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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (10 page)

BOOK: Saber perder
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Ya, respondió Leandro. El doctor le habló de densitometría y grados de movilidad, le nombró otras pruebas que iban a realizarle, pero no llegaba a ninguna parte. Leandro preguntó por la rehabilitación tras dejar el hospital. Lo importante es no dejarse apoderar por la frustración, se limitó a decir el doctor. La edad tiene estas cosas.

La conversación languideció en la helada salita. Leandro caminó confuso por el pasillo de vuelta al cuarto. Su torpeza para las tareas domésticas lo desesperaba. Hasta ese momento, Aurora sostenía la casa. Para Leandro la lavadora era como una nevera que limpiaba la ropa. El se ocupa de las facturas, de los desgloses del banco, de pagar los recibos, de comprar el vino, asiste a las miserables reuniones de vecinos, pero no conoce el orden interno de la casa. Sabe que los domingos vienen su hijo Lorenzo y Sylvia a comer y casi siempre hay sopa de arroz y merluza rebozada. O que los jueves en que Manolo Almendros se presenta al mediodía Aurora siempre le invita a quedarse y le ofrece sus chocolates favoritos de postre, pero desconoce cómo se logra esa precisión. Le angustió pensar en su mujer impedida en una casa que no estaba preparada para alguien así.

En tres días estamos en casa, anunció Leandro a Aurora, que leía en la cama. Luego se sentó cerca y abrió el periódico. Los dos en silencio, leían casi en paralelo. Puede que se hicieran preguntas similares, pero no se dijeron nada. Fotos recuadradas de terroristas fundamentalistas islámicos. La muerte de Yaser Arafat. Las cercanas elecciones en Norteamérica.

Osembe ha bajado a buscarlo. Leandro la ve llegar a través del cristal. Aunque sonríe y se besan en las mejillas ella transmite el mismo aire ausente del encuentro anterior. Le lleva escaleras arriba hasta otra habitación diferente, algo más amplia. La ventana da al jardín trasero y la persiana no está bajada del todo. Entra la luz de la tarde. Otra habitación, dice él. Es mejor, dice ella. El baño es más amplio, de azulejos amarillo pálido. Encima del lavabo hay un mueble con espejo de tres óvalos. Leandro observa que es casi idéntico al de su casa, lo cual le perturba. Ella se enjabona la entrepierna y Leandro siente una punzada de asco al intuir que hace un minuto estaba debajo de otro cliente. El se repasa el pelo con los dedos y se mira las manchas de la piel en la frente y las mejillas. La cara de un viejo. Hay jacuzzi, ¿te apetece?, pregunta Osembe. Después quizá, responde Leandro.

Cuando se sienta para desvestirse mira el jardín trasero. Ve la piscina a medio llenar y un balancín blanco con los ejes oxidados. Desnúdate, le pide Leandro a Osembe. Ella se coloca delante de él y se quita las prendas sin darle ninguna intención al acto mecánico. Tarda en desprenderse de la ropa interior, como si quisiera mostrarse pudorosa.

Se mira y tensa los músculos de los muslos y de los glúteos. Por un momento parece olvidarse de que Leandro está ante ella. Mastica chicle. Leandro se levanta para besarla y le llega el fuerte aliento a fresa. Ella no le retira la boca, pero le besa sin pasión, mientras esconde el chicle entre los dientes.

Leandro la abraza y termina de desnudarla, ella se ríe, sin excitación, distante. Yo lo hago, túmbate. Leandro obedece y va hasta la cama. Ella domina la situación. Leandro trata de rebelarse porque no encuentra placer en la sucesión de caricias. ¿Quieres follar?, pregunta ella. Leandro se siente ridículo. Pretende darle al encuentro un valor íntimo, pero se da cuenta de que ella no tolera salirse de la rutina. Prefiere que todo sea previsible, plano, profesional. Leandro intuye que puede existir un placer más lejano, escondido, pero el acceso a ese lugar más íntimo parece vetado para él. Ella mastica chicle con su pensamiento lejos de allí. Es evidente que Leandro no logra excitarse con el manoseo de ella sobre su sexo, más parecido a una labor de manipulación industrial que erótica. Vamos, abuelo, dice ella. Como si así le animara. A Leandro le invade el mal humor. Deja, deja, dice, y se sienta sobre la cama.

