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Authors: Kerstin Gier

Rubí (25 page)

BOOK: Rubí
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Rápidamente me deslicé hacia atrás sobre el banco y espié por la otra ventana. ¿Es que nadie veía lo que estaba pasando? ¿Realmente podían atacarle a uno en plena tarde en Hyde Park? Tenía la sensación de que hacía una eternidad que había empezado la pelea.

Aunque Gideon se defendía bien pese a encontrarse en inferioridad numérica, no daba la sensación de que pudiera llegar a colocarse nunca en una posición de ventaja. Los dos hombres lo irían acorralando y al final serían ellos los vencedores.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde el disparo o de cuánto faltaba aún para nuestro salto en el tiempo. Seguramente demasiado para confiar en que desapareciéramos ante los ojos de los asaltantes. Ya no podía soportar seguir sentada en el carruaje mirando cómo aquellos dos tipos se preparaban para matar a Gideon.

¿Y si saltaba por la ventana e iba a pedir ayuda?

Por un momento temí que la enorme falda no pasara por la abertura, pero un segundo más tarde me encontraba de pie sobre la arena, en el camino, tratando de orientarme.

Al otro lado del carruaje solo se oían jadeos, maldiciones y el despiadado tintineo del metal contra el metal.

—Entrégate, estás perdido —resopló uno de los desconocidos.

—¡Nunca! —respondió Gideon.

Sigilosamente me moví hacia delante en dirección a los caballos. Estuve a punto de tropezar con algo amarillo y tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar un grito. Era el hombre de la levita amarilla. Se había deslizado del pescante y yacía de espalda sobre la arena. Horrorizada, vi que le faltaba parte de la cara y que sus ropas estaban empapadas en sangre. El ojo de la mitad intacta del rostro estaba muy abierto y miraba al vacío.

El disparo de antes iba destinado a él. Era una visión espantosa, y sentí cómo se me revolvía el estómago. Nunca antes hacía visto un cadáver. ¡Lo que hubiera dado por estar sentada ahora en el cine y poder sencillamente mirar a otro lado!

Pero esto era real. Este hombre estaba muerto, y solo a unos pasos Gideon se encontraba también en peligro de muerte.

Un tintineo me arrancó de mi parálisis. Gideon lanzó un gemido que me devolvió a la realidad.

Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, ya había cogido la espada del muerto y la había desenvainado.

Pesaba más de lo que había imaginado, pero enseguida hizo que me sintiera mejor. Aunque no tenía ni idea de cómo debía manejarla, era lo bastante puntiaguda y afilada para tranquilizarme un poco.

Los gritos de combate no cesaban. Me arriesgué a asomar la cabeza y vi que los dos hombres habían conseguido acorralar a Gideon contra el carruaje. Unos mechones de pelo se habían soltado de su coleta y le caían en desorden sobre la frente. En una de las mangas tenía una profunda desgarradura, pero, para mi alivio, no pude ver sangre por ninguna parte. Aún seguía indemne.

Eché una última ojeada a mi alrededor en busca de alguien que pudiera ayudarnos antes de balancear la espada en la mano y avanzar con decisión. Al menos mi aparición distraería a los dos hombres y tal vez Gideon pudiera obtener ventaja en la pelea.

Sin embargo, ocurrió justo lo contrario. Como los dos hombres luchaban de espaldas a mí, no me vieron, mientras que los ojos de Gideon se dilataron de espanto al descubrirme.

Durante una fracción de segundo dudó, y eso fue suficiente para que uno de los hombres de negro tocara de nuevo casi en el mismo sitio en que la manga ya estaba desgarrada. Esta vez fluyó la sangre, pero Gideon siguió peleando como si no hubiera ocurrido nada.

—No aguantarás mucho más —gritó el hombre en tono triunfal, y se lanzó con fuerzas renovadas contra su adversario—. Reza ahora que puedes, porque pronto te encontrarás frente al Creador.

Sujeté la empuñadura de la espada con las dos manos y salí corriendo, ignorando la mirada horrorizada de Gideon. Los hombres no me oyeron llegar y solo percibieron mi presencia cuando la espada ya había penetrado a través del vestido negro en la espalda de uno de ellos, sin la menos resistencia y casi sin ruido. Durante un espantoso instante pensé que había fallado y que tal vez la espada había entrado justo por la rendija entre el cuerpo y el brazo; pero entonces el hombre dejó escapar un estertor, soltó el arma y se desplomó como un tronco partido. No solté la espada hasta que lo vi tendido en el suelo.

Oh, Dios mío.

Gideon aprovechó la reacción de espanto del otro hombre para alcanzarle con un golpe que también le hizo caer de rodillas.

—¿Te has vuelto loca? —me gritó mientras alejaba de una patada la espada de su adversario y le colocaba la punta de su hoja contra el cuello.

