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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (21 page)

BOOK: Saber perder
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Leandro le explica que Aurora tiene que volver a aprender a andar, como si fuera un niño, pero que las fuerzas no le responden. El otro día se empeñó en incorporarse pero fue incapaz. No puede sostenerse. El médico que la visitó aquella mañana quiso ser tranquilizador. Es un proceso normal, necesita reposo. Pero Aurora se vino abajo, esa misma tarde le susurró a Leandro, sería mejor que me muriera ahora. Leandro la tomó de la mano y le acarició la cara. Le habló durante largo rato y eso pareció animarla.

La empleada posa ante los ojos del director un extracto de los últimos movimientos de la cuenta de Leandro. La alarma que se dibuja en los ojos del director es desactivada por Leandro. Mi mujer se está muriendo, mi obligación es gastar hasta la última peseta de mis ahorros en todo aquello que le alargue la vida o que por lo menos la ayude a no sufrir. El director hace notar la salida casi constante de dinero de cajeros automáticos, los cargos excesivos en la tarjeta de crédito. Leandro no dice mucho, tan sólo nombra enfermeras, medicamentos caros, segundas opiniones en clínicas privadas. No dice putas, masajes, baños de espuma, caricias pagadas. Echa mano de su cartera y propone tapar el descubierto, pero el director le detiene, ni hablar, ni hablar, no hay prisa. Las personas están antes que los números, al menos en este banco. Leandro miente con naturalidad, le resulta sencillo dejarse arrastrar. El director saca una calculadora y garabatea varias cantidades. Le propone a Leandro un crédito extraordinario que pueda ayudarle durante los siguientes meses. Podríamos tomar su vivienda como aval, una parte, a lo mejor sólo el cincuenta por ciento, y garantizarle la liquidez que pueda permitirle estar tranquilo de cara a la enfermedad de su mujer. Y si no, no sé si conoce nuestra oferta de hipotecas reversibles.

Leandro duda. No estoy seguro, tendría que consultarlo, dice. Aquí, por supuesto, le vamos a ofrecer las mejores condiciones del mercado, le asegura el director. Ya, pero mi pensión es tan ridícula. Me da miedo embarcarme en algo a estas alturas... No, don Leandro, por favor. Déjeme que le explique cómo funciona nuestro sistema crediticio.

Sale de la sucursal con la operación bancaria simulada escrita en un papel. Piensa que toda una biografía se resume en el cruce de cuatro o cinco cifras. Le han entregado el extracto de sus últimos movimientos y Leandro siente una punzada humillante al reconocer el nombre fingido del prostíbulo. Cada tarde con Osembe, cada exceso, aparece anotado. Una cantidad nimia corresponde a las entradas para el concierto de Joaquín Satrústegui que compró Aurora por teléfono hace unos días, al final se empeñó en sacarlas. Luego los gastos de la casa, las facturas. Pero entre todas destacan, acusadoras, las disposiciones de dinero para el vicio. Le envilece aún más la mirada del director al verlo salir de la sucursal, esa especie de condescendencia, de respeto, de piedad.

Si supieran.

Si supieran, piensa, los que al mirarlo aprecian al viejo honrado que asiste con amargura a la enfermedad de su esposa, a la honesta decadencia de la vejez, si supieran que esconde el vértigo de la degradación moral. Si lo supieran como él lo sabe. Como sabe que esa tarde volverá al chalet sobre las cinco y media y se concederá media hora de dudas, se atormentará con la culpa anticipada, pero pulsará el timbre de la puerta metálica y escudriñará por el cristal esmerilado del saloncito la llegada de Osembe, su zancada larga, su último saltito en el escalón final, su sonrisa de dientes alineados al descubrirlo, una tarde más, puntual y vencido.

