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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (43 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—Ahora mismo iba a visitaros.

—¡A visitarme! —exclamó Amy—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que iba a visitaros a vuestras habitaciones —repitió la chica con aire de familiaridad.

Amy se enfureció, aunque se contuvo y pensó que no era el momento de manifestar su ira, pues tenía otros planes en la cabeza, de los que yo nada supe hasta después de que los pusiera en práctica. No se había atrevido a contármelo, pues yo siempre me había expresado con vehemencia contra la posibilidad de hacerle el menor daño a mi hija, por lo que decidió tomar medidas por su cuenta sin consultarme.

El caso es que Amy le respondió con amabilidad y disimuló su enfado lo mejor que pudo y, cuando dijo lo de ir a verla a sus habitaciones, sonrió y no dijo nada, pero llamó a un barquero para que la llevara a Greenwich y le preguntó a la chica si no quería acompañarla a casa.

Amy habló con tanto convencimiento que la chica se quedó un poco confusa y no supo muy bien qué responder, pero, al ver que dudaba, Amy insistió y, con mucha amabilidad, le aseguró que, si no quería ver su casa, al menos le hiciera compañía un rato y se ofreció a pagarle el bote de vuelta. En una palabra, Amy la convenció de que subiera al bote con ella y la acompañara a Greenwich.

Lo cierto es que a Amy no se le había perdido nada en Greenwich ni tenía la menor intención de ir allí, pero todos estábamos desesperados por la impertinencia de aquella criatura, sobre todo yo, que no sabía qué hacer.

Una vez en el bote, Amy empezó a reprocharle su ingratitud y que tratase de forma tan grosera a quien había sido tan buena con ella. Le preguntó qué había conseguido con eso y qué era lo que esperaba conseguir. Luego llegó mi turno: Amy se burló y le preguntó si había encontrado ya a la tal Roxana.

Pero Amy se sorprendió y enfureció aún mas cuando la chica le respondió con franqueza que le agradecía mucho todo lo que había hecho por ella, pero que no era tan estúpida como para ignorar que Amy se había limitado a seguir las instrucciones de su madre, que era a quien debía estarle agradecida. Añadió que sabía distinguir a un mero instrumento de su instigador y que no pagaría su deuda a un simple emisario cuando debía todo su agradecimiento a quien lo había enviado. Afirmó saber muy bien quién era y para quién trabajaba, aseguró conocer a la señora… (y dio el nombre por el que me hacía llamar ahora) y a su marido, y concluyó diciendo que a través de él averiguaría si era o no hija de la tal Roxana.

Amy deseó verla en el fondo del Támesis y ella misma me juró que, de no haber habido marineros a bordo del bote y otros testigos presentes, la habría empujado al río. Toda aquella historia me horrorizaba y cada vez estaba más convencida de que acabaría siendo mi perdición, pero, cuando Amy me contó que había estado tentada de arrojarla al río y ahogarla, me enfadé tanto con ella que incluso pensé en despedirla; llevaba conmigo casi treinta años y siempre había sido la amiga más fiel que jamás ha tenido una mujer, y digo fiel, pues siempre fue sincera conmigo e incluso aquella cólera era sólo por mí y por miedo a que me aconteciera alguna desgracia.

Sea como fuere, yo no soportaba oír hablar de asesinar a la pobre chica y hasta tal punto me sacó de mis casillas que me enfurecí y le ordené que se quitara de mi vista y se fuese de mi casa. Le dije que llevaba demasiado tiempo a mi servicio y que no quería volver a verla. Ya le había dicho antes que era una asesina y una criatura sanguinaria y que me repugnaba pensar y oír hablar de aquello, y ahora añadí que hacerme aquella proposición, sabiendo que yo era realmente la madre de la chica, era de una impudicia inaudita, y que, si ella era malvada, yo lo era diez veces más, pues aquella joven tenía razón y yo no podía reprocharle nada, y el único motivo que tenía para ocultarme de ella era la perversidad de la vida que había llevado hasta entonces, pero que no asesinaría a mi propia hija, aunque eso supusiera mi ruina. Amy replicó en tono seco y cortante que yo no lo haría, pero ella sí, en cuanto tuviese una oportunidad. Y fue entonces cuando le ordené que se quitara de mi vista y se fuera de mi casa. Y ella llegó a empaquetar sus cosas y a marcharse casi para siempre. Pero todo a su tiempo, ahora debo volver a la travesía que hicieron juntas a Greenwich.

Siguieron discutiendo todo el trayecto, la chica repitió con insistencia que sabía que yo era su madre y le contó la historia de mi vida en Pall Mall, tanto antes de que la despidiéramos como después. Le habló de mi matrimonio y, lo que era aún peor, aseguró saber no sólo quién era mi marido, sino dónde había vivido, es decir, en Rouen, en Francia. No sabía nada de París, ni que pretendíamos instalarnos en Nimega, pero repitió varias veces que, si no podía encontrarme aquí, iría a buscarme a Holanda.

