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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (17 page)

BOOK: Saber perder
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Leandro se pasó la mañana repitiéndose no iré, no iré no iré. Pero fue. A las seis menos cuarto ya estaba en la acera de enfrente. Solía llamar al timbre a las seis en punto y consideraba que esa hora ya le estaba reservada. Aquel día vio llegar a Osembe en un taxi. Un hombre negro viajaba con ella. Él no se bajó, ella llamó al timbre y le abrieron la puerta. ¿Tienes novio?, le preguntó esa tarde Leandro. Mi novio está en Benin, dijo ella. ¿Sabe a lo que te dedicas? Osembe asintió. Allí también trabajé a veces de esto, los turistas tienen el dinero. A Leandro le sorprendía que él lo permitiera. Sabe que con él es diferente. Si tú no eres de Benin,¿por qué tu novio vive allí?, le preguntó Leandro. Osembe le habló de los problemas de violencia, de una matanza en Kokotown y cómo se había trasladado a vivir a Benin antes de cruzar a Europa. Leandro imaginó que ella había llegado en patera, pero Osembe se echó a reír, como si hubiera dicho una ridiculez, y sus dientes asomaron en la carcajada. Vine en avión. A Amsterdam. Trabajé en Italia, primero. Una amiga mía trabajaba en Milán. Ganaba mucho dinero.

Osembe había llegado a España cuatro meses atrás en el coche de un amigo, alguien que se ocupaba de ella. Leandro pensó en el hombre del taxi, le dijo esta tarde te he visto llegar, venía un hombre contigo. No me gusta coger taxis sola, a una amiga mía la violó un taxista. Pero Leandro insistía en preguntarle por el hombre que la acompañaba, y ella zanjó, yo no quiero novios negros, los negros son unos vagos, yo quiero uno que trabaje.

Los negros son buenos para follar, tienen una polla grande, pero no son buenos maridos.

Leandro se reía al escuchar las opiniones rotundas y aceradas. ¿Te ríes de mí? Yo no soy inteligente, ¿verdad? Ella contestaba vaguedades a las preguntas personales. Solían hablar tumbados sobre el colchón, dejaban correr el tiempo y cuando ella consideraba que las preguntas de él rebasaban el límite alzaba una barrera, llevaba su mano al pene de Leandro y comenzaba de nuevo con la actividad sexual, como forma de zanjar la conversación.

Leandro supo que el primer sitio donde trabajó en España fue en una carretera de la costa catalana. Y de allí vino a Madrid en coche. Llegar a este chalet, dijo ella, fue un accidente. Necesitaban una chica africana para un buen cliente, un empresario español que estaba introduciéndose en el negocio de los diamantes en Africa tenía que cerrar el trato con una compañía exportadora. Después de la cena trajo a su nuevo socio al chalet. En los negocios españoles cerrar los tratos con una invitación a putas parecía tradicional. El asador, el copazo, un puro y las putas. Un día Almendros le había contado que su hija trabajó un tiempo en una gran empresa de intermediación agrícola y que después de las comidas llevaba a sus clientes de provincias a un prostíbulo de confianza. A ella aquello le asqueaba, pero era algo impuesto, que había heredado de su antecesor en el cargo, y a los hombres no parecía importunarles que fuera una mujer quien los dejara a la puerta del local y se ocupara de la factura. Me hicieron venir para el hombre ese que quería una mujer africana. Estaba muy borracho, pero pagó bien y volvió dos días más, pero le costaba tenerla dura, la polla, porque le habían operado mal de una hernia, explicaba Osembe. Era cariñoso, pero muy borracho. Me ofrecieron quedarme. Aquí se trabaja con gente bien, no es como la calle. Que lo haces en coches, chupando en asientos o en los parques, ¿sabes? Aquí hay hasta un médico que nos visita, yo no tengo sida ni ninguna enfermedad, le dijo con un tono casi amenazante.

