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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (13 page)

BOOK: Saber perder
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Su terror a perder posiciones de influencia les llevó a preferir perjudicar al país. Alguna vez le había oído a su amigo Manolo Almendros hablar con autoridad del tema. Con la expulsión de los judíos, España hace su primera declaración formal de mediocridad, celebra convertirse en un país acomplejado y ruin. Y con el Dos de Mayo, añadía, se impuso el triunfo del terruño, cada región supliendo la impotencia como país.

Leandro continuó con su lectura, pero un anuncio recuadrado en la falda de la página opuesta atrajo su atención. Dentro de un ciclo de música clásica, organizado por una caja de ahorros, se anunciaba el concierto de piano a cargo de Joaquín Satrústegui Bausán. El día 22 de febrero. Lo comentó con Aurora. Mira, Joaquín va a tocar en el Auditorio. ¿Sacarás entradas? ¿Cuánto hace que no lo vemos?, pregunta ella. Casi ocho años. Será bonito verlo tocar otra vez. Leandro duda. No sé, si quieres. Leandro y Joaquín Satrústegui se conocían desde niños. Vivían en la misma calle de Madrid. Jugaban juntos entre las ruinas de los bombardeos de la guerra. Recogían balas, restos de las bombas que lanzaba la aviación franquista. Con Joaquín había encontrado un cadáver entre la enruna de un terraplén de lo que ahora es el lateral de la Castellana. Sobre el vientre hinchado del hombre se acumulaba un enjambre de moscas y Leandro había lanzado una piedra grande sobre él para espantarlas. La piedra, al hundirse en el pecho, provocó un ruido sordo, como el de un bombo al romperse. Los dos niños se alejaron a la carrera, pero aquella escena produjo pesadillas recurrentes durante toda la infancia de Leandro. Aún hoy es incapaz de comer carne algo cruda. Aquella mañana Leandro le contó a su madre lo que habían visto. Bestias, se limitó a decir ella. Nada más. Pero nunca olvidó el tono desolado que utilizó en la respuesta.

De la guerra guardaba memorias difusas, tiempos libres en los que los niños vivían en la calle. La victoria significó la vuelta de los hombres adultos, el regreso de la autoridad ausente, el fin de la libertad. El padre de Lorenzo purgó con dos años de servicio militar su afiliación republicana, pero fue ayudado en su destino por el padre de Joaquín. Durante la guerra, este hombre, militar de carrera, había sido dado por desaparecido cerca de Santander y a Joaquín, en el barrio, todos le trataban de huérfano, ayudaban a su madre a sobrevivir, a tirar adelante de él y su hermana algo mayor. Pero el padre regresó con un cargo militar importante y una situación aseada al concluir la guerra. Decían que era un héroe, que había estado en Burgos, cerca del mando. Era un hombre grandón, de andares pesados, con la cara recorrida por venillas rojizas y una papada enorme que se desparramaba por su pecho como un babero de carne. En su casa tenían lugar las clases de piano que recibía Joaquín y a las que permitieron sumarse a Leandro, al que para entonces todos conocían como el hijo de la modista, en especial a partir de la muerte de su padre por una gangrena. Don Joaquín les costeó a ambos los estudios del conservatorio. Les decía estudiad, porque el arte es lo que distingue a los hombres de las bestias. Cualquier animal sabe morder, procrear, sobrevivir, pero ¿sabe acaso tocar el piano? Joaquín y Leandro se mofaban de él en secreto y a Betún, el perro salchicha, feo y malhumorado de la madre de Joaquín, lo tomaban en brazos y le obligaban a tocar con las pezuñas el teclado del piano. Ya verás qué sorpresa se va a llevar mi padre cuando te vea tocar los nocturnos de Chopin.

