lo acosaban los manes, los espíritus de aquellos a quienes había asesinado. Pero da que pensar si su problema mental no vendría de antes y sería la causa y no la consecuencia de aquellos crímenes.
Finalmente, Átalo decidió levantar una estatua en honor de su madre. Lo hizo al aire libre y con una dedicación tan obsesiva que pilló una terrible insolación y murió siete días después. No tenía hijos. Como este misántropo había liquidado a muchos de sus parientes y con los que quedaban vivos no debía de llevarse bien, en su testamento le legó el reino entero a la República de Roma.
Y eso ocurrió, como decíamos, precisamente en el año 133, fecha muy señalada en la historia romana.
La herencia de Átalo incluía una gran cantidad de dinero, que se sumó al caudal que entraba en Roma sin cesar. La República recibía todos los años tributos de las provincias, que se sumaban a los ingresos obtenidos de las minas, sobre todo en Hispania. Además, gracias a los conflictos armados, obtenía indemnizaciones de guerra, y también cuantiosos botines y tesoros que iban a parar en parte al bolsillo de los generales y sus soldados y en parte el erario público. Al final, de un modo u otro, todo aquel río de oro y plata acababa desembocando en Roma. Hasta tal punto habían aumentado las riquezas de la República que desde 167 los ciudadanos dejaron de pagar el
tributum
, un impuesto directo que el Estado les exigía casi todos los años.
El ejemplo del
tributum
puede hacer pensar que toda la población de Roma se benefició de las conquistas. Pero suele ocurrir que, cuando una sociedad se enriquece con mucha rapidez, no lo hace de forma equilibrada, y a menudo las diferencias entre los más ricos y los más pobres se disparan.
¿Sucedió algo así en Roma? Todo indica que sí.
Los romanos seguían mirando con devoción su prestigioso pasado, la época fundacional de la República, cuando personajes como el cónsul y dictador Cincinato labraban la tierra con sus propias manos.
Esta unión con la tierra seguía existiendo. La obsesión que hoy tenemos con poseer una casa era más primordial en el caso de los romanos, que querían sentir cómo sus pies se clavaban directamente en el suelo con profundas raíces. Por eso sus legiones las componían pequeños propietarios, dispuestos a defender con sangre la tierra de la que vivían y en la que cuando morían eran enterrados. Esto último era sumamente importante para ellos: cuando luchaban contra un invasor, sus generales los exhortaban a defender las tumbas de sus antepasados. También los santuarios, que para los antiguos eran puntos clave, poseedores de una especie de energía mística que emanaba de las profundidades.
Por eso, la tierra siempre había sido un signo de diferenciación social. En los primeros tiempos de la República, la riqueza de un ciudadano se medía en
iugera
o yugadas, la extensión de terreno que una yunta de bueyes podía arar en un día y que equivalía a un cuarto de hectárea o veinticinco mil metros cuadrados. En aquella época, el ideal de un hombre era bastarse para mantener a su familia. Lo que se producía en sus tierras lo consumían los suyos y el grano sobrante lo almacenaban para los malos tiempos. El campesino y sus hijos fabricaban la mayoría de sus herramientas y las mujeres de la familia tejían la ropa, en una economía autárquica.
Pero las cosas ya habían empezado a cambiar en el siglo
III
, y ahora las conquistas masivas del siglo
II
aceleraron las transformaciones. Existía una ingente cantidad de monedas en circulación, dinero que caía sobre todo en manos de la élite. ¿En qué podía emplearse tanta liquidez? La mentalidad de los nobles romanos seguía siendo muy tradicional, así que la inversión más honrosa y segura era la tierra.
Después de la guerra contra Aníbal había abundancia de terrenos para comprar. Muchos habían quedado desocupados porque sus dueños habían muerto combatiendo. Otros habían sufrido años de devastación y, debido a los incendios y el abandono, habían quedado prácticamente inutilizables. Para recuperarlos hacía falta invertir un dinero que los pequeños propietarios no tenían. O bien se rendían, vendían sus parcelas a vecinos más ricos y emigraban a la ciudad, o aguantaban un tiempo endeudándose y al final, cuando no podían pagar, perdían sus tierras. Por último, estaban las tierras comunales, el
ager publicus
, sobre el que hablaremos un poco más adelante.
Poco a poco se fueron aglutinando propiedades más extensas, sobre todo en el sur de Italia y en las zonas más llanas del centro. No se trataba de latifundios muy amplios, pues no solían superar las cien hectáreas. Pero sus dueños poseían muchas de estas fincas repartidas por diversos lugares, lo que los convertía por acumulación en grandes terratenientes. Puesto que les era imposible atender todas sus parcelas y además pasaban la mayor parte del tiempo en Roma dedicados a la política, dejaban su explotación en manos de personal especializado.
Ese fue otro cambio que perjudicó a los pequeños propietarios. Por el contacto con los griegos, tanto en el sur de Italia como en los reinos helenísticos, los romanos descubrieron nuevos métodos de explotación. En lugar de diversificar produciendo cereales, legumbres y pasto a la vez para ser autosuficientes, aprendieron a concentrar sus esfuerzos en los cultivos más rentables. La idea era producir excedentes, venderlos y seguir enriqueciéndose. Pero eso solo podían hacerlo personas acomodadas que tenían dinero suficiente para invertir.