¿Este trabajo te gusta? Leandro se dio cuenta de que había hecho una pregunta estúpida. Yo sé que está mal, dijo ella. Yo lo sé, pero será un tiempo sólo. Leandro había visto en un reportaje de televisión bastante pobre que esas mujeres eran extorsionadas por redes que les costeaban el viaje y luego les exigían uno o dos años de trabajo en prostitución. Explotadas bajo amenazas a los familiares que se quedaron en su país, colocadas a trabajar hasta pagar la deuda contraída por el pasaje, con el pasaporte secuestrado por algún compatriota que las vigilaba hasta que reunían los diez mil euros que costaba la liberación. También había historias de secuestro, violaciones salvajes, de chantaje a costa de las supersticiones o el vudú, donde se compone una bola con sangre de menstruación, vello púbico, restos de uñas y se las amenaza con un dominio sobrenatural que las esclaviza. Osembe se reía ante las historias que él contaba, ¿lo leiste en una novela?

Ellos conocen a las chicas de allá y saben dónde viven las familias, con eso les basta. Déjate de brujerías. Además yo no creo en eso, yo soy cristiana. ¿Tú no eres cristiano? Leandro negó con la cabeza. Ella se mostró muy sorprendida. ¿No crees en Dios? A Leandro le pareció divertida la pregunta, el tono casi escandalizado de ella. No. No mucho, respondió. Yo sí, creo que Dios me ve y yo le pediré perdón y él sabe que un día dejaré todo esto. En las frases largas la lengua de Osembe chocaba con el labio superior, tenía dificultades para lograr algunos sonidos, pero su música era muy agradable. ¿Y no te molesta tener que estar con un viejo como yo?, preguntó Leandro. Tú no eres viejo. Claro que soy un viejo. Hubo un silencio, ella le besó en el pecho, como si quisiera demostrarle una falsa fidelidad. Supongo que mi dinero es igual que el de los demás, susurró Leandro. ¿Te gusta el dinero, eh, en qué lo gastas? No sé, ropa, cosas para mí, mando a casa. Yo tengo hermanos, cinco. Y mi novio y yo vamos a poner una tienda en el New Benin Market o en Victoria Island si nos va bien.

Quiero verte fuera de aquí, le dijo Leandro cuando terminó de vestirse. Dame un teléfono. Ella se negó. Estaba prohibido. Todo el dinero sería para ti. Osembe negó con la cabeza, pero con menos convicción.

Piénsalo. Ella dijo no, no puede ser. Leandro tuvo la convicción de que las conversaciones eran escuchadas, que Osembe se sabía vigilada. Alguien tocó la puerta, era la forma de anunciar el final de su tiempo. Osembe se asustó con el ruido, luego reaccionó con una sonrisa franca, enorme, relajada.

En la calle Leandro se sintió estúpido por su conversación, sus pretensiones de conocerla, de verla fuera. ¿Qué quería?, ¿intimar? ¿Que ella le contara su vida, su drama particular? ¿Compartir algo, acercarse? Podía pagar por que saciaran su deseo, pero nada más. Luego había que volver a casa, telefonear de nuevo al servicio técnico de la caldera, llorar de impotencia cuando pasa otro día sin que aparezcan, por más que explicara que su mujer estaba en cama, con una enfermedad de huesos; ordenar facturas, leer el periódico, recibir la visita de algún pariente, comer, beber, lavarse, asomarse a la calle, a la vida de otros, tratar de llegar a la noche con la calma suficiente para poder dormir, quizá soñar algo agradable o desagradable. Y un día desaparecer. Leandro sabía muy bien que tenía setenta y tres años y pagaba obscenas cantidades de dinero por abrazar el cuerpo de una nigeriana de veinte. Era un elemento caótico en su rutina, una bomba de relojería en su vida cotidiana.

