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Authors: Kerstin Gier

Rubí (3 page)

BOOK: Rubí
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Pero no me rendí. Tal vez fuera un poco feo por mi parte, pero quería borrar aquella estúpida sonrisa de su cara aunque solo fuera por unos segundos.

—Estos uniformes deben de arder como la yesca —insistí.

—Cuando llegue el momento, sabré lo que tengo que hacer —replicó Charlotte escuetamente sin abandonar su sonrisa.

No podía por menos que admirarla por su serenidad. A mí, la idea de aterrizar de repente en el pasado solo me inspiraba terror.

Fuera en la época que fuese, siempre pasaban cosas terribles.

Continuamente había guerras, viruela y plagas de peste, y una palabra equivocada podía hacer que te quemaran por bruja. Además, solo había letrinas, y todo el mundo tenía pulgas, y por la mañana lanzaban el contenido de los orinales por la ventana sin fijarse en si pasaba alguien por debajo.

Charlotte se había preparado durante toda su vida para arreglárselas en el pasado. No había tenido tiempo para jugar, hacer amigas, ir de compras o al cine o salir con chicos. En lugar de eso, había recibido clases de baile, esgrima y equitación, de lenguas y de historia.

Además, desde el año anterior salía cada miércoles por la tarde con lady Arista y la tía Glenda y no volvía hasta que se hacía de noche.

Lo llamaban «clase de misterios», pero nadie quería decirnos de qué clase de misterios se trataba, y Charlotte, menos que nadie.

Probablemente, la primera frase que mi prima había aprendido a pronunciar de corrido había sido: «Es un secreto». Y la siguiente: «Eso no es cosa vuestra».

Leslie decía siempre que nuestra familia debía de tener más secretos que los Servicios Secretos y el MI6 juntos. Y es muy posible que tuviera razón.

Normalmente, para volver de la escuela, cogíamos el autobús —el número 8 paraba en Berkeley Square, que no quedaba muy lejos de casa—, pero ese día recorrimos las cuatro paradas a pie, tal como había ordenado la tía Glenda. Durante todo el camino llevé la tiza en la mano, pero Charlotte permaneció a mi lado.

Mientras subíamos los escalones de la puerta de entrada, casi me sentí decepcionada. Mi participación en la historia acababa ahí; a partir de este momento, mi abuela se haría cargo del asunto.

Tiré a Charlotte de la manga.

—¡Mira! El hombre de negro está ahí otra vez.

—Bueno, ¿y qué?

Charlotte ni siquiera se molestó en mirar. El hombre estaba parado enfrente, ante la entrada del número 18. Como siempre, llevaba una gabardina negra y un sombrero calado hasta las orejas. Yo le había tomado por un fantasma, hasta que supe que mis hermanos y Leslie también podían verlo.

Desde hacía meses, el hombre permanecía allí, observando nuestra casa las veinticuatro horas del día. Aunque, bien mirado, también podía tratarse de varios hombres exactamente con el mismo aspecto que se iban turnando. Discutimos sobre si era un ladrón que preparaba un golpe, un detective privado o un mago malvado. Mi hermana Caroline estaba convencida de que se trataba de esto último. Tenía nueve años y le encantaban las historias de magos malvados y hadas buenas. Mi hermano Nick tenía doce años y opinaba que las historias de magos y hadas eran estúpidas; por eso estaba a favor del ladrón espía.

Y Leslie y yo éramos partidarias del detective privado.

Pero cada vez que cruzábamos al otro lado de la calle para observarlo mejor, el hombre desaparecía dentro de la casa o subía a un Bentley negro que tenía aparcado junto al bordillo y se iba.

—Es un coche encantado —afirmaba Caroline—. Cuando nadie mira, se transforma en un cuervo, y el mago se convierte en un hombrecillo minúsculo que cruza el cielo montado a lomos de él.

Por si acaso, Nick había anotado el número de matrícula del Bentley.

—Aunque seguro que después del robo lo pintará de nuevo y colocará otra matrícula —me informó.

Los adultos hacían como si no les pareciera nada sospechoso en el hecho de ser observados día y noche por un hombre con sombrero vestido de negro.

Y Charlotte igual.

—¡Qué demonios os ha hecho ese pobre hombre! Sencillamente se fuma un cigarrillo ahí fuera, eso es todo.

—¡Sí, claro!

Me resultaba más fácil creer en la versión del cuervo encantado.

Justo en ese momento empezó a llover. Por suerte, ya estábamos en casa.

—¿Al menos sigues mareada? —le pregunté mientras esperábamos que nos abrieran la puerta, porque nosotras no teníamos llave.

—No me agobies —dijo Charlotte—. Pasará cuando tenga que pasar.

Mister Bernhard nos abrió la puerta. Leslie opinaba que mister Bernhard era nuestro mayordomo, y la prueba definitiva de que éramos casi tan ricos como la reina o Madonna. Yo, por mi parte, no sabía exactamente quién o qué era en realidad mister Bernhard. Para mamá era «el factótum de la abuela», y la propia abuela lo describía como «un viejo amigo de la familia». Para mis hermanos y para mí era sencillamente «el siniestro sirviente de lady Arista».

Al vernos, enarcó las cejas.

—Hola, mister Bernhard —le saludé—. Qué tiempo tan horrible, ¿no?

—Realmente horrible, sí. —Con su nariz ganchuda y sus ojos marrones ocultos tras unas gafas redondas de montura dorada, mister Bernhard siempre me recordaba a una lechuza, o, mejor dicho, a un búho—. En un día así es imprescindible ponerse el abrigo al salir de casa.

—Hummm… sí, supongo que sí —repuse.

—¿Dónde está lady Arista? —preguntó Charlotte.

Charlotte nunca era especialmente cortés con mister Bernhard.

Tal vez porque, al contrario que a mis hermanos y a mí, tampoco de niña le había inspirado respeto. Sin embargo, aquel hombre tenía una cualidad que realmente impresionaba, y era la de moverse tan silenciosamente como un gato y aparecer de pronto a tu espalda como si hubiera surgido de la nada. Daba la sensación de que no se le escapaba ningún detalle. Fuera la hora que fuese, mister Bernhard siempre estaba presente.

Mister Bernhard ya estaba en la casa antes de que yo naciera, y mamá decía que ya estaba allí cuando ella era todavía una niña, de modo que debía de ser casi tan viejo como lady Arista, aunque no lo parecía. Vivía en un apartamento en el segundo piso, al que se llegaba por un pasillo independiente y una escalera desde el primero. Nosotros teníamos terminantemente prohibido pisar siquiera el pasillo.

Mi hermano afirmaba que mister Bernhard había instalado allí puertas trampa y cosas parecidas para mantener a distancia a los visitantes no deseados. Pero no podía demostrarlo. Ninguno de nosotros se había atrevido nunca a entrar en ese pasillo.

—Mister Bernhard necesita tener privacidad —decía a menudo lady Arista.

—Claro, claro… —replicaba mamá—. Supongo que, viviendo aquí, la necesitamos todos.

Pero lo decía tan bajo que lady Arista no podía oírla.

—Su abuela está en la sala de música —informó mister Bernhard a Charlotte.

—Gracias.

Charlotte nos dejó plantados en la entrada y corrió escaleras arriba.

La sala de música estaba en el primer piso, y nadie sabía por qué se llamaba así, porque ni siquiera había un piano.

La sala era la habitación preferida de lady Arista y de la tía abuela Maddy, y el aire olía a perfume de violetas y al humo de los cigarrillos de lady Arista. Como se ventilaba muy de vez en cuando, si te quedabas un rato, al final tenías la sensación de que se te nublaba la vista.

Antes de que mister Bernhard cerrara la puerta, tuve tiempo de echar un vistazo al otro lado de la calle. El hombre del sombrero seguía allí. ¿Eran imaginaciones mías o acababa de levantar la mano como si estuviera haciendo señas a alguien? ¿A mister Bernhard, quizá, o era a mí a quien saludaba?

La puerta se cerró y no pensé más en ello porque de repente volvió a aparecer la sensación de montaña rusa en el estómago. Todo se difuminó ante mis ojos. Se me doblaron las rodillas y tuve que apoyarme en la pared para no caerme.

Un instante después había pasado.

Mi corazón latía desbocado. Algo me ocurría. Teniendo en cuenta que no estaba en ninguna montaña rusa, no era normal que hubiera tenido vértigo dos veces en dos horas, a no ser que…

¡Bah! Seguramente estaba creciendo demasiado rápido. O tenía… hummm… ¿un tumor cerebral? O tal vez era solo hambre.

Sí, debía de ser eso. Desde el desayuno no había comido nada, porque la comida de la escuela había aterrizado en mi blusa. Respiré aliviada.

Entonces me di cuenta de que mister Bernhard me observaba con sus ojos de lechuza.

—¡Cuidado! —dijo con un considerable retraso.

Sentí que me sonrojaba.

—Bueno, me voy… a hacer los deberes —murmuré.

Mister Bernhard asintió con cara de indiferencia; pero, mientras subía las escaleras, pude sentir su mirada clavada en mi espalda.

De los
Anales de los Vigilantes

10 de octubre de 1994

De vuelta de Durham, donde he visitado a la hija menor

de lord Montrose, Grace Shepherd,

que de forma inesperada dio a luz anteayer a su hija.

Todos nos alegramos del nacimiento de

Gwendolyn Sophie Elizabeth Shepherd

2.460 g, 52 cm.

La madre y la niña se encuentran bien.

Nuestras más sinceras felicitaciones al gran maestre

por el nacimiento de su quinto nieto.