Quizá por todo ello, y también porque al volver de la calle encuentra a Aurora más frágil y más sombría que nunca, al tumbarse junto a ella en la cama, en lugar de consolarla, rompe a llorar. Es un lloro lento, sordo, de viejo roto por dentro. En la radio suena el adagio del «Emperador» de Beethoven, un poco moto, y Aurora le recuerda que a veces, hace mucho tiempo, se atrevía a tocarlo para ella. ¿Te acuerdas? ¿Cuándo fue la última vez que lo tocaste? No, si sólo me sabía el comienzo, se disculpa él. Sí, ya me acuerdo, cuando Lorenzo decidió dejar los estudios y yo estaba hundida y a ti parecía darte igual y me dijiste aquello de que no había que culpar a la gente porque elijan una vida diferente a la que tú elegirías para ellos. Y yo estaba triste y tú tocaste para mí. Aurora seca las lágrimas del rostro de Leandro con sus dedos suaves y finos, lo hace sin poder volverse hacia él. Luego se toman de las manos, tumbados sobre el colchón, y ella le dice no tengas miedo, todo se va a arreglar, ya verás como me voy a recuperar. ¿Por qué los hombres sois siempre tan cobardes?

¿Por qué le tenéis miedo a todo?

3

Su asiento de tribuna en el estadio está casi a ras de campo, con el césped ante sus ojos como una alfombra húmeda y mullida. El fútbol no parecía tan sencillo desde allí. La pelota más ingobernable. Los espacios mínimos. Los jugadores humanos. Se apreciaba el sudor, se escuchaba su gemido en un encontronazo o el silbido para pedir el balón. Al lado de Lorenzo está sentada Sylvia, la pierna escayolada. En cada respiración sale vaho de su boca. Abrígate, le había dicho antes de salir de casa. Lorenzo se ha ajustado un gorro de lana, pero Sylvia está protegida por la cascada de rizos. Compartían la fila de asientos tapizados, cómodos como los de un cine, con algún jugador no convocado y las esposas de otros, bellezas fabricadas en serie, que en lugar de seguir el partido clavaban los ojos en sus parejas con un leve estremecimiento cada vez que sufrían una entrada brusca. Mira, ésa es la mujer del polaco que lleva el número cinco, dicen que se gastó cien mil euros en un perro de raza, le indica Lorenzo, pero Sylvia no atiende al cotilleo. ¿Y el argentino? ¿Cuál es su novia?, pregunta ella. Ni idea.

Cuando Sylvia tenía quince meses y acababa de soltarse a andar,

Lorenzo la observó mirarse en el espejo que entonces había en su cuarto. Llevaba en las manos un tarro de crema de su madre y se la ofrecía a su propio reflejo, convencida de que era otra persona. Lorenzo se vestía sin perder de vista a la pequeña. En un momento dado, Sylvia se asomó detrás del espejo, para tratar de descubrir dónde demonios se escondía la otra niña, esa niña que la miraba y también le ofrecía un tarrito de crema. Repitió el gesto de buscarla varias veces. Lorenzo no le dijo nada, no le explicó nada. Se limitó a mirar, a sonreír mientras disfrutaba de la parsimonia concentrada de la niña frente a su propio reflejo aún desconocido para ella. A veces recordaba ese instante sin saber a ciencia cierta si en eso, en algo tan sencillo como eso, consistía la felicidad.

Ya en otra ocasión Lorenzo había ido al fútbol con su hija. Sylvia tenía ocho años. A la media hora la niña había perdido todo interés y jugaba en su asiento, hablaba sola, miraba alrededor. Volver a estar allí sentado con ella, compartir la bolsa de pipas, localizar con la mirada a una anciana que gritaba desaforada insultos al árbitro y sus familiares o la procedencia del humo de un puro, se le antojaba una recuperación de aquel día. En la puerta de invitaciones Sylvia había recogido un sobre a su nombre con dos entradas. Las gané en un concurso de la radio, le dijo. Lorenzo la ayudó a cruzar por los tornos de acceso al estadio. En sus asientos preferentes, Lorenzo bromeó, cantó el himno en voz alta y le recitó ambas alineaciones con tiempo para comentar las características de algunos jugadores. Disfrutaba del lujo de volver a compartir un momento con su hija, un raro regalo en los tiempos en que ella disfrutaba de una enorme autonomía.

