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Authors: Kerstin Gier

Rubí (2 page)

BOOK: Rubí
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Igual que nuestra profesora de geografía, mistress Counter, que se ponía roja como un tomate cuando mister Whitman se cruzaba con ella. En cualquier caso, todo el mundo estaba de acuerdo en que estaba como un tren. Todo el mundo excepto Leslie, que encontraba que parecía una ardilla de dibujos animados.

«Cada vez que me mira con esos ojazos marrones, me entran ganas de darle unas nueces», decía, e incluso llegó al extremo de dejar de llamar ardillas a las ardillas del parque para pasar a llamarlas «mistresses Whitman». No sé por qué aquello era, de algún modo, contagioso, y al final yo también decía siempre cuando una ardilla se acercaba brincando: «Mira a esa mistress Whitman tan pequeña y gordita, ¿verdad que es una monada?».

Debido a esta comparación con las ardillas, Leslie y yo éramos las dos únicas chicas de la clase que no estábamos coladas por mister Whitman. Yo lo intentaba una y otra vez (aunque solo fuera porque todos los chicos de la escuela eran terriblemente infantiles), pero no servía de nada: la comparación con las ardillas se me había metido en la cabeza, ¡y nadie experimenta sentimientos románticos hacia una ardilla!

Cynthia había hecho correr el rumor de que mister Whitman había trabajado como modelo mientras estudiaba en la universidad.

Como demostración había recortado un anuncio de una revista en el que un hombre que se parecía bastante a mister Whitman se enjabonaba con un gel de ducha.

Pero, aparte de Cynthia, nadie creía que el hombre del gel fuera mister Whitman. El modelo tenía un hoyuelo en la barbilla, y mister Whitman no.

Los chicos de la clase, en cambio, no estaban tan entusiasmados con mister Whitman. Sobre todo, Gordon Gelderman, que no podía soportarlo. Hay que decir que, antes de que mister Whitman llegara a la escuela, todas las chicas de nuestra clase habían estado enamoradas de Gordon, incluida yo, aunque me cueste reconocerlo. Pero entonces yo tenía once años y Gordon aún era una monada, mientras que ahora, con dieciséis, no era más que un estúpido que desde hacía un par de años se encontraba en un estado de cambio de voz permanente.

Por desgracia, los gallos y la voz de bajo no le impedían soltar estupideces sin parar.

Gordon estaba terriblemente indignado por su suspenso en la prueba de historia.

—Esto es discriminatorio, mister Whitman. Merecía como mínimo un notable. No hay derecho a que me ponga notas tan bajas solo porque soy un chico.

Mister Whitman le cogió el examen de la mano y lo hojeó.

—«Isabel I era tan espantosamente fea que no consiguió tener a ningún hombre. Por eso todo el mundo la llamaba “la virgen fea”» —leyó.

Se oyeron unas risitas ahogadas.

—¿Qué pasa? Es verdad —se defendió Gordon—. Con esos ojos de besugo, esos labios apretados y esos pelos de loca…

Habíamos tenido que estudiar a fondo las pinturas de los Tudor que había en la National Portrait Gallery, y efectivamente en aquellos cuadros Isabel I se parecía más bien poco a Cate Blanchett. Pero, primero, tal vez en aquella época se consideraba que los labios finos y las narices grandes eran el colmo de la elegancia, y segundo, la ropa que llevaba era realmente fantástica. Y, además, aunque Isabel I no tenía marido, había tenido un montón de relaciones, entre otras una con sir… ¿cómo se llamaba? En la película el papel lo interpretaba Clive Owen.

—Isabel se llamaba a sí misma «la reina virgen» —explicó mister Whitman a Gordon— porque… —Se detuvo en seco—. ¿No te encuentras bien, Charlotte? ¿Te duele la cabeza?

Todos miraron a Charlotte, que se estaba sujetando la cabeza con las manos.

—No, solo es que… estoy un poco mareada —dijo, y me miró—. Todo me da vueltas.

Cogí aire. Al parecer, había llegado el momento. Nuestra abuela estaría encantada. Y la tía Glenda aún más.

—Uala, qué guay —me susurró Leslie al oído—. ¿Ahora se volverá transparente?

Aunque lady Arista se había encargado de inculcarnos en la cabeza desde pequeños que en ningún caso, sin excepción, debíamos hablar con nadie de las peculiaridades de nuestra familia, yo había decidido por mi cuenta hacer una excepción con Leslie. Al fin y al cabo, era mi mejor amiga, y las mejores amigas no tienen secretos.

Por primera vez desde que la conocía (lo que, bien mirado, era toda mi vida), Charlotte parecía casi incapaz de valerse por sí misma.

Pero yo estaba preparada y sabía lo que había que hacer. La tía Glenda no se había cansado de recordármelo.

—Acompañaré a Charlotte a casa —dije a mister Whitman, y me levanté—. Si le parece bien.

Mister Whitman seguía con la mirada fija en Charlotte.

—Me parece una buena idea, Gwendolyn —respondió—. Que te mejores, Charlotte.

—Gracias —murmuró Charlotte, y se dirigió hacia la puerta con paso vacilante—. ¿Vienes, Gwenny?

Me apresuré a cogerla del brazo. Por primera vez me sentía importante en presencia de Charlotte. Era una sensación agradable poder ser útil para variar.

—Sobre todo, llámame y explícamelo todo —tuvo tiempo de susurrarme Leslie.

En el pasillo, la zozobra que había experimentado Charlotte ya se había volatilizado. De hecho, me dijo que antes de marcharse quería recoger sus cosas de la taquilla.

La sujeté con fuerza de la manga.

—¡Olvídalo, Charlotte! Tenemos que ir a casa lo más rápido posible. Lady Arista ha dicho…

—Ya se me ha pasado —dijo Charlotte.

—¿Y qué? De todos modos, puede volver en cualquier momento. —Charlotte dejó que la arrastrara en la dirección contraria—. ¿Dónde demonios tengo la tiza? —Sin dejar de caminar, empecé a revolver en el bolsillo de la chaqueta—. Ah, aquí está. Y el móvil. ¿Quieres que llame a casa? ¿Tienes miedo? Oh, qué pregunta más tonta, lo siento. Es que estoy nerviosa.

—Tranquila, no pasa nada. No tengo miedo.

La miré de reojo para comprobar si decía la verdad. Lucía su sonrisita de superioridad de Mona Lisa, y era imposible descubrir qué sentimientos se ocultaban tras ella.

—¿Quieres que llame a casa?

—¿Y de qué serviría? —replicó Charlotte.

—Solo pensaba…

—Es mejor que lo de pensar me lo dejes a mí —me espetó Charlotte.

Bajamos juntas los escalones de piedra hacia el hueco donde siempre se sentaba James, que enseguida se levantó al vernos. Pero yo me limité a dedicarle una sonrisa. El problema con James era que, aparte de mí, nadie podía verle ni oírle.

James era un fantasma. Por eso evitaba hablar con él en presencia de otras personas. Solo había hecho una excepción con Leslie, que ni por un segundo había dudado de su existencia. Leslie creía todo lo que le decía, y esa era una de las razones de que fuera mi mejor amiga.

Leslie lamentaba profundamente no poder ver ni oír a James, aunque me alegraba mucho de que fuera así, porque lo primero que James había dicho después de verla había sido: «¡Por todos los santos! ¡Esta pobre muchacha tiene más pecas que estrellas hay en el cielo! ¡Si no empieza a aplicarse enseguida una buena loción decolorante, nunca encontrará marido!».

En cuanto a Leslie, lo primero que dijo cuando los presenté fue: «Pregúntale si tiene algún tesoro escondido en algún sitio».

Por desgracia, James no había enterrado ningún tesoro y estaba bastante ofendido por que Leslie le creyera capaz de hacer algo semejante.

También se ofendía cuando hacía como que no le veía. De hecho, James se ofendía con bastante facilidad.

—¿Es transparente? —había preguntado Leslie en el primer encuentro—. ¿O se ve en blanco y negro?

No, en realidad, James tenía un aspecto totalmente normal. Con excepción de la ropa, claro.

—¿Puedes pasar a través de él?

—No lo sé. No lo he intentado nunca.

—¿Y por qué no lo intentas ahora? —había propuesto Leslie.

Pero James no estaba dispuesto a permitir que pasara a través de él.

—¿Qué significa eso de «fantasma»? Un servidor, James August Peregrin Pimplebottom, heredero del decimocuarto conde de Hardsdale, no va a permitir que nadie le ofenda, y menos unas niñas —me dijo.

Como muchos fantasmas, sencillamente, no quería reconocer que ya no era una persona. Por más que quisiera, James no podía recordar que hubiera muerto. Aunque ya hacía cinco años que nos conocíamos—desde mi primer día de clase en la Saint Lennox High School—, parecía que para él solo hubieran pasado unos días desde que jugaba a las cartas con sus amigos en el club y charlaba sobre caballos, falsos lunares y pelucas. (Él llevaba ambas cosas, lunar y peluca, y, aunque actualmente pueda sonar raro, no le quedaban tan mal.) James hacía caso omiso deliberadamente del hecho de que, desde que nos habíamos conocido, había crecido veinte centímetros, había incorporado a mi aspecto un corrector dental y unos pechos prominentes, y me había librado luego del corrector. Igual que hacía caso omiso de que el palacio de su padre en la ciudad hacía tiempo que se había convertido en una escuela privada con agua corriente, luz eléctrica y calefacción central. Lo único de lo que parecía percatarse de vez en cuando era de la longitud de las faldas de nuestro uniforme escolar. Al parecer, la visión de unas pantorrillas y unos tobillos femeninos era extremadamente infrecuente en su época.

—No es muy cortés por parte de una dama no saludar a un caballero de buena posición, miss Gwendolyn —protestó entonces de nuevo, molesto porque no le había prestado ninguna atención.

—Perdón. Tenemos prisa —dije.

—Si puedo serles útil en algo, naturalmente me tienen a su disposición —replicó él colocándose bien los puños de encaje.