Tiene ganas de irse. ¿Qué hago aquí?, se pregunta. Los ojos de ella miran vacíos, como si nada le importara demasiado.

La situación es entonces incómoda para ambos. Yo chupo, dice ella. No, dice Leandro. Se sienta tras ella y la abraza apretando la espalda contra sí. Le acaricia los brazos y el vientre. Ella pretende moverse, cambiar la posición y recuperar el ritual, pero Leandro lo impide. Ella sólo quiere que el cliente se corra. Es su única forma de entender la labor. Como una manualidad. No aspira a entrar en la cabeza de él. Incluso le incomodaría saber que Leandro persigue otro fin más allá que el de lograr el orgasmo. Leandro baña su rostro entre las cintas del pelo de Osembe. Ella ríe como si le hiciera cosquillas. No entiende el placer que puede encontrarle él a repasar su espalda, sus hombros, a recorrer con la yema de los dedos el cuerpo entero y resistirse en cambio a penetrarla. Él, en cambio, sabe que ésa es la razón que le ha traído de vuelta.

A última hora de la mañana ha acompañado a Luis, su alumno, a la tienda de unos conocidos que venden pianos usados. Era una cita concertada tiempo atrás. El dueño estuvo amabilísimo y el muchacho no se atrevió a probar los pianos. Leandro lo hacía por él. Tenían que ajustarse a un precio. Mis padres no me dejan pasar de ahí. Tranquilo, le dijo Leandro, por ese precio vamos a encontrar algo bueno. Pasaron a otro almacén y allí Leandro reparó en un piano de pared, negro, restaurado a la perfección y que no superaba los mil trescientos euros. Tocó un instante. Suena de maravilla, dijo. Pero fue al pasar su dedo por la madera negra y lisa cuando Leandro supo que, por más que luchara contra su deseo de volver a encontrarse con Osembe en el chalet, esa misma tarde acudiría de nuevo. Y entonces le invadió un entusiasmo que su alumno y el vendedor de la tienda malinterpretaron. Ah, don Leandro sigue teniendo la misma pasión por la música que cuando nos conocimos y ya va para treinta años, ¿verdad?

Leandro ha perdido parte del entusiasmo matinal. Aunque ahora recorre esa piel que añoraba. Repara en una larga cicatriz junto a la quiebra del codo de Osembe. La herida le intriga. Quizá un accidente en la aldea, un animal salvaje. La infancia peligrosa en el África.

Me pilló el ascensor cuando era niña, explica ella. En unos almacenes.

Y él se entretiene en la piel rugosa del codo durante un rato largo. Luego posa los dedos sobre el sexo afeitado de ella. Siente la lija de su vello púbico y cómo se cierran sus duros muslos para impedirle el acceso. ¿Quieres follar? Se acaba el tiempo, dice Osembe. Leandro nota que le incomoda ser tocada. Y él no quiere hacer otra cosa que tocarla.

Descubre sus pies feos, con dedos retorcidos y uñas deformadas mal pintadas de esmalte blanco. Acaricia sus piernas y sus brazos, toca la nariz que se dilata cuando respira. Sólo quiero conocerte, le explica, pero ella no alcanza a entender. Osembe se levanta y mueve el culo cómica junto a la cara de Leandro. Desplaza los glúteos arriba y abajo con sólo cambiar la tensión muscular, feliz como una niña que presumiera de saber mover las orejas. ¿Te gusta mi culo? Leandro lo estudia frente a su cara, alzado, ingrávido, musculado.

No. Me gustas tú. Y luego lo besa y ella se ríe y se aparta.

¿Quieres pagar más?, pregunta Osembe cuando pasa el tiempo. Puedes pagar otra hora. Osembe se acaricia los pechos introduciéndose las manos bajo el sujetador que no se ha quitado. Asoman estrías blanquecinas.

Bueno, dice Leandro.

