Authors: Kerstin Gier
Gideon alargó el brazo y me empujo detrás de él.
—Ahora cierra la boca durante un rato.
—¿Cómo dices?
En el extremo del corredor distinguí otra escalera. La luz del sol caía sobre ella desde lo alto. Pero, antes de que llegáramos a alcanzarla, dos hombres con las espadas desenvainadas salieron de entre las sombras como si nos hubieran estado esperando.
—Buenos días —dijo Gideon, que, al contrario que yo, no se había sobresaltado, aunque se había llevado la mano a la espalda.
—¡Contraseña! —gritó el primer hombre.
—Ayer ya estuviste aquí —informó el otro hombre, y dio un paso adelante para observar a Gideon—. O tu hermano menor. El parecido es asombroso.
—¿Es ese el joven que puede surgir de la nada? —preguntó el otro hombre.
Los dos se quedaron mirando a Gideon con la boca abierta. Llevaban ropas parecidas a las suyas, y no cabía duda de que madame Rossini tenía razón: al hombre del rococó le gustaba el colorido. Estos de aquí habían combinado el turquesa con flores lila con el rojo y el marrón, y uno de ellos llevaba, de hecho, una levita amarillo limón. La combinación hubiera podido resultar horrible, pero en cierto modo tenía su gracia, solo que era un pelín chillona.
Ambos llevaban sendas pelucas que formaban, sobre las orejas, rizos parecidos a salchichas, y en la nuca una pequeña coleta atada con una cinta de terciopelo.
—Digamos que conozco caminos en esta casa que son desconocidos para ustedes —repuso Gideon con una sonrisa arrogante—. Yo y mi acompañante debemos hablar con el maestre. Es un asunto urgente.
—El burro delante para que no se espante —murmuré.
—¿La contraseña?
«
Qua edit bisquitis
» o algo así.
—
Qua redit nescitis
—respondió Gideon.
Bueno, casi.
El hombre de la levita amarilla enfundó su espada.
—Síganme.
Miré con curiosidad hacia fuera por la primera ventana ante la que pasamos. Así que estábamos en el siglo XVIII. La cabeza empezó a picarme de excitación, pero solo vi un bonito patio interior con una fuente en el centro que ya había visto antes exactamente igual que ahora.
De nuevo subimos por una escalera, y Gideon me cedió el paso.
—¿Ayer estuviste aquí? —le pregunté intrigada en un susurro para que el hombre de amarillo, que estaba dos metros por delante, no pudiera oírnos.
—Para ellos fue ayer —repuso Gideon—. Para mí hace casi dos años de eso.
—¿Y para qué viniste?
—Me presenté al conde y tuve que informarle de que el primer cronógrafo había sido robado.
—Seguro que no le alegró la noticia.
El hombre de amarillo hacía como si no nos escuchara, pero se podía ver literalmente cómo sus orejas se esforzaban en captar nuestras palabras bajo las salchichas de pelo blancas.
—Se lo tomó con más calma de lo que pensaba —explicó Gideon—. Y tras la primera impresión, tuvo una gran alegría al enterarse de que el segundo cronógrafo efectivamente podía funcionar y de que, por tanto, aún teníamos una oportunidad de llevar el asunto a buen término.
—¿Y dónde está el cronógrafo ahora? —susurré—. Quiero decir en esta época.
—Seguramente en algún lugar de este edificio. El conde no debe separarse mucho tiempo de él, porque también tiene que elapsar para evitar temporales incontrolados.
—Entonces, ¿por qué no podemos sencillamente llevarnos el cronógrafo que está aquí al futuro?
—Por múltiples razones —repuso Gideon (el tono que empleaba al hablarme había cambiado: ya no se mostraba tan arrogante como antes, sino más bien se había vuelto paternalista)—. Las más importantes son evidentes. Una de las doce reglas de oro de los vigilantes en el manejo del cronógrafo es que el
continuum
nunca debe interrumpirse. Si nos lleváramos el cronógrafo con nosotros al futuro, el conde y los viajeros del tiempo que nacerán después de él se verían obligados a arreglárselas sin su ayuda.
—Sí, pero nadie podría robarlo.
Gideon sacudió la cabeza.
—Ya se ve que hasta ahora no te has ocupado mucho de profundizar en la naturaleza del tiempo. Existen cadenas de acontecimientos que sería muy peligrosos interrumpir. En el peor de los casos, posiblemente no hubieras nacido.
—Comprendo —mentí.
Mientras tanto habíamos llegado al primer piso, donde pasamos junto a otros dos hombres armados con espadas con los que el de amarillo intercambió unas palabras en susurros. ¿Cuál era la contraseña? Solo me salía «Qua nesquick mosquitos». Tenía que conseguirme con urgencia otro cerebro.