En la adolescencia la relación de Joaquín con su padre se hizo más esquiva. A los diecisiete años se mudó a París para seguir los estudios de piano. Leandro y él mantuvieron el contacto primero se escribían, luego se mandaban saludos por intermediarios y al final sólo coincidían cuando Joaquín regresaba a España para algún concierto, convertido en un pianista respetado y celebrado. Perder amigos es un proceso lento, donde dos íntimos caminan en direcciones separadas hasta distanciarse de manera irremediable. Leandro vio morir a don Joaquín, viejo, triste, añorando noticias de un hijo al que admiraba, pero con quien apenas hablaba. Entendía Leandro la amargura de aquel hombre, él también se había convertido en alguien remoto para Joaquín, un recuerdo de otro tiempo. Puede que ni se acuerde de nosotros, le dijo a Aurora. Vamos, le respondió ella, no digas tonterías.

Aurora le urgió a reservar entradas para el concierto, Leandro se resignó. Le conmovía que Aurora fuera más entusiasta que él. Es tu amigo, se alegrará de vernos. Poco después abandonaron la lectura ante la apabullante presencia de Benita, la mujer de la limpieza, que a esa hora de la mañana rebajaba la entrega física para concentrarse en la tertulia.

Al dejar el hospital, el médico recomendó a Leandro que se hicieran con una silla de ruedas para los primeros días, los primeros desplazamientos. Leandro fue esa tarde a una tienda especializada de la calle Cea Bermúdez. La silla era más pesada de lo que creía. Dudaba de su capacidad para manejarla. Prefirió alquilarla. Con suerte Aurora volvería a andar sin problemas, al menos el médico era optimista. El alivio por dejar el hospital se ensombrecía con el pánico ante la nueva situación. Cómprales míos bombones a las enfermeras, se han portado tan bien, le pidió Aurora.

Ahora Pina ríe a carcajadas, con dos grandes incisivos uno montado sobre el otro, una boca fea, de labios finos, una mirada que a Leandro le hace sentirse incómodo. Era la primera vez que entraba en una de esas bañeras enormes, llena de orificios. Osembe había empujado a Pina lejos de sí dos veces, en dos ocasiones en que le pareció que el acercamiento de la italiana era demasiado atrevido. Leandro dejó que lo masturbara un rato con sus manos de dedos huesudos, con uñas pintadas de morado, pero se acercó a Osembe para dejar claras sus preferencias. La tarde termina sin éxtasis ni complicidades.

La encargada, Mari Luz, acepta la tarjeta de crédito de Leandro. Él explica que no lleva suficiente dinero encima, cuando le informan de que debe pagar por las dos chicas. Leandro no quiere discutir, pero mientras emerge el recibo de la tarjeta suma las cantidades. Hoy paga quinientos euros, más la propina de un billete de diez euros que desliza todos los días en la mano de Osembe al despedirse. En dos visitas ha consumido la totalidad de su paga de jubilación. La italiana no quiero que se nos vuelva a juntar, ¿de acuerdo? Mari Luz asiente con la cabeza, aquí usted es el que manda, y Leandro cree recuperar el dominio de la situación gracias a esa muestra de autoridad.

Leandro sale a la calle. El pelo húmedo recoge la brisa fría de la tarde. Se ha peinado frente al espejo del baño. El armarito estaba vacío y sucio. Contenía un peine y un cepillo de dientes gastado, un tubo de pasta sin tapón, reseco y obturado el orificio de salida. La suciedad del lugar parecía arrinconada, oculta más que inexistente, había que emplearse para dar con ella. En la calle, se vuelve para mirar el chalet con las persianas bajadas. Soy un irresponsable, un loco. Se calma al pensar que quizá aquélla fuera la última vez que vería ese lugar. Esto tiene que acabar. No tiene sentido.

No tiene sentido.