11

Lorenzo pintó la cocina cuando Sylvia tenía siete años. Se acuerda ahora, sentado frente al teléfono inalámbrico. La pared está alicatada hasta la mitad y coronada por una cenefa azul con forma de trenza. El resto está pintado por él. Salmón, le dijo Pilar. Pero cuando Lorenzo dio los primeros brochazos, ella le dijo eso no es salmón, es naranja. Discutieron sobre las tonalidades y sobre el verdadero color de unas lonchas de salmón que comieron días atrás. Eran así, dijo Lorenzo señalando la pared. A lo mejor lo que pasa es que el salmón es naranja. No, el salmón es salmón, dijo ella. Luego Pilar fue a buscar a Sylvia a la salida del colegio y la pequeña entró en la cocina y vio a su padre subido en la escalera, repasando con la brocha un esquinazo. Qué bonita queda la cocina pintada de naranja, le dijo Sylvia. Pilar sonrió. Te juro que yo no le he dicho nada. Nunca supo si Pilar por el camino le había comentado algo. Sí recuerda que rieron. Eran otros tiempos.

El naranja había desfallecido un poco, la cocina también. Un azulejo estaba quebrado desde el día en que había tratado de clavar una hembrilla para sostener el colgador de cazos. En el suelo una pieza del terrazo estaba rota desde que a Sylvia se le cayó el bote de harina cuando ayudaba a su madre a preparar un bizcocho. La puerta de uno de los muebles colgados de la pared había sido sustituida por otra que no tenía idéntica tonalidad de blanco que las demás.

Cicatrices.

En la agenda de teléfonos habituales se acumulaban números que habían dejado hace mucho de ser habituales. El pediatra de la niña, varias oficinas, el teléfono de casa de una secretaria, la canguro a la que llamaban cuando salían alguna noche, tres o cuatro familiares ya fallecidos que permanecían en el limbo de la agenda, alguien olvidado por completo, alguna amiga de Pilar a la que no frecuentaban, el número del colegio al que fue Sylvia y en la letra P, allí están, los números de Paco. Casa, móvil, suegros y el apartamento de verano en Altea. Lorenzo tomó aire antes de marcar los dígitos en el teléfono.

Los días anteriores habían sido intensos. Su madre en la clínica, la angustia de su padre porque temía que no volviera a andar, el accidente de Sylvia, la llegada de Pilar. Coincidió con ella dos días seguidos en la clínica. Le ofreció quedarse en casa. No, tengo sitio donde una amiga, le dijo ella. Pilar se interesó por cómo le iba todo, si aún buscaba trabajo, si necesitaba dinero. No, no, estoy bien, le mintió él. Y luego le dijo ¿te has enterado de lo de Paco? Lo han matado en su casa, salió en los periódicos. Pilar se quedó callada. Parecía afectada por la noticia.

Lorenzo había decidido que podía hablar de ello, que debía hacerlo. Se lo comentó a su padre, a su amigo Lalo, se lo contó a Sylvia.

El martes al mediodía había encontrado un recado en el contestador. Un inspector llamado Baldasano se identificaba como miembro del Grupo de Homicidios y le dejaba un número de teléfono. Cuando Lorenzo llamó el hombre fue muy escueto. Sólo quería hacerle algunas preguntas, le dijo. Nos consta que usted fue socio del señor Garrido. Sí, claro, me he enterado por los periódicos, le dijo Lorenzo. Entenderá que queramos hacerle algunas consultas. La palabra sonó ambigua, preocupante. Lorenzo le explicó que esa tarde tenía que recoger a su hija en la clínica, le habló del atropello, no sé si será posible posponer la cita para mañana. La vida cotidiana, la normalidad, era la mejor prueba en su defensa.

