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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (30 page)

BOOK: Saber perder
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Lorenzo nunca comprendió lo que había querido hacer, qué buscaba al ir a su encuentro. Sólo pretendía obligar a Santiago a reparar en la herida que causaba. Eres feliz a costa de machacarme, de robármelo todo. Con el tiempo le avergonzó su violencia, su estupidez. Le humillaba. Santiago tenía que saber lo que su felicidad causaba, el precio que hacía pagar a otro. Lorenzo quería presentarse ante él como algo más que la pareja anterior de Pilar, como un ser real, