Roxana, o la cortesana afortunada (44 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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El caso es que salí corriendo y le dije a aquella señora (con quien tenía mucha confianza) que ese día me había quedado viuda, pues mi marido había tenido que viajar Londres, de modo que no había ido sólo a visitarla, sino a pasar el día con ella, pues mi casera tenía a su vez visita de Londres. Y, después de contarle aquella mentira, saqué la labor del bolsillo y añadí que no iba a estar ociosa.

Mientras yo salía por un lado, mi amiga cuáquera fue por el otro a recibir a aquella visitante tan inoportuna. La chica no se anduvo con ceremonias: después de pedirle al cochero que llamase a la puerta, se apeó y se dirigió a la entrada, donde salió a su encuentro una joven campesina que trabajaba en la casa, pues la cuáquera prohibió bajar a mis doncellas. Mi hija preguntó por la cuáquera y la muchacha la invitó a pasar.

Guando la cuáquera entró en la habitación (habían hecho pasar a la joven a un saloncito) adoptó una expresión muy seria, pero no le habló, y mi hija tampoco pronunció palabra hasta pasado un rato. Sin embargo, por fin se animó a empezar y dijo:

—Supongo que me recordaréis, señora.

—Sí —dijo la cuáquera—, desde luego.

Y así prosiguió la conversación.

—Entonces sabréis por qué he venido.

—La verdad es que no, ignoro qué puedes haber venido a hacer aquí.

—En realidad no he venido a veros a vos.

—Y ¿por qué me has seguido hasta aquí?

—Sabéis muy bien a quién busco. —Y rompió a llorar.

—Entonces, ¿por qué me sigues, si ya te he dicho una y mil veces que no sé dónde está?

—Tenía la esperanza de que lo supieseis.

—Pues eso es que tenías la esperanza de que no te hubiese dicho la verdad, lo cual dice muy poco en tu favor.

—Estoy convencida de que está aquí.

—Si eso es lo que crees, pregunta por ella, yo no tengo nada más que decirte, adiós. —E hizo ademán de marcharse.

—No quisiera ser maleducada, os ruego que me dejéis verla.

—Estoy de visita en casa de unos amigos y no creo que seguirme demuestre mucha educación.

—He venido con la esperanza de descubrir lo que vos sabéis.

—Has venido inútilmente. Te aconsejo que te vuelvas y te sosiegues. Cumpliré la palabra que te di de no entrometerme ni informarte de nada, a menos que reciba instrucciones de hacer lo contrario.

—Si supierais lo mucho que sufro, no seríais tan cruel conmigo.

—Me has contado tu historia y creo que sería más cruel decírtelo que no hacerlo, pues creo que está decidida a no volver a verte y asegura que no es tu madre. ¿Cómo quieres que te reconozca, si no sois parientes?

—¡Oh!, si pudiera hablar con ella un instante, le demostraría mi parentesco de modo que no tuviera que negarlo más.

—Pero, por lo que parece, no puedes hacerlo.

—Os agradecería mucho si me dijeseis si está aquí. Me han informado de que habíais venido a verla y de que ella había enviado a buscaros.

—Quisiera saber quién te ha informado tan mal. Si has venido a verla, te has equivocado de casa, pues te aseguro que no está aquí.

Mi hija volvió a importunarla con sus súplicas y lloró tan amargamente que mi pobre cuáquera se conmovió y trató de convencerme de que lo pensara bien y accediera a verla para oír lo que tenía que decir, pero eso fue después, ahora vuelvo a mi relato.

Mi hija siguió incordiando a la cuáquera un buen rato, habló de enviar el coche de vuelta y quedarse a pasar la noche en el pueblo, cosa que mi amiga sabía que me colocaría en una situación muy incómoda, aunque no se atrevió a contradecirla. Sin embargo, de pronto se le ocurrió un golpe de audacia que, aunque habría podido ser peligroso en caso de haber salido mal, surtió el efecto deseado.

Le dijo que hiciese lo que quisiera respecto a despedir al cochero y añadió que no creía que encontrase alojamiento fácilmente en el pueblo, pero ya que era forastera le haría el favor de hablar con el dueño de la casa para preguntarle si tenía una habitación para una noche a fin de que no tuviese que volver a Londres.

Era una estratagema astuta y peligrosa que alcanzó completamente su objetivo, pues despistó del todo a mi hija, quien concluyó que era imposible que yo estuviese allí, pues de otro modo mi amiga jamás le habría ofrecido quedarse en la casa. Descartó la idea de quedarse y aseguró que prefería volverse esa misma tarde y que volvería al cabo de dos o tres días para buscarme en todos los pueblos de los alrededores, aunque tuviera que quedarse una o dos semanas, pues estaba segura de encontrarme en Inglaterra o en Holanda.

—Haz lo que gustes —dijo la cuáquera—, pero así sólo conseguirás salir perjudicada por mi causa.

—Y ¿por qué? —preguntó ella.

—Porque cada vez que vaya a alguna parte te ocasionaré grandes gastos y tú causarás molestias innecesarias a la gente.

—No serán innecesarias.

—Sí, porque no te servirán de nada. De hecho, creo que voy a optar por encerrarme en mi casa, para ahorrarte gastos y molestias.

Mi hija respondió únicamente que procuraría ocasionarle las menos molestias posibles, aunque añadió que mucho se temía que de vez en cuando tuviera que incomodarla y que esperaba que tuviera a bien excusarla. La cuáquera le contestó que sólo la excusaría a condición de que desistiese de aquel propósito, pues podía asegurarle que nunca averiguaría nada por ella.

Eso hizo que la chica volviera a prorrumpir en llanto, aunque al cabo de un rato se recobró y le dijo que no debía estar tan segura de eso y que siempre podría averiguar alguna cosa, y de hecho ya le había sonsacado que no estaba en la casa y por tanto no debía de andar muy lejos, por lo que, si se daba prisa, tal vez pudiera encontrarme todavía.

—De acuerdo —repuso la cuáquera—. Así pues, si la señora no quiere verte, me encargas que le diga que se aparte de tu camino.

Al oírla, la muchacha montó en cólera y le dijo que, si hacía tal cosa, su maldición caería sobre ella y sobre sus hijos y la amenazó con tales horrores que asustaron a la ingenua cuáquera hasta el punto de hacerle perder la sangre fría, por lo que quiso volver a Londres a la mañana siguiente, y yo, que estaba diez veces más inquieta que ella, decidí acompañarla y volver también a la ciudad, aunque, después de pensarlo dos veces, preferí quedarme y tomar las medidas necesarias para que mi hija no pudiera verme ni reconocerme en caso de que le diera por volver. Sin embargo, no volví a tener noticias suyas en una temporada.

XXX

Me quedé allí casi dos semanas y en todos esos días no volví a saber nada de ella ni de mi cuáquera, aunque dos días más tarde recibí una carta de esta última diciendo que tenía algo importante que decirme que no podía comunicarme por carta y me pedía que me tomase la molestia de ir en coche a su casa de Goodman's Fields y luego entrar a pie por la puerta de atrás, que ella dejaría abierta para que ningún espía pudiera verme.

Mis sentidos llevaban tanto tiempo alerta que casi cualquier cosa me alarmaba y aquella misiva me intranquilizó mucho, y no se me ocurrió cómo explicarle aquella excursión a Londres a mi marido, que se encontraba tan a gusto en el campo que me propuso que nos quedáramos unos días más. Le escribí a mi amiga diciéndole que no podía ir a la ciudad todavía y que además no me atrevía a exponerme a las miradas indiscretas, por lo que, en suma, retrasé mi partida casi quince días.