Informe: Thomas George. Círculo Interior

2

Leslie se refería a nuestra casa como un «palacio noble» por el enorme numero de habitaciones, pinturas, artesonados y antigüedades que contenía. Mi amiga imaginaba que detrás de cada pared se abría un pasadizo secreto, y que en cada armario había al menos un compartimento también secreto. Cuando aun éramos pequeñas, en cada una de sus visitas partíamos en viaje de exploración por la casa. El hecho de que estuviera terminantemente prohibido husmear hacia que fuera aun más emocionante. Siempre estábamos desarrollando nuevas estrategias cada vez mas sofisticadas para que no nos atraparan, y con el tiempo descubrimos realmente algunos compartimentos secretos, e incluso una puerta secreta en la escalera, detrás del óleo de un hombre gordo con barba de mirada feroz, montado a caballo y con la espada desenvainada.

Según nos informó la tía abuela Maddy, el hombre de aire feroz era mi tatatatatarabuelo Hugo, acompañado de su yegua para la caza del zorro Fat Annie. Y a pesar de que la puerta que había detrás de la pintura solo conducía, unos cuantos escalones mas abajo, a un cuarto de baño, en cierta manera podía decirse que habíamos encontrado una cámara secreta.

—¡Jo, que suerte tienes de poder vivir aquí! —Exclamaba Leslie siempre.

Yo creía más bien que la que tenía suerte era Leslie. Ella vivía con su madre, su padre y un perro peludo llamado Bertie en una acogedora casa adosada de Norah Kensinton. Alli no había secretos, ni sirvientes siniestros que te pusieran de los nervios.

Antes también nosotros habíamos vivido en un sitio así —mamá, papá, mis hermanos y yo—, en una casita de Durham, en el norte de Inglaterra, pero luego mi papa murió. En esa época, mi hermana tenia medio año, y mamá se traslado con nosotros a Londres, probablemente porque se sentía sola, y también, tal vez, porque no le llegaba el dinero.

Mamá había crecido en esta casa junto con sus hermanos Glenda y Harry. El tío Harry era el único que no vivía el Londres; se había instalado con su mujer en Gloucestershire.

Al principio, a mí la casa también me había parecido un palacio, exactamente igual que a Leslie; pero cuando tienes que compartir un palacio con una familia de muchos miembros, acabo de un tiempo deja de parecerte tan grande. Especialmente si hay un montón de espacios inútiles, como, por ejemplo, el salón de baile de la planta baja, que era tan ancho como toda la casa.

El salón de baile habría sido perfecto para una pista se skate, pero estaba prohibido. Era un espacio precioso, con sus altas ventanas, sus techos de estuco y sus arañas, opero desde que vivía en la casa nunca se había celebrado ninguna fiesta, ni bailes ni verbenas.

Lo único que se celebraba allí eran las calases de danza y de esgrima de Charlotte. La tribuna para la orquesta, a la que se podía llegar por la escalera del vestíbulo, era más que innecesaria, excepto talvez para Caroline y sus amigas, que aprovechaban los rincones oscuros bajo las escaleras que conducían desde allí al primer piso para jugar al escondite.

En el primer piso estaba la ya mencionada sala de música, además de las habitaciones de Lady Arista y de la tía abuela Maddy, un baño (el de la puerta secreta) y el comedor, en el que la familia se reunía cada noche, situado justo debajo, había un montaplatos pasado de moda en el que a veces Nick y Caroline se subían y bajaban el uno al otro dándole a la manivela, a pesar de que, como es natural, estaba estrictamente prohibido. Leslie y yo también lo habíamos hecho a menudo antes; pero, por desgracia, ahora ya no cabíamos.

En el segundo piso estaban los aposento de mister Bernhard, el despacho de mi difunto abuelo —Lord montrose— y una enorme biblioteca, Charlotte también tenia su habitación en ese piso, un cuarto situado en un Angulo de la casa y con una galería en saledizo del que mi prima le gustaba presumir. Y su madre ocupaba un salón y un dormitorio con ventanas a la calle.

La tía Glenda se había separado del padre de Charlotte, que ahora vivía con una nueva mujer en algún lado de Kent. Por eso, a parte de mister Bernhard, no había ningún hombre de la casa, a no ser que se cuente como tal a mi hermano. Tampoco había animales de compañía apesar de nuestras suplicas. A lady Arista no le gustaban los animales y la tía Glenda era alérgica a todo lo que tuviera pelo.

Mamá, mis hermanos y yo vivíamos en el tercer piso, directamente bajo el tejado, donde había muchas paredes en Angulo pero también dos pequeños balcones. Todos teníamos una habitación propia y Charlotte envidiaba nuestro baño, porque el del segundo piso no tenia ventanas, y el nuestro, en cambio, tenía dos. Pero a mi me gustaba nuestro piso porque mamá, Nick, Caroline y yo, lo teníamos para nosotros solos, lo que en esa casa de locos era una bendición.

El único inconveniente era que estábamos condenadamente lejos de la cocina, como bien pude recordar, para mi desgracia cuando ya estaba llegando arriba. Al menos, debería haber cogido una manzana. Ahora tendría que contentarme con las galletas de mantequilla de la provisión que mamá guardaba en el armario.

Temía tanto que volviera la sensación de vértigo que me comí once, una detrás de otra. Luego me saque el zapato y la chaqueta y me dejé caer como un saco en el sofá de la habitación de costura.

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