Desembarcaron en Greenwich y Amy la llevó con ella al parque, donde estuvieron paseando casi dos horas por los senderos más remotos y apartados, pues Amy comprendió que hablaban con tanto acaloramiento que la gente podría darse cuenta de que estaban discutiendo.

Siguieron andando hasta llegar casi a las tierras sin cultivar que hay al sur del parque pero, cuando la chica reparó en que Amy parecía tener intención de internarse en el bosque, se detuvo y se negó a continuar.

Amy sonrió y le preguntó qué le ocurría. Mi hija respondió que ignoraba dónde estaban y adónde la llevaba y afirmó que no pensaba seguir adelante, y, sin más ceremonias, se volvió y echó a andar a buen paso. Amy se sorprendió, se dio también la vuelta y la llamó. La chica se detuvo y Amy la alcanzó y le preguntó a qué se refería con eso.

La muchacha le respondió con brusquedad que temía que la asesinara y que no se fiaba, por lo que no volvería a pasear con ella a solas. Era toda una provocación, pero aun así Amy se contuvo a duras penas, sabedora de que muchas cosas dependían de que lo hiciera, así que se burló de su absurda desconfianza y afirmó que no tenía nada que temer, pues nunca se le ocurriría hacerle nada malo y tan sólo la habría ayudado, si se lo hubiese permitido, pero, ya que se mostraba tan quisquillosa, no volvería a molestarla, pues no volvería a verla jamás, y ni ella, ni su hermano, ni su hermana volverían a tener noticias suyas jamás, y de ese modo tendría la satisfacción de haber arrastrado a la ruina no sólo a sí misma, sino también a sus hermanos. La chica pareció aplacarse un poco con aquellas palabras y afirmó que a ella no le importaba y que encontraría un modo de ganarse la vida, aunque le parecía injusto que su hermano y su hermana tuvieran que sufrir por su causa y habló de ellos con mucha ternura. Sin embargo, Amy respondió que eso debía considerarlo por sí misma, pues la responsabilidad era solo suya: ella les había ayudado tanto como había podido, pero a partir de ahora no tendría que temer estar en su compañía, pues no volvería a darle ocasión de estarlo. Sin embargo, ni la una ni la otra decían la verdad, pues para su desgracia la chica volvió a aventurarse una vez más a ver a Amy, como se verá después.

Cuando estuvieron un poco más serenas, Amy la llevó a una casa de Greenwich donde la conocían y aprovechó una ocasión para dejar a la chica en una sala y hablar con los dueños y pedirles que se comportasen como si se hospedara con ellos. Luego volvió con ella y le dijo que allí era donde se alojaba y donde podría encontrarla siempre que quisiera y a continuación se despidió. Más tarde, encontró un coche de punto vacío en el pueblo y volvió a Londres por tierra, mientras la chica volvía al río y regresaba en un bote.

Aquella conversación no había servido de nada, pues Amy no consiguió convencer a la chica de que abandonase sus planes de ir en mi busca, y, aunque mi infatigable amiga cuáquera la entretuvo tres o cuatro días más, me pareció que marcharnos de Tunbridge era lo más oportuno y, aunque no sabía muy bien dónde ir, al final opté por un pueblecito de Epping Forest llamado Woodford, donde alquilamos habitaciones en una casa particular y pasamos casi seis semanas aislados del mundo, hasta que juzgué que se habría cansado de buscar y se habría dado por vencida.

Allí recibí noticias de mi fiel cuáquera contándome que aquella desvergonzada había estado en Tunbridge, había averiguado dónde nos habíamos alojado y había relatado su historia en tono conmovedor; luego nos había seguido, según creía, a Londres, aunque la cuáquera le había asegurado que no sabía nada de nosotros, cosa que era cierta, y le había recomendado que se tranquilizara y no se dedicase a perseguir a la gente de bien como si fueran ladrones. También le hizo comprender que, si yo no quería verla, no podría obligarme a hacerlo y que, tratándome así, sólo conseguiría molestarme. Y con esos argumentos pudo calmarla, por lo que añadía que esperaba que no volviese a molestarme.

Fue por esa época cuando Amy me contó lo de su excursión a Greenwich y me habló, muy seria y decidida, de matar a la chica, y eso me produjo tal enfado que, como ya se ha dicho, la eché de casa y ella se marchó sin decirme adónde. Aunque, cuando caí en la cuenta de que, a excepción de mi amiga cuáquera, me había quedado sin ayudante ni confidente con quien hablar o a través de quien conseguir la más mínima información, me sentí muy intranquila.

Esperé y desesperé varios días, convencida de que, tarde o temprano, Amy recapacitaría y volvería o me enviaría noticias suyas, pero pasaron diez días sin que supiera nada de ella. La impaciencia no me dejaba dormir ni de noche ni de día y no sabía qué hacer. No podía ir a la ciudad a visitar a la cuáquera por miedo a encontrarme con aquella impertinente criatura de mi hija y tampoco podía averiguar nada desde aquel sitio perdido, así que le pedí a mi marido que cogiese un día el carruaje y fuese a buscar a la cuáquera con la excusa de que necesitaba compañía.