Pilar había sufrido antes que él la adolescencia de Sylvia. Madre e hija discutían y se enfadaban por nimiedades. La forma de vestir, los prolongados silencios, las maneras en la mesa, sus amistades. Los quince años de Sylvia habían sido definitivos para que Pilar se atreviera a romper la pareja. Aún tenemos mucha vida por delante y ella ya no necesita tanto de nosotros, le había dicho al proponer la ruptura. Lorenzo no alcanza a explicarse cuándo la casa dejó de ser un refugio, la familia una garantía de felicidad, cómo se murió la complicidad, el amor. Cuando quiso darse cuenta las tres personas que compartían techo eran extrañas. Cada uno con sus intereses, sus preocupaciones, sus prioridades. En el caso de Sylvia resultaba normal, fruto de su madurez. Pero en el de ellos, como pareja, era síntoma de algo más turbio, más triste. La pasión se extingue en pequeños acontecimientos sin importancia y un día no queda nada. Lorenzo intuye que en su caída personal hubo un momento en el que Pilar se soltó de su mano y decidió no dejarse arrastrar. Saltó en paracaídas de un avión que se estrellaba. El estaba demasiado ocupado en evitar su propia catástrofe como para retenerla. No la culpa por no querer compartir el derrumbe.

En el pasado, cuando Lorenzo reflexionaba sobre su relación con Pilar, concluía que ella le hacía mejor persona. Le contagiaba su tranquilidad, su confianza, su generosidad. Le permitió elegir, afianzarse, crecer. Ella celebraba cada avance de él. Entonces la pareja funcionaba como un soporte, como un motor. Casarse, vivir juntos, tener una hija, fueron los escalones naturales de su sintonía. Cuando nació Sylvia, Pilar renunció al trabajo, pero pasado un tiempo necesitó escapar de la casa que se le caía encima. Siento que mi vida se ha parado, decía. Vagó por trabajos nada satisfactorios hasta encontrar su sitio, pero Lorenzo está convencido de que en ese momento iniciaron caminos divergentes. Caminos que se cruzaban en casa a la noche, en detalles compartidos de la niña, en el sexo rápido de los domingos por la mañana. Se terminó la alianza, se terminó la convivencia y, podía ocurrir, alguien nuevo entró en su vida. Cuando Pilar anunció su fuga, Lorenzo no pudo retenerla. Conocía bien a su mujer. Si había tomado la decisión nada iba a forzarla a cambiar. Ni una lágrima, ni el propósito de enmienda, ni el chantaje sentimental. Las decisiones de Pilar podían ser lentas, pero bien armadas. Era indulgente, pero sus sentencias definitivas. Así ocurrió. En dos días ya no vivía allí, en cuatro apenas quedaba una pieza de su ropa, en dos semanas pactaron la separación y arreglaron cuentas, hicieron números, dividieron gastos, ahorros. Fue fácil. Ella lo dejó casi todo. Prefiero quedarme en mi casa, les dijo Sylvia. Lorenzo lo entendió como una victoria, una toma de partido, pero sabía también que era la opción más cómoda para ella y la más respetuosa con la nueva vida de su madre. En realidad, pensó, elige su barrio, sus amigos, su instituto, su cuarto, no me elige a mí frente a Pilar.

Desde la separación Lorenzo no había estado con otra mujer. El sexo era algo prescindible, dormido, arrinconado. Demasiados problemas. No tenía el dinero suficiente para aguardar con copas en la noche la llegada de alguien al reclamo de su alma solitaria o su estado de desesperación. Demasiado orgulloso para admitir la derrota. En el amor tampoco iba a mendigar. Todo se resolvería cuando recuperara el lugar que le correspondía.