Quien mejor explicó los nuevos métodos fue Catón el Censor en su obra
Sobre la agricultura
. No deja de ser curioso, porque Catón se consideraba el depositario de las auténticas tradiciones de la República. Seguramente, si alguien le hubiese dicho que él mismo estaba contribuyendo a cargarse esas tradiciones, se habría llevado las manos a la cabeza escandalizado.
Su tratado estaba dirigido a aquellos medianos propietarios que querían enriquecerse con la agricultura. Una actividad honrada, no como la odiosa usura, y de la que «provienen los hombres más valientes y los soldados más fuertes».
Catón aconsejaba al terrateniente adquirir fincas cerca de buenas vías de comunicación para poder vender fuera sus productos. Lo mejor era concentrarse en la vid y el olivo, que ofrecían más beneficios, aun manteniendo pequeñas parcelas de cereales para no tener que adquirirlos fuera. El ideal de Catón se resumía en esta frase: «Conviene que el paterfamilias sea vendedor y no comprador».
Para que la propiedad fuera más rentable, había que explotarla con trabajadores que costaran lo menos posible. ¿A quiénes recurrían los terratenientes, tanto en la obra de Catón como en el campo real?
A los esclavos.
Esclavos habían existido siempre en Roma, pero en un número reducido. Fue a partir de la Segunda Guerra Púnica cuando inundaron Italia. Las guerras de conquista ofrecían el mayor suministro de esta mano de obra barata: entre el año 200 y el 150 se calcula que doscientos cincuenta mil prisioneros de guerra fueron vendidos como esclavos. Por sí solo Emilio Paulo, el vencedor de Pidna, esclavizó a ciento cincuenta mil personas en el Epiro en el año 168.
Había otras fuentes para conseguir siervos. Los
vernae
o hijos de esclavos también lo eran por nacimiento, al igual que los niños a los que sus padres vendían o abandonaban. Además, estaban aquellas personas que se convertían en esclavos por no poder pagar sus deudas. También hay que contar con los que caían en manos de piratas, una plaga endémica en el Mediterráneo oriental.
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Precisamente allí, merced a la piratería, se hallaba el mayor mercado de carne humana, la isla de Delos, donde cada día se hacían transacciones de miles de esclavos, lo cual había dado origen a un dicho: «Mercader, desembarca y descarga, que ya se ha vendido todo lo que había».
Se daba el caso, incluso, de quienes se vendían a sí mismos como esclavos. ¿Cómo podía ocurrir algo así? Algunas personas se encontraban en situación desesperada, y gracias a la servidumbre conseguían al menos comida, ropa y un techo donde dormir. Los criados domésticos eran considerados parte de la familia y, según el talante de los dueños, podían recibir un trato humano. Por otra parte, los que trabajaban como artesanos especializados gozaban de mejores condiciones, retenían parte del fruto de su trabajo y podían llegar a comprar su libertad.
El trato que recibía un esclavo dependía, básicamente, del precio que se hubiera pagado por él. El récord lo marcó Lutacio Dafnis, un gramático que costó setecientos cincuenta mil sestercios, un dineral que habría servido para pagar el sueldo de un año a mil quinientos legionarios.
El precio para un esclavo destinado a la agricultura era mucho más bajo, entre mil y dos mil sestercios. Las condiciones en el campo resultaban muy duras, tanto que el único lugar peor eran las minas.
La mayoría de las fincas romanas tenían unas cárceles llamadas
ergastula
, a menudo subterráneas y apenas iluminadas por estrechas troneras. Era allí donde los amos o más a menudo los capataces encerraban y encadenaban a los esclavos remisos o desobedientes.
En realidad, para el dueño de una finca sus siervos eran simple maquinaria agrícola. Así lo demuestra Catón en su obra cuando calcula con precisión cuánto hay que gastarse en vestir y dar de comer a un esclavo y cuánto tiempo debe descansar si el amo no quiere que se debilite y rinda menos o que, directamente, se desplome reventado. Ahora bien, si el esclavo cae enfermo, como no tiene que hacer tanto desgaste físico, Catón recomienda disminuir su ración.
Añadiría el tópico «sin comentarios», pero no me resisto a poner aquí el final de este capítulo de Catón:
Vende los bueyes viejos, el ganado y las ovejas en malas condiciones. Vende la lana y el cuero, tu carro y tus herramientas viejas, y también a tus esclavos ancianos y enfermos y cualquier otra cosa que te sobre. (Sobre la agricultura, 2).
Con estas condiciones, no es extraño que los esclavos del campo se sublevaran de forma periódica. La más conocida de estas revueltas fue la de Espartaco, que narraremos en su momento, pero a mediados del siglo
II
ya empezaban a producirse rebeliones masivas, sobre todo en Sicilia.
En estos tiempos en que se deslocalizan empresas, se busca mano de obra más barata en otros países y se nos intenta convencer de que debemos empeorar nuestras condiciones de trabajo para ser más competitivos, nos resultará fácil comprender cuál era el problema para los pequeños campesinos. Si perdían sus tierras, o si lo que sacaban de ellas no bastaba para alimentar a sus familias, muchos de ellos intentaban ganarse un extra trabajando como jornaleros para otros.