Un policía con la tosca tela de su uniforme le guió hasta un despacho y allí le recibió el inspector Baldasano. Bebía café en un vaso de plástico bajo y marrón. Le ofreció otro mientras abría una carpeta, pero Lorenzo lo rechazó, acabo de desayunar, gracias. Lorenzo estaba nervioso y pensó que lo mejor era reconocerlo. Estoy algo nervioso, la verdad. No tiene por qué, le tranquilizó el policía. Mire, es muy sencillo. Todo apunta hacia un robo a cargo de las bandas habituales que operan en la ciudad, de las violentas, colombianos, albanos, búlgaros. Pero hay cosas en el aire. Le pedimos a la mujer del señor Garrido que nos pusiera al día de los negocios de su marido, que nos hablara de la gente con la que podía tener conflictos pendientes y le voy a ser sincero..., salió su nombre. Lorenzo asiente, sin dejarse sorprender. Paco y yo tuvimos una relación, bueno, fuimos amigos y socios y la cosa acabó fatal, eso es verdad, dijo Lorenzo. Lo sabemos, le tranquilizó el inspector, pero su tono no resultaba en absoluto tranquilizador. Ocurrió hace tiempo y llevábamos mucho sin vernos. Dejamos de ser amigos, pero eso no quiere decir que fuéramos enemigos. No le guardo... Bueno, no sé, Paco era un liante, a Lorenzo le salió aquella palabra, casual, poco grave. Se alegró de haberla dicho.

Surtió efecto. El inspector masticó un ya.

Paco me engañó. Montamos un pequeño negocio juntos, yo perdí mi dinero y, bueno, él no perdió tanto como yo, y, no sé, eso me hizo sentirme estafado. Estamos hablando de dos o tres millones de las antiguas pesetas, no estamos hablando de cantidades que..., Lorenzo se detuvo, no quería hablar del asesinato. Él tenía dinero de la familia de su mujer y, bueno, para él no fue tan grave la quiebra de la empresa. Yo he intentado rehacer mi vida por otro lado y jamás le he reclamado nada. El inspector no habló, esperaba que Lorenzo añadiera algo más. Lo hizo. Cuando leí la noticia me dio pena, no me alegré en absoluto. Me dio pena ella, Teresa, sobre todo.

Lorenzo pensó que no debía hablar demasiado, pero mantener la fluidez de las palabras le calmaba. Mentir con naturalidad le sorprendía tanto como le serenaba. Le daba fuerza para enfrentarse a los silencios del inspector. ¿Tenía muchos enemigos?, preguntó Baldasano. Al levantar la cara Lorenzo vio que tenía una herida en el cuello, tapada por la camisa, una cicatriz rosada, no muy larga. Aparentaba ser más una quemadura que un corte. Enemigos es una palabra fuerte, dijo Lorenzo. No quedaba bien con la gente, eso seguro. El inspector le preguntó por la noche del jueves. ¿Tiene alguien que pueda testificar que estaba con usted?

Lorenzo pensó un instante. Mi hija. Vivo con mi hija. Estoy separado.

El inspector asintió con la cabeza, como si ya conociera esos detalles. Levantó los ojos hacia Lorenzo, le voy a hacer una pregunta que está en todo su derecho de no contestar. Es sólo una consulta.

Ahí está, volvía esa palabra. Afuera sonaban tal variedad de timbres de teléfonos que se podían confundir con la música de un carrusel. Sobre la cabeza del inspector, en el techo, había una gotera gris y enmohecida, aún húmeda.

¿Usted conoce a alguien, de su relación profesional, que tuviera motivos suficientes para asesinar al señor Garrido? Lorenzo fingió pensar.

Repasar la lista de conocidos de Paco. Por un instante trató de encontrar a alguien y el ejercicio le calmó, le desplazó a una idea ajena, le convirtió en inocente de la manera más sencilla del mundo. No, dijo. Y, sin saber muy bien por qué, se vio en la necesidad de añadir Paco era una persona a la que no podías odiar.

Lorenzo no dijo nada más. Volvió a mirar hacia la gotera del techo. El inspector dirigió también su mirada hacia la manilla. ¿Se lo puede creer? Lleva así seis días. Es el baño de arriba, donde los pasaportes. Le aseguro que es bastante desagradable sentarse aquí toda la mañana sabiendo que tienes un charco de pis sobre la cabeza. Bueno, no le voy a robar más tiempo. Sí que le ruego que me apunte por aquí todos sus teléfonos de contacto, me gustaría tenerle siempre a mano, por si surge cualquier consulta.

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