Lorenzo aguarda a la puerta de casa de sus padres. Recorre diez metros acera arriba, luego abajo. El portal se conserva idéntico a como era en su infancia, sólo la puerta maciza fue cambiada por otra más ligera, fea y frágil cuando instalaron el portero automático. En ese portal esperaba a su madre al volver del colegio si ella no había llegado aún de la compra o algún recado. Sentado en el escalón ha pasado muchas horas de su vida. La calle de la infancia ya no es tan parecida a la que conoció. Había casas bajas de paredes encaladas y tejados rojos. Ahora se han multiplicado los edificios de pisos con ventanas de aluminio. Los ancianos matrimonios que fundaron el barrio en los años cuarenta y cincuenta han muerto todos o casi todos. Cuando alguno sale a pasear parece un náufrago más que un vecino.

Lorenzo acudió a la llamada de su padre. Tu madre quiere pasear y yo solo no puedo bajarla. Después de dos días de casi continuada lluvia, un sol lavado iluminaba la calle. Lorenzo ayudó a su padre a bajar la silla de ruedas los dos pisos sin ascensor. En el primer rellano Leandro se frotó las manos doloridas sobre la chaqueta. En casa, las manos de su padre siempre habían estado protegidas. Nunca cocinaba ni utilizaba cuchillos, no abría latas ni frascos de conserva ni cargaba con cosas peligrosas. Jamás trabajó de albañil en casa, como otros padres. Mira a ver si tú puedes, ya sabes que papá no debe tocarlo, le decía su madre a Lorenzo cuando se trataba de colgar un cuadro o revisar un enchufe. Las manos de su padre les daban de comer y en una ocasión en que se dañó un dedo al pellizcarse con una silla desencolada, llevó durante días un dedil de cuero como protección. Esta mañana le ha visto cargar con la silla hasta la calle y ha pensado que no tiene edad ni fuerzas para cuidar de una mujer enferma. Viven en una casa sin ascensor, con escaleras anchas y viejas. Confían en que Aurora recupere la movilidad, pero si no es así, tendrán que amoldarse a una nueva manera de vivir.

Daremos un paseo por el barrio, volvemos rápido. Lorenzo les mintió cuando dijo que tenía una entrevista de trabajo. No fue difícil encontrar un bar, eso sí se mantiene como antes. Casi cada dos portales hay uno. Sobreviven al tiempo, sin lujos. Son pequeños, sucios, nada sofisticados, pero la gente los utiliza como oficina, lugar de citas, comedor, confesionario, salón de casa. Había una mujer al fondo echando monedas en una tragaperras con su carro de la compra vacío aparcado al lado. La barra de aluminio parecía blanca de tan rayada como estaba. En el periódico encontró un destacado sobre la inseguridad en Madrid donde hablaban del asesinato de Paco. Estaba escrito con tintes de alarma, «la paz turbada de un hombre que regresa a casa por la noche». Lo definían como «brutal asesinato». Lorenzo continuó hasta las ofertas de empleo. Recuadró dos. Quizá llamaría más tarde.

Echaba de menos a Sylvia. Los días de lluvia sin ella en casa se le habían hecho espesos y tristes. A Lorenzo le confortaba escuchar la música constante que llegaba del cuarto de Sylvia. Le gustaba verla llegar y salir con prisas, escuchar el murmullo cuando hablaba por teléfono con sus amigas. Sin ella la casa era triste. Daba igual poner la tele o la radio, sentarse a hacer cuentas en la cocina, silbar en el salón. Si ella no estaba, el eco convertía la casa en la guarida de un lobo herido.

El día de su partida, Pilar vino a buscarla y Lorenzo se ofreció para llevarlas a la estación de Atocha. Acercó el coche al portal y cuando estaba ayudando a Sylvia a acomodarse en el asiento apareció otro coche y pitó para exigir paso. Lorenzo se volvió con violencia, se encaró con el conductor. Era una mujer. ¿Qué pasa? ¿No tienes ojos? La mujer le hizo un gesto de desprecio y Lorenzo estuvo a punto de ir hacia ella.

Papá, déjalo. La hija de puta te ha visto con la escayola y aun así pita, la muy payasa.