—No, muchas gracias. Solo tenemos que llegar a casa cuanto antes. —¡No sé en qué podía sernos útil James, si ni siquiera era capaz de abrir una puerta!—. Charlotte no se encuentra bien.

—Oh, no sabe cómo lo lamento —dijo James, que tenía debilidad por Charlotte, a la que, en contraposición con la «pecosa sin modales», como acostumbraba a llamar a Leslie, encontraba «extraordinariamente encantadora y gentil». También ese día soltó algunos cumplidos galantes—: Transmítale, por favor, mis mejores deseos, y dígale que está tan encantadora como siempre. Un poco pálida, pero hechizadora como un elfo.

—Se lo comunicaré.

—Deja de hablar con tu amigo imaginario —dijo Charlotte—. Si sigues así, acabarás en un manicomio.

Muy bien, pues no se lo comunicaría. Ya era bastante presuntuosa sin necesidad de eso.

—James no es imaginario, es invisible. ¡Hay una gran diferencia entre las dos cosas!

—Si tú lo dices… —replicó Charlotte.

Ella y la tía Glenda opinaban que solo me inventaba a James y a los otros fantasmas para darme importancia. Me arrepentía de haberles hablado en su día de ello, pero de pequeña me había resultado sencillamente imposible no decir nada de las gárgolas que adquirían vida y hacían cabriolas por las fachadas y me dirigían muecas.

Las gárgolas eran divertidas, pero también había otras sombrías figuras espectrales de aspecto siniestro que me daban miedo. Tuvieron que pasar unos años para que comprendiera que los fantasmas no podían hacerme nada. Lo único que realmente pueden hacer los fantasmas es dar miedo.

Naturalmente, no estoy hablando de James. Él era del todo inofensivo.

—Leslie piensa que tal vez fuese mejor que James muriera joven. Dice que, teniendo que cargar con ese nombre de Pimplebottom, nunca hubiera encontrado una mujer para casarse —expliqué, no sin antes asegurarme de que James ya no nos pudiera oír—. Quiero decir que ¿quién va a querer llamarse voluntariamente «Culogranujiento»?

Charlotte puso los ojos en blanco.

—De todas maneras, no tiene mal aspecto —proseguí—. Y, además, según él, está podrido de dinero. Aunque esta costumbre que tiene de ponerse continuamente un pañuelo de encaje perfumado bajo la nariz no resulta muy varonil.

—Qué lástima que nadie aparte de ti pueda admirarlo —señaló Charlotte.

La verdad es que yo opinaba lo mismo.

—Y qué estúpido por tu parte que hables de tus rarezas fuera del círculo familiar —añadió.

Era una más de las típicas indirectas de Charlotte. El comentario estaba destinado a herirme, y efectivamente lo consiguió.

—¡Yo no soy rara!

—¡Claro que lo eres!

—¿Y lo dice la que tiene el gen?

—Yo no lo voy soltando por ahí —repuso Charlotte—. En cambio, tú eres como la tía abuela Maddy la Locuela, que habla de sus visiones hasta con el lechero.

—Eres cruel.

—Y tú, una ingenua.

Discutiendo, atravesamos el vestíbulo, pasamos ante la diminuta cabina de cristal del conserje y salimos al patio de la escuela. Hacía viento y parecía que iba a empezar a llover en cualquier momento.

Me arrepentí de no haber cogido nuestras cosas de las taquillas. Un abrigo no hubiera estado de más con este tiempo.

—Siento haberte comparado con la tía abuela Maddy —se excusó Charlotte un poco cortada—. Supongo que estoy un poco nerviosa.

Aquellas palabras me dejaron perpleja. Charlotte no se excusaba nunca.

—Es comprensible —dije rápidamente.

Quería que se diera cuenta de que apreciaba sus disculpas. Naturalmente, no podía hablar de auténtica comprensión, porque yo, en su lugar, habría estado temblando de miedo y supongo que también nerviosa, como cuando vas al dentista.

—Además, me gusta la tía Maddy —añadí.

Lo cual era cierto. Tal vez la tía abuela Maddy fuera un poco charlatana y tendiera a repetir las cosas infinidad de veces, pero era preferible al cargante secretismo de los otros. Además, la tía Maddy siempre era muy generosa repartiendo caramelos de limón entre nosotros.

Naturalmente, a Charlotte le traían sin cuidado los caramelos.

Cruzamos la calle y seguimos caminando a buen paso por la acera.

—No me mires de reojo —me advirtió Charlotte—. Cuando desaparezca, ya te darás cuenta. Entonces podrás dibujar tu tonto círculo de tiza y correr a casa. Pero por hoy no pasará nada.

—Eso no puedes saberlo. ¿No te intriga saber dónde aterrizarás? Quiero decir, cuándo aterrizarás.

—Claro —repuso Charlotte.

—Espero que no sea en medio del gran incendio de 1664.

—El gran incendio de Londres ocurrió en 1666 —me corrigió Charlotte—. No cuesta tanto de recordar. Además, en esa época, en esta parte de la ciudad no se había construido gran cosa; ergo, tampoco se quemó nada.

¿He dicho ya que Charlotte también era conocida como «la aguafiestas» y «la sabelotodo»?

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