El técnico le habla, esta caldera tiene años, pero cambiada la válvula será como nueva, ya verá usted. Leandro se encoge de hombros, se estropea cada invierno. Se ha mostrado seco con el técnico desde que llegó. Es su minúscula venganza por la humillante espera de los días pasados, con la casa convertida en una nevera inhóspita, como una pensión barata. El hombre, con sus dedos como morcillas, sonríe, las cosas se tienen que estropear, si no de qué viviríamos. Y además cada vez las cosas se hacen más sofisticadas para que no las pueda arreglar cualquiera. ¿Se ha fijado en los coches, por ejemplo? Antes, cualquiera le podía meter mano al motor y salir de una avería, pero ahora abres el capó y, poco menos que tienes que tener dos carreras para encontrar la tapa del delco. Y, en los talleres, de cincuenta mil pesetas no baja cualquier reparación, porque además con la entrada del euro, dígame usted, a que sesenta euros parece que no es nada, pues son diez mil pesetas, que antes era una fortuna. Ahora nada, parece calderilla. ¿A usted no le pasa? A que sí. Eh, ¿a usted no le pasa?

No, a mí no me pasa.

19

Lorenzo prefiere esperar en la calle. Baja las escaleras de la comisaría y recorre la acera con la mirada. Serán diez minutos le han dicho. Lorenzo seguía un impulso. Le resultaba lógico pasar por la comisaría y presentarse al inspector, preguntar si se había avanzado algo. Había acudido a una entrevista de trabajo cerca de allí, una oferta de repartidor de pan, pero el horario; era demoledor. Comenzar la jornada a las cinco de la mañana. Me lo tengo que pensar, había dicho. Y, con cierta superioridad, el hombre le había sonreído, no se lo piense demasiado, tengo cola de gente esperando. La tarde anterior, sobre la mesa de la cocina, había repasado el estado de sus cuentas. Había trazado una partida de gastos fijos mensuales, a ella le había sumado una media de gastos imprevistos. El subsidio terminó de cobrarlo dos meses atrás y la administración iba a resultar fundamental en los próximos meses. No recordaba ningún otro momento en su vida con menos dinero en la cuenta.

La primera vez que abrió una cartilla aún era menor. Había trabajado en el montaje de una feria de muestras, durante el verano. Su padre le acompañó a abrir una libreta compartida. Entonces ingresó treinta mil pesetas, pero Leandro le sorprendió allí mismo. Toma, le dijo, así tienes algo más para empezar. Y le entregó un cheque por doscientas cincuenta mil pesetas, era una especie de regalo secreto. No le digas nada a tu madre, lo que menos le gusta es que trabajes y dejes los estudios, no quiere que yo te anime. Pero, poco a poco, en la vida de Lorenzo se impuso la necesidad de ganar el dinero por sí mismo, de ser independiente. Reconoció pronto su incapacidad para los estudios, su falta de concentración. Óscar le dijo que su padre necesitaba un empleado y se colocó en la empresa de fotocomposición, de comercial. Trataba con editoriales, con tiendas, con imprentas. El rostro de sus padres cuando les dio la noticia fue de incomprensión. Por qué tanta prisa. Lorenzo les aseguró que seguiría estudiando. Y así lo hizo, casi dos años. Más por mantenerlos tranquilos que por interés en los estudios. Con diecisiete años había conocido a Pilar. Ella sí seguía en la universidad, pero Lorenzo, un día, se encontró con un noviazgo de tres años, serio, pacífico, entregado, y un trabajo que le garantizaba ingresos fijos, estables. Entonces dio el paso, subió el peldaño que faltaba, dijo adiós a la casa de sus padres, a la juventud. Se convirtió en autosuficiente.

Al descubrir que en su cuenta había una cantidad tan reducida, sintió un escalofrío. Señaló cuatro ofertas de trabajo y comenzó a llamar. En una de ellas buscaban gente más joven, que no llegara a los treinta. Otra era un empleo en Arganda, demasiado lejos de casa. La otra era un agente de inmobiliaria, trabajo que despreciaba Lorenzo, nada más triste que enseñar casas a comisión. El cuarto era el reparto de pan de cuya entrevista de selección acababa de regresar.