Los dos hombres nos miraron, a Gideon y a mí, con manifiesta curiosidad, y, en cuanto los hubimos dejado atrás, empezaron a cuchichear entre ellos. Me hubiera encantados saber lo que decían.
El hombre de amarillo llamó a una puerta. Dentro había otro hombre sentado detrás de un escritorio, también con peluca —rubia— y ropa de colores chillones. Por encima de la superficie de la mesa sobresalían una levita color turquesa y una chaqueta floreada deslumbrante, bajo las cuales se veían asomar unos pantalones de media pierna rojos y unas medias a rayas. Pero a esas alturas ya no me sorprendía nada.
—Señor secretario —anunció el de amarillo—, aquí está de nuevo el visitante de ayer, y de nuevo conoce la contraseña…
El secretario miró a Gideon con cara de incredulidad.
—¿Cómo puede conocer la contraseña si la hemos comunicado hace solo dos horas y desde entonces nadie ha abandonado la casa? Todas las entradas están estrictamente vigiladas. ¿Y quién es ella? Aquí no se permite la entrada a las mujeres.
Ya me disponía a pronunciar cortésmente mi nombre cuando Gideon me sujetó del brazo y me interrumpió.
—Debemos hablar con el conde. Es un asunto urgente. No hay tiempo que perder.
—Han venido de abajo —señaló el de amarillo.
—Pero es que el conde no está en casa —repuso el secretario, que se había levantado de un salto y se retorcía las manos nerviosamente—. Podríamos enviar a un mensajero…
—No, tenemos que hablar personalmente con él. No tenemos tiempo para enviar mensajeros de aquí para allá. ¿Dónde se encuentra el conde en este momento?
—Está invitado en casa de lord Brompton, en su nueva residencia de Wigmore Street. Se trata de una entrevista de la mayor importancia que se convocó inmediatamente después de su visita de ayer.
Gideon maldijo en voz baja.
—Necesitamos inmediatamente un carruaje que nos lleve a Wigmore Street.
—Eso tiene fácil solución —ofreció el secretario, e hizo una señal con la cabeza al de amarillo—. Encárgate personalmente, Wilbour.
—Pero ¿no vamos un poco justos de tiempo? —pregunté, pensando ya en el largo camino de vuelta por el mohoso sótano—. Para llegar en carruaje a Wigmore Street necesitaremos… —Nuestro dentista tenía su consulta en Wigmore Street. La parada de metro más próxima era Bond Street, Central Line. Pero desde aquí hubiéramos tenido que hacer al menos un transbordo. ¡Y eso viajando en metro! No quería ni imaginar lo que tardaríamos en llegar con un carruaje.
—Tal vez sería mejor que lo dejáramos para otra ocasión —dije.
—No —replicó Gideon, y acto seguido me sonrió.
Su rostro tenía una expresión que no acababa de interpretar. ¿La emoción de la aventura, tal vez?
—Aún nos quedan dos horas y media —dijo animadamente—. Iremos a Wigmore Street.
El viaje en coche de caballos por Londres se convirtió en lo más emocionante que había vivido hasta ese momento. Por algún motivo me había imaginado el Londres sin automóviles como un lugar apacible, con gente que paseaba tranquilamente por las calles con sombrillas y sombreros y algún carruaje que avanzaba parsimoniosamente entre ellos, sin olor a gases de escape, sin taxistas desconsiderados que conducían a toda velocidad y amenazaban con atropellarte incluso en un paso de peatones con el semáforo en verde.
Pero, de hecho, era cualquier cosa menos apacible. En primer lugar, llovía. Y, en segundo lugar, el tráfico, aún sin coches ni automóviles, era absolutamente caótico: carruajes y carros de todo tipo se apelotonaban en las calles, salpicando el lodo y el agua de los charcos en todas direcciones. Y aunque no olía a gases de escape, el olor que flotaba en el aire —cierto tufo a podrido mezclado con la peste a bosta de caballo y otros excrementos— no era precisamente agradable.
Nunca en mi vida había visto tantos caballos juntos. Nuestro carruaje iba tirado por cuatro preciosos caballos negros. El hombre de la levita amarilla iba sentado en el pescante y guiaba a los animales por entre el barullo a un ritmo de locos. El coche se tambaleaba salvajemente de un lado a otro, y cada vez que los caballos tomaban una curva tenía la sensación de que íbamos a volcar. Entre el miedo que tenía y lo concentrada que estaba en evitar que una sacudida me lanzara sobre Gideon, no pude distinguir gran cosa del Londres que pasaba ante la ventana del carruaje; pero, en las pocas ocasiones en que miré hacia fuera, no pude reconocer nada de lo que veía. Era como si hubiera aterrizado en una ciudad totalmente distinta.