Pasado ese tiempo, volvió a escribirme y me dijo que no había vuelto a saber nada de aquella joven tan impertinente que tantas molestias nos había causado, pero en cambio sí había visto a mi fiel confidente Amy, quien le había contado que se había pasado seis semanas llorando sin parar y le había explicado todas las dificultades e inquietudes que me había ocasionado la joven con su obsesión por perseguirme allí donde fuera. Tras lo cual Amy había añadido que, a pesar de que yo estuviese enfadada con ella y la hubiese tratado tan mal, seguía convencida de que era indispensable quitarla de en medio, y, en suma, pensaba asegurarse, sin pedir permiso a nadie, de que nunca más volviese a molestar a su señora. Y, como desde entonces no había vuelto a tener noticias de la chica, suponía que Amy se las había arreglado para poner fin a aquella desagradable historia.

La inocente y bienintencionada criatura, que era todo bondad y amabilidad, en particular conmigo, pensó sencillamente que Amy había encontrado algún modo de convencerla para que se calmara y dejase de perseguirme, y se alegraba mucho por mí. Incapaz como era de pensar mal de nadie, no sospechaba nada y estaba feliz de poderme transmitir aquellas noticias. Pero yo pensaba de otro modo.

La lectura de aquella carta fue un terrible mazazo: me eché a temblar de pies a cabeza y empecé a dar vueltas por la habitación como una posesa. No tenía a nadie con quien desahogarme y no pude pronunciar palabra hasta pasado un buen rato. Me eché en la cama y grité: «¡Señor, ten piedad de mí, ha asesinado a mi niña!», y estallé en llanto y estuve llorando más de una hora. Por fortuna mi marido había salido de caza, así que estaba sola y pude dar rienda suelta a mis sentimientos hasta que tuve ocasión de serenarme un poco. Sin embargo, después del llanto, me dominó un violento ataque de cólera contra Amy, la tildé mil veces de demonio, monstruo y tigresa sanguinaria, y le reproché haber cometido un acto que sabía de sobra que yo aborrecía y cuya sola mención había bastado para que la echara de casa tras tantos años de amistad y servicio.

Al cabo de un rato, mi marido volvió de la caza y yo puse tan buena cara como me fue posible, pero él era demasiado perspicaz para no reparar en que había estado llorando y en que algo me preocupaba y me apremió para que se lo contara. A regañadientes, le respondí que me avergonzaba que una nadería de tan poca importancia me afectase de ese modo, y le dije que me entristecía que Amy no hubiera vuelto y que no me conociera lo bastante para saber que estaba dispuesta a perdonarla y otras cosas por el estilo. Y que, en una palabra, había perdido a mi mejor sirvienta por culpa de un arrebato de cólera.

—Bueno, bueno —respondió—, si eso es todo lo que te apena, confío en que pronto se te pase. Te aseguro que no tardaremos en tener noticias de la señora Amy.

Y así cambiamos de conversación, aunque yo no pude dejar de darle vueltas y seguí tan nerviosa y asustada que quise saber algo más del asunto, por lo que fui a ver a mi fiel y animosa cuáquera, que me contó toda la historia y me felicitó por haberme librado de aquel tormento.

—¡Librarme de ella! —dije—. Sí, siempre que haya sido de un modo justo y honorable… pero ignoro lo que puede haber hecho Amy y no sé si no la habrá hecho desaparecer.

—¡Dios mío! —exclamó la cuáquera—. ¿Cómo puedes pensar eso? No, no, ¡hacerla desaparecer! Amy no se refería a eso. Estoy segura de que puedes estar tranquila. A Amy no se le ocurriría nunca algo semejante.

Sin embargo, no logró convencerme y la idea siguió obsesionándome de día y de noche. No podía pensar en otra cosa y llegué a sentir tal horror y a odiar de tal modo a Amy, a quien tenía por una asesina, que, si la hubiera visto, la habría enviado directamente a Newgate o a algún sitio peor, y de hecho creo que habría podido matarla con mis propias manos.