El cuerpo del hombre se desvaneció.

—Por favor…. Déjame con vida—dijo.

Mis dientes empezaron a castañear.

«No puede ser verdad que acabe de hundir una espada en el cuerpo de un hombre»

El hombre dejó escapar un último estertor. En cuanto al otro, daba la sensación de que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.

—¿Quiénes son y qué quieren de nosotros? —preguntó Gideon fríamente.

—Solo he cumplido órdenes. ¡Por favor!

—¿Quién los ha mandado?

Una gota de sangre se formó en el cuello del hombre bajo la punta de la espada. Gideon había apretado los labios como si le costara dominarse y tuviera que hacer un gran esfuerzo para mantenerla inmóvil.

—No conozco ningún nombre. Lo juro.

La cara deformada por el miedo empezó a difuminarse ante mi vista, el verde del prado empezó a dar vueltas y, casi aliviada, me dejé caer en el remolino y cerré los ojos.

13

Había aterrizado en blando sobre mi propia falda, pero no estaba en condiciones de levantarme de nuevo. Parecía que todos los huesos de mis piernas se hubieran volatilizado, temblaba de arriba abajo y mis dientes castañeaban salvajemente.

—¡Levántate! —Gideon me tendió una mano. Había vuelto a colocarse la espada en el cinturón, y me estremecí al ver que tenía sangre pegada—. ¡Vamos, Gwendolyn! La gente empieza a mirar.

Ya hacía rato que se había hecho de noche, pero habíamos aterrizado bajo una farola en algún lugar del parque. Un corredor con cascos en las orejas nos dirigió una mirada de extrañeza al pasar.

—¿No te había dicho que te quedaras en el coche? —Como no reaccionaba, Gideon me sujetó el brazo y me estiró hacia arriba. Estaba pálido como un muerto—. Esto ha sido totalmente irresponsable y… terriblemente peligroso y… —Tragó saliva y me miró a los ojos—. Y, maldita sea, muy valiente por tu parte.

—Pensaba que se notaría al tocar las costillas —murmuré sin parar de castañear los dientes—. No pensaba que fuera una sensación… parecida a cuando cortas una tarta. ¿Cómo es que ese hombre no tenía huesos?

—Seguro que tenía —repuso Gideon—. Tuviste suerte y la hoja pasó entre ellos.

—¿Se morirá?

Gideon se encogió de hombros.

—Si fue un pinchazo limpio, no. Pero la cirugía del siglo XVIII no puede compararse precisamente con la de
Anatomía de Grey
.

¿Qué demonios significaba un pinchazo limpio?

¿Cómo podía ser limpio un pinchazo?

¿Qué había hecho? ¡Muy posiblemente acababa de matar a un hombre!

La idea casi hizo que volviera a desplomarme, per Gideon me sostuvo.

—Ven, tenemos que volver a Temple. Los otros estarán preocupados.

Por lo visto, sabía exactamente en qué lugar del parque nos encontrábamos, porque me arrastró con paso decidido camino abajo, pasando junto a dos mujeres que paseaban a sus perros y que nos miraron intrigadas.

—Por favor, deja de hacer ruido con los dientes. Es siniestro —imploró Gideon.

—Soy una asesina —murmuré yo.

—¿No has oído nunca la expresión «en defensa propia»? Te defendiste a ti misma, o, mejor dicho, a mí, para ser exactos.

Gideon esbozó una sonrisa, y en ese momento se me ocurrió que hacía solo una hora hubiera jurado que nunca sería capaz de reconocer algo así.

Y de hecho no lo era.

—No es que fuera necesario… —objetó.

—¡Ya lo creo que era necesario! ¿Cómo tienes el brazo? ¡Estás sangrando!

—No tiene importancia. El doctor White lo curará.

Durante un rato caminamos juntos sin decir nada. El aire fresco de la noche me sentó bien: poco a poco mi pulso se tranquilizó y mis dientes dejaron de castañetear.

—Me dio un vuelco el corazón cuando te vi ahí de pronto —confesó Gideon finalmente.

Me había soltado el brazo. Por lo visto, creía que ya estaba en condiciones de sostenerme sobre mis piernas sin su ayuda.

—¿Por qué no llevabas una pistola? —le espeté—. ¡El otro hombre tenía una!

—No una, sino dos —repuso Gideon.

—¿Y por qué no las utilizó?

—Lo hizo. Mató al pobre Wilbour y el disparo de la segunda pistola no me acertó por poco.

—Pero ¿por qué no volvió a disparar?

—¿A ti qué te parece? Pues porque cada pistola tiene un solo disparo —aclaró Gideon—. Las pequeñas y prácticas armas de fuego que conoces de las películas de James Bond aún no se habían inventado.