—Esto es Kingsway —me indicó Gideon—. Irreconocible, ¿verdad?
Nuestro cochero inició una temeraria maniobra de adelantamiento de un tiro de bueyes y un carruaje parecido al nuestro, y esta vez no pude evitar que la fuerza de la gravedad me lanzara sobre Gideon.
—Este tipo debe de creerse que es Ben Hur —observé mientras me deslizaba otra vez a mi rincón.
—Conducir un coche de caballos es terriblemente divertido —comentó Gideon, como si envidiara al hombre del pescante—. Claro que en un coche abierto es todavía mejor. Los faetones son mis preferidos.
El carruaje saltó de nuevo y sentí que empezaba a marearme. Desde luego, aquello no estaba hecho para estómagos delicados.
—Me parece que prefiero un Jaguar —susurré con voz apagada.
De todos modos, tuve que reconocer que habíamos llegado a Wigmore Street mucho más rápido de lo que había creído posible. Bajamos ante una casa suntuosa y miré a mi alrededor, pero no pude reconocer nada de nuestra época en esa parte de la ciudad, aunque, para mi desgracia, había tenido que ir al dentista más a menudo de lo que hubiera querido. A pesar de todo, en el ambiente flotaba algo familiar. Y había dejado de llover.
El lacayo que nos abrió la puerta afirmó al principio que lord Bromptom no estaba en casa, pero Gideon le dejó claro que sabía que no era así y que perdería su puesto ese mismo día si no nos llevaba inmediatamente al amedrentado lacayo que se apresurara.
—¿Tienes un anillo propio? —le pregunté mientras esperábamos en el vestíbulo.
—Sí, naturalmente —repuso Gideon—. ¿No estás un poco emocionada?
—¿Por qué? ¿Debería estarlo?
Aún me encontraba bajo los efectos del viaje en carruaje, de modo que al principio no pude imaginar nada más excitante; pero en cuanto comprendí el sentido de sus palabras, mi corazón se puso a palpitar desbocado. Recordé lo que mi madre me había dicho sobre el conde de Saint Germain. Si ese hombre realmente podía leer los pensamientos…
Me palpé el peinado: seguramente estaría todo revuelto por el viaje.
—Estás perfecta —dijo Gideon con una ligera sonrisa.
¿A qué venía ese halago? ¿Estaba decidido a ponerme nerviosa?
—¿Sabes una cosa?, nuestra cocinera también se llama Brompton —afirmé para ocultar mi turbación.
—Sí, el mundo es un pañuelo —repuso Gideon.
El lacayo bajó corriendo las escaleras haciendo volar los faldones de su levita.
—Los señores les esperan, sir.
Seguimos al hombre al primer piso.
—¿Realmente puede leer los pensamientos? —susurré.
—¿El lacayo? —replicó Gideon también en susurros—. Espero que no, pues estaba pensando que parecía una comadreja.
¿Un toque de humor? ¿Realmente el señor-de-camino-a-una-importante-misión se había permitido una broma? Sonreí rápidamente.
(Algo tan positivo merecía ser reforzado.)
—El lacayo, no; el conde —repliqué.
Asintió.
—Al menos, eso es lo que dicen.
—¿Ha leído el conde tus pensamientos?
—Si lo ha hecho, no me he dado cuenta.
El lacayo nos abrió una puerta y se inclinó profundamente ante nosotros. Yo permanecí inmóvil. Tal vez lo mejor fuera no pensar en nada, pero eso era sencillamente imposible. En cuanto trataba de no pensar en nada, me veían millones de pensamientos a la cabeza.
—¡Primero las damas! —se ofreció Gideon, y me empujó suavemente al interior de la habitación.
Avancé unos pasos y luego me volví a detener, indecisa, sin saber qué se esperaba de mí en esa situación. Gideon me siguió y el lacayo cerró la puerta detrás de nosotros, no sin antes dedicarnos otra profunda reverencia.
Nos encontrábamos en un gran salón lujosamente amueblado, con ventanas muy altas y unas cortinas bordadas que probablemente también hubieran ido bien para hacer un vestido.
Tres hombres nos miraban. El primero era un tipo gordo, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse de su silla; el segundo era más joven, tenía una constitución extremadamente musculosa y era el único que no llevaba peluca, y el tercero era alto y delgado y tenía unos rasgos parecidos a los del retrato de la Sala de Documentos.
El conde de Saint Germain.
Gideon se inclinó, aunque no tan profundamente como el lacayo. Los tres hombres se inclinaron también. Yo, por mi parte, no hice absolutamente nada. Nadie me había explicado cómo se dobla la rodilla llevando un miriñaque. Además, lo de doblar la rodilla me parecía una bobada.