Buscar trabajo en un área laboral a la baja no fue fácil. Trabajó de comercial a comisión durante tres meses para una empresa de informática, pero el contrato languideció y Lorenzo se encontró en la calle de nuevo, sin la energía de los jóvenes para enlazar seis o siete propuestas basura durante un año. Gracias a la intervención de un amigo logró un puesto en una distribuidora de material de telefonía, pero las jornadas eran eternas y la química con los compañeros se agrió por un accidente estúpido. Durante uno de los partidillos de fútbol sala que jugaban los jueves después del trabajo en un polideportivo municipal, entró con fuerza a un balón disputado y uno de los chicos más jóvenes de la empresa, un chulito que se prodigaba en regates y caños, salió malparado. Sufrió una fisura craneal, la rotura de la clavícula y una conmoción cerebral que los asustó durante un buen rato. Lorenzo se excusó cien veces y todos lo disculparon como un desafortunado lance del juego, pero dejó de acudir a los partidos, y poco después abandonó el empleo. No tenía fuerzas para hacer amigos nuevos, comenzar relaciones. Por entonces ya especulaba con el golpe que le devolvería algo de lo que era suyo, con la particular manera de obtener justicia.

Robar a Paco lo que Paco le había robado a él. Que no era sólo el dinero. Su padre le había prestado alguna cantidad para sortear las dificultades, no quiero que Sylvia tenga que cambiar su forma de vida. Le preocupaba que su hija sospechara los aprietos económicos, se sintiera una carga y optara por trasladarse a vivir con su madre. Eso sería perderlo todo. Para Lorenzo, desde siempre, el poder era algo físico, que viaja contigo, que se transmite, como una especie de olor corporal. De ahí el empeño en mostrar que todo seguía igual, cuando nada seguía igual.

Por eso la muchacha que cuida al niño de los vecinos había aparecido en el instante oportuno, cuando más necesitaba a gente nueva, que no lo juzgara por lo que había sido, sino por lo que podía ser. Que desconociera la cuesta abajo de la que venía y apreciara su capacidad para remontar.

Cuando le propuso a Daniela llevarla al aeropuerto quedaron citados en la boca de metro. Lorenzo llegó en su coche y ella subió con su amiga. Es Nancy, les presentó Daniela. La chica tenía embridada la sonrisa en un aparato de ortodoncia. Era a su primo a quien debían recoger en el aeropuerto.

En la terminal de llegadas esperaron más de tres horas el vuelo procedente de Quito y Guayaquil, que sufría demoras constantes. Por el suelo rodaba el biberón de una niña que esperaba a su padre, otras familias aguardaban con gesto inquieto, consultaban el reloj, paseaban arriba y abajo. Todos rostros extranjeros, miradas de desconfianza, tensión. A ratos parecía el duelo a la puerta de una morgue más que la llegada de un avión. Daniela y su amiga Nancy sólo aceptaron de Lorenzo una botella de agua para soportar la espera. El se interesó por su venida a España, sus condiciones laborales. Ninguna de las dos tenía aún papeles. Trabajaban ambas sin contrato en el servicio doméstico. Daniela decía estar contenta con la pareja del quinto; Nancy era más crítica con la familia de un anciano al que atendía. Compartían piso con otras tres amigas, un primero cerca de Atocha. Nancy tenía una hija en Ecuador, al cuidado de la abuela, a quien enviaba dinero cada mes. Yo no dejé a nadie atrás, dijo Daniela, aunque explicó que sostenía a su madre y sus hermanos pequeños en Loja.

Nancy temía que a su primo lo retuvieran en la aduana. Daniela la tranquilizaba. A medida que avanzaba la espera agradecían con más cordialidad a Lorenzo que las hubiera acompañado. Nada, nada, decía él, pero ellas insistían. Temían a los taxistas españoles, acostumbrados a timar extranjeros, y si Wilson, que así se llamaba el primo de Nancy, venía muy cargado, ir en metro sería una lata. Si le pides el favor a alguien conocido, dijo Daniela, poco menos que se cree con derechos sobre ti. Lorenzo no dijo nada. Pese a las peripecias que contaban, Lorenzo no percibía en ellas asomo de frustración. Interrogaba a Nancy sobre si echaba de menos a su hija, pero si la estoy malcriando, respondía ella, tiene los mejores juguetes del barrio. Daniela sonreía con las mejillas y achinaba los ojos indios bellísimos, rasgados.

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