—¡Pero ahora sí que se han inventado! ¿Por qué te llevas al pasado una estúpida espada y no una pistola como Dios manda?

—No soy ningún asesino a sueldo —contestó Gideon.

—Pero esto es… quiero decir, ¿qué ventaja tiene, si no, venir del futuro? ¡Oh! ¡Pero si estamos aquí!

Habíamos ido a parar justo Apsley House, en Hyde Park Corner, donde paseantes nocturnos, corredores y propietarios de perros nos miraban con curiosidad.

—Cogeremos un taxi hasta Temple —dijo Gideon.

—¿Llevas dinero encima?

—¡Claro que no!

—Bueno, yo llevo el móvil —dije, y lo pesqué de mi escote.

—¡Ah, el «cofrecillo plateado»! ¡Ya me había imaginado algo así! Cabeza de… ¡trae aquí!

—¡Oye, que es mío!

—¿Y qué? ¿Conoces el número por casualidad?

Gideon ya estaba marcando.

—Perdóneme, querida. —Una señora mayor me estaba tirando de la manga—. No he podido resistirme a preguntárselo. ¿Es usted del teatro?

—Hummm…, sí —repuse.

—Ah, me lo figuraba. —La señora tenía dificultades para retener a su pachón, que tiraba de la correa hacia otro perro que se encontraba a pocos metros—. Tiene un aspecto tan maravillosamente auténtico… Eso solo pueden conseguirlo las figurinistas. ¿Sabe?, yo de joven también cosí mucho… ¡Polly, mala, no tires así!

—Enseguida vienen a recogernos —murmuró Gideon mientras me devolvía el móvil—. Iremos andando hasta la esquina de Piccadilly.

—¿Y dónde se puede admirar su obra? —preguntó la señora.

—Hummm… Por desgracia, esta noche era la última representación —repuse.

—Oh, qué lástima.

—Sí. Yo también lo siento.

Gideon me arrastró hacia delante.

—Adiós.

—No entiendo cómo pudieron encontrarnos esos hombres, ni quién pudo ordenar a Wilbour que nos llevara a Hyde Park. No había tiempo para preparar una emboscada.

Gideon caminaba murmurando entre dientes. Allí en la calle aún despertábamos más curiosidad que en el parque.

—¿Hablas conmigo? —le pregunté.

—Alguien sabía que estaríamos allí. Pero ¿cómo pudo enterarse?

—Wilbour… su ojo estaba…

De pronto tuve una imperiosa necesidad de vomitar.

—¿Qué estás haciendo?

Me entraron arcadas, pero no vomité.

—¡Gwendolyn, tenemos que llegar ahí abajo! Respira hondo y se te pasará.

Me quedé donde estaba. Aquello me superaba.

—¿Qué se me pasará? —Aunque en realidad tenía ganas de ponerme a chillar, me obligué a hablar despacio y claro—. ¿Pasará también el hecho de que acabo de matar a un hombre? ¿Pasará también que mi vida haya dado un giro de trecientos sesenta grados de la noche a la mañana? ¿Pasará también que un maldito engreído con el pelo largo y medias de seda que toca el violín no tenga otra cosa que hacer que darme órdenes sin parar aunque hace un momento haya salvado su asquerosa vida? Si me lo preguntas, ¡te diré que no me faltan motivos para vomitar! Y, por si te interesa, ¡tú eres uno de ellos!

Perfecto, la última frase tal vez había sonado un poco chillona, pero no demasiado. De pronto me di cuenta de lo bien que te quedas soltándolo todo de una vez. Por primera vez en ese día me sentí realmente liberada y por primera vez dejé de sentirme mal.

Gideon me miraba tan desconcertado que me hubiera puesto a reír si no me hubiera sentido tan desesperada. ¡Menuda novedad! ¡Parecía que por fin también él se había quedado sin habla!

—Ahora quiero ir a casa —espeté, tratando de poner término a mi discurso triunfal de la forma más digna posible.

Por desgracia, no lo conseguí del todo, porque, al pensar en mi familia, de repente mis labios empezaron a temblar y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.

¡Maldita sea, ahora no!

—No pasa nada, tranquila —me calmó Gideon.

La sorprendente suavidad de su tono fue demasiado para mi capacidad de autocontrol. Las lágrimas empezaron a rodarme por las mejillas sin que pudiera evitarlo.

—Oye, Gwendolyn, lo siento. —De repente se acercó a mí, me cogió de los hombros y me atrajo hacia él—. Soy un idiota, he olvidado lo que esto debe de representar para ti —me murmuró al oído—. Y eso que todavía puedo recordar lo extraño que me sentí cuando salté por primera vez, a pesar de las muchas horas de esgrima, pero no hablar de las clases de violín…

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