El crimen había tenido el efecto de paralizarlo. Era como si aguardara a ser detenido, como si esperara cada mañana que una patada derribara la puerta y los policías le pidieran que los acompañara. Se despediría entonces con una mirada culpable, triste y desoladora de su hija Sylvia.

Por eso dejarse ver delante del inspector no le pareció tan mala idea. Siempre puedo derrumbarme, confesarlo todo, gritar mi culpabilidad. Al menos abandonar esa área indefinida, donde ignora si es un sospechoso en firme o un meandro de la investigación.

Pero ahora se arrepiente. Está en la calle, no ha dejado su nombre a nadie, el inspector no le ha visto y piensa que es mejor no subir de nuevo. ¿Qué va a hacer?, ¿preguntar entre torpezas? ¿No es acaso el interés desmedido una prueba de culpabilidad? Mejor mantenerse al margen. Tampoco ha vuelto a la escena del crimen como mandan los tópicos. Eso sí, la escena del crimen ha vuelto a él cientos de veces.

Lorenzo sabía que todos los jueves, desde muchos años atrás, Paco y Teresa cenaban en casa de sus suegros. Acudían a esa cena los tíos de Teresa y una pareja de viejos amigos. Paco era invitado a unirse a la partida de cartas. Bajaban al sótano, donde había una barra de bar y una mesa de juego, donde las tuberías de la calefacción estaban a la vista y en las paredes había algún cuadro promocional de la empresa. Fumaban puros, bebían whisky selecto, se tomaban el pelo, a veces se excitaban, pero casi nunca hablaban de otra cosa que no fueran anécdotas. El padre de Teresa, a quien Lorenzo sólo había visto en una fugaz ocasión, era un persona muy desconfiada, con un afilado sentido del humor. Paco le guardaba mitad admiración mitad desprecio, pero si hubiera podido juntar ambas cosas el resultado habría sido un evidente complejo. Era un hombre seguro de sí, capaz de repetir delante de quien quisiera oírle a mí lo que me hubiera gustado es casarme con mi hija y tenerme a mí mismo de suegro.

El dinero había sido la razón inicial para planear el asalto a casa de Paco. Lorenzo sabía que en el garaje podría encontrar la caja de herramientas, quizá Paco ni tan siquiera recordara que un día le vio sacar de allí un fajo de billetes. Paco presumía de que las declaraciones de la renta siempre le salían negativas. El dinero negro no le daba miedo, que sea negro no significa que manche. Y si Lorenzo mostraba alguna prevención, él se reafirmaba. Todo el mundo es igual, abogados, notarios, fontaneros, no me vengas con escrúpulos, aquí sólo el que cobra con una nómina mensual cumple con Hacienda. Lorenzo sabía que la alarma no incluía el garaje, que el trabajo podría ser rápido. Que la salida de todos los jueves le dejaba más de tres horas para dar con la caja.

Vio salir el coche de casa de Paco. Un coche nuevo, radiante, de marca sueca. En el interior la silueta de ambos. Teresa se miraba en el espejito delantero, terminando de peinarse. Cuando se acercó a la valla el perro comenzó a ladrar, así que era mejor no evitar el merodeo. Saltó sin problemas, en dos esfuerzos. El perro corrió a que le frotara el lomo. Para entrar en el garaje rompió la cerradura de la portezuela auxiliar. En la bolsa de deporte llevaba una taladradora radial. La montó y en seis embestidas desenmarcó la cerradura. El perro ladraba con el ruido, pero luego volvió a calmarse.

Dentro del garaje encendió una luz. Llevaba guantes de látex y posó la bolsa de deportes en el suelo. Movió de su lugar la estantería que sostenía botes de pintura, herramientas. Pero detrás no estaba la caja que buscaba. Paco la habría cambiado a otro lugar. Tenía que estar por allí, seguro. Lorenzo comenzó a buscar a la desesperada, a removerlo todo. Sudaba bajo el mono.

BOOK: Saber perder
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