Lorenzo se contuvo, vio el gesto nervioso de Pilar instalada en el asiento trasero. Sin prisa, se sentó al volante. Dilató el momento de arrancar. La ciudad a veces deparaba esos duelos de coche a coche. La mujer de atrás volvió a pitar. Lorenzo levantó el dedo corazón y se lo mostró por el retrovisor. Tu puta madre, imbécil.

Lorenzo ve aparecer a sus padres por la esquina de la calle, a ritmo lento, la silla avanza a trompicones. Se cruza una familia filipina y hay un coche aparcado encima de la acera que obliga a su padre a bajar el bordillo y maniobrar penosamente con la silla. ¿Llevas mucho esperando? No, no.

Suben a casa. Aurora parece fatigada. Qué día tan bueno, ¿no?, y lo dice con una melancolía que quiere referirse a algo más que el buen tiempo.

También la casa de sus padres le parece ahora a Lorenzo más pequeña, el pasillo más estrecho, el salón insuficiente, hasta el piano de pared en el estudio de su padre le resulta diminuto. La mujer de la limpieza trajina por allí. ¿Todavía tenéis a esta señora?, pregunta Lorenzo. Su padre se encoge de hombros. Meses atrás Lorenzo les oyó discutir sobre Benita.

Pobre mujer, decía Aurora. Al parecer los problemas de obesidad la limitaban a un trabajo bastante superficial. Dada su escasa altura necesitaría zancos para quitar el polvo de encima de los muebles. Tu madre la mantiene por piedad, le explicó Leandro. Nadie tiene una asistenta por piedad, les dijo Lorenzo, la tiene para que haga el trabajo.

Necesita el dinero, no puedo darle el disgusto de decirle que no venga más, concluyó Aurora.

Lorenzo regresa a su barrio en autobús. No está lejos. Ha tomado el 43 y luego recorre a pie el tramo desde la parada hasta su casa. En el mercado compra una pechuga de pollo cortada en filetes. Camina hacia casa con la bolsita. Esa noche su amigo Óscar le ha llamado para salir y comerán algo por ahí. Saldrá con él y su mujer, quizá se unirá Lalo.

Hablarán de política, de fútbol, alguien comentará un programa de televisión o una incidencia del trabajo. Siempre será mejor que quedarse solo en casa, viendo la televisión. La noche anterior Lorenzo se fue pronto a la cama, pero perdió el sueño al contacto con las sábanas. Del fondo del armario donde acumula la ropa, ahora mustia sin el contacto con la ropa de Pilar, sacó una muñequita Barbie que esconde desde hace tiempo.

Fue un juguete de la infancia de Sylvia, ya olvidado, abandonado también.

Era rubia, aunque había perdido el brillo del pelo. Llevaba un trajéalo corto con cierre de velero. Lorenzo se metió con ella en la t ama, le desprendió el vestido y se masturbó mientras acariciaba los pechos salientes, dinámicos, bien perfilados y repasó el contorno, los muslos largos, perfectos y rozó el pie inclinado, casi de puntillas. Fantaseó con el culo de la muñeca, lo imaginó real. A veces le hacía el amor en la cama, otras en la bañera. La había encontrado al fondo de una caja de juguetes arrinconados. Con la marcha de Pilar se removieron armarios, se reordenó la casa. Fue una especie de mudanza parcial. La muñeca le sorprendió, como si regresara del pasado. Estuvo a punto de tirarla a la basura, pero algo le detuvo. La muñeca le hablaba, le excitaba con su tacto de plástico, su volumen estudiado, el perverso diseño de formas, el gesto del cuerpo, la nariz altiva, algo despreciativa, fría, elitista. Pasó a ser una compañera absurda de sus juegos eróticos, un consuelo solitario. Después de correrse, Lorenzo volvía a vestirla y la ocultaba de nuevo en el fondo del armario, bajo los calcetines gruesos y las camisetas que ya nunca usaba.

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