Cuando llegó, no me atreví a preguntarle nada y tampoco supe por dónde empezar, pero ella misma me contó que la chica había ido tres o cuatro veces a verla y a preguntar por mí, y que había sido tan importuna que por fin había tenido que enfadarse y había acabado diciéndole que dejase de tratar de averiguar algo por ella, pues, aunque lo supiera, no se lo diría, tras lo cual dejó de ir a verla por un tiempo. Pero, por otro lado, me dijo que no había sido una buena idea mandar a buscarla en mi carruaje, pues tenía razones fundadas para creer que vigilaba su puerta noche y día y que controlaba todas sus entradas y salidas. La muchacha estaba tan decidida a dar conmigo que no paraba en barras, e incluso pensaba que había alquilado una habitación cerca de su casa con ese propósito.

Apenas presté atención a lo que me decía, pues estaba deseando preguntarle por Amy, pero me extrañó mucho que me dijera que no sabía nada de ella. Es imposible expresar los pensamientos angustiosos que cruzaron por mi imaginación y la perplejidad que me asediaba constantemente. Me reproché mi severidad al despedir a una criatura tan fiel, que a lo largo de tantos años había sido no sólo una criada y una confidente, sino una amiga leal.

Luego pensé que Amy conocía todos mis secretos, había participado en todas mis intrigas y había sido mi cómplice para bien y para mal, por lo que, en el mejor de los casos, despedirla había sido una mala política, pues, igual que haber llegado a esos extremos había sido egoísta y desconsiderado por mi parte —y más teniendo en cuenta que su única falta era un exceso de preocupación por mi seguridad—, haría falta mucha generosidad por la suya para no pagarme con la misma moneda y utilizar todo lo que sabía para buscarme la ruina y acabar irremediablemente conmigo.

Estas ideas me angustiaban y no sabía qué hacer. Empecé a desesperarme por volver a verla, pues llevaba ya fuera más de quince días y se había llevado consigo su ropa y su dinero, que no era poco, por lo que no tenía la excusa de volver a recogerlos, y no había dejado dicho adónde había ido o dónde podía preguntar por ella.

También me preocupaba que, aunque mi marido y yo habíamos decidido tener un gesto generoso con Amy, aparte de todo lo que ella hubiera podido ahorrar por su cuenta, no le habíamos dicho nada, y ella no tenía, por tanto, ese estímulo para volver.

Pero, por encima de todo, me atormentaba aquella chica que me seguía como un sabueso que hubiese encontrado un rastro todavía fresco y luego lo hubiese perdido. Como digo, aquel tormento por un lado y la desaparición de Amy por el otro acabaron de decidirme a partir a Holanda, con la esperanza de que tal vez allí pudiera descansar. Así que un buen día le dije a mi marido que temía acabar hartándolo con mis indecisiones y que, al fin y al cabo, no creía estar encinta, por lo que, ya que todo estaba dispuesto y teníamos el equipaje preparado, estaba decidida a viajar con él a Holanda cuando quisiera.

Mi marido, a quien le daba lo mismo partir que quedarse, dejó la decisión en mis manos, así que, después de mucho pensarlo, empecé a hacer los preparativos para el viaje, pero, ¡ay!, con la marcha de Amy me había quedado desamparada, había perdido mi mano derecha, ella era mi administradora, cobraba mis rentas —es decir, el dinero de los intereses—, llevaba las cuentas y, en una palabra, se ocupaba de todos mis asuntos, y sin Amy no sabía ni cómo partir ni cómo quedarme. Y, por si eso fuera poco, entonces se produjo un incidente que, incluso con la ayuda de Amy, me habría sumido en el horror y la confusión mas completos.

Ya he dicho que mi fiel amiga cuáquera había ido a verme y me había contado que mi hija no dejaba de incomodarla e incluso vigilaba su puerta día y noche. Lo cierto era que había apostado un espía para controlarla, y la cuáquera no podía ni entrar ni salir sin que ella se enterase.

Eso se hizo evidente cuando a la mañana siguiente de su llegada (pues se quedó a pasar la noche conmigo) vi detenerse, para mi indecible sorpresa, un coche de punto en la puerta de la casa donde me alojaba, y vi a mi hija (sentada sola en el interior del vehículo). Dentro de lo que cabe, tuve la suerte de que mi marido hubiese cogido el carruaje esa mañana y se hubiera ido a Londres, pues me quedé tan perpleja que no supe qué hacer ni qué decir.

Mi valiosa amiga demostró tener más presencia de ánimo que yo y me preguntó si no había trabado amistad con ninguna vecina. Le respondí que, en efecto, había una señora que se alojaba dos puertas más abajo con quien había intimado bastante.

—¿Y no hay ninguna puerta trasera por la que puedas salir para ir a su casa? —Daba la casualidad de que había una puerta trasera en el jardín por la que íbamos y veníamos de una casa a la otra y así se lo dije—. Muy bien, entonces ve a hacerle una visita y deja que yo me encargue de lo demás.

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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