En cuanto a mi pobre hija, la tenía constantemente presente, la veía de noche y de día, ocupaba todo el tiempo mi imaginación, creía verla en cientos de formas y posturas, y dormida o despierta estaba siempre conmigo. A veces la veía degollada, a veces con la cabeza cortada y los sesos esparcidos, en ocasiones colgada de una viga o ahogada en el estanque de Camberwell. Todas aquellas apariciones eran aterradoras, sobre todo porque seguía sin saber nada de ella. Envié a preguntar a la mujer del capitán en Rotherhithe y me respondió que se había ido con sus parientes de Spitalfields. Mandé a buscarla y aseguraron que había estado allí hacía unas tres semanas, y se había marchado en un carruaje con la señora que tan buena había sido con ella, pero no sabían adónde habían ido, pues no habían vuelto a verla desde entonces. Volví a enviar al mensajero para que le describieran a la mujer con quien se había ido y, por la descripción, supe que no cabía la menor duda de que se trataba de Amy.

Les hice saber que la señora Amy había dejado a la joven tras pasear con ella dos o tres horas y les pedí que la buscaran, pues tenía motivos para pensar que pudiera haber sido asesinada. Eso les asustó terriblemente y dedujeron que Amy había ido a entregarle dinero y alguien la había seguido, robado y asesinado.

Yo no creía esa última parte, pues estaba convencida de que, fuese lo que fuese lo sucedido, la autora había sido Amy, quien, en suma, había quitado de en medio a mi hija. Y estaba tanto más convencida porque Amy no había vuelto a verme y su ausencia no hacía sino confirmar su culpa.

Lloré más de un mes a mi hija pero, al ver que Amy no aparecía por ninguna parte y que no podía seguir posponiendo los preparativos del viaje a Holanda, dejé a mi fiel amiga cuáquera a cargo de mis intereses en el puesto de confianza que hasta entonces había ocupado Amy y, con el corazón roto a causa de mi pobre niña, embarqué con mi marido y todos nuestros bienes a bordo de un barco mercante holandés, no en un paquebote, y partimos hacia Holanda, donde llegamos, tal como se ha contado antes.

Debo aclarar, no obstante, que no debe deducirse de eso que pusiera a mi amiga cuáquera al corriente de mi vida pasada y tampoco que le revelara el mayor secreto de todos, es decir, que yo era en realidad Roxana y la madre de la joven. No había necesidad de hacerlo y siempre me regí por la máxima de no desvelar jamás ningún secreto, a menos que pudiera obtener una utilidad evidente. Ni a ella ni a mí nos habría servido de nada que se lo hubiese contado, y además era demasiado honrada para podérselo confiar, pues, aunque me había demostrado muchas veces el afecto que me tenía, era evidente que, llegada la ocasión, no mentiría por mí, por lo que no habría sido recomendable contárselo: si la chica o cualquier otro hubiesen ido a verla y le hubiesen preguntado si yo era la madre de la chica o la famosa Roxana, o bien no lo habría negado, o lo habría hecho con tan poca gracia, y con tantas dudas y vacilaciones en su respuesta, que les habría sacado de dudas y se habría traicionado a sí misma y el secreto.

Por ese motivo, digo, no le conté nada, sino que la puse en el puesto de Amy para cobrar dinero, intereses, rentas y otras cosas parecidas y se reveló tan fiel y tan diligente como ella.

Pero quedaba otra gran dificultad que no sabía cómo resolver y era cómo hacerles llegar el dinero al tío y la otra hermana, que dependían —sobre todo esta última— de mí para mantenerse, y de hecho, aunque Amy había dicho en un acceso de cólera que no volvería a preocuparse por la hermana y la dejaría morir de hambre, hacerlo no era propio de mi naturaleza, ni de la de Amy, y no entraba ni mucho menos dentro de mis propósitos, por lo que resolví dejarlo todo en manos de mi amiga cuáquera, aunque no supiese cómo darle las instrucciones para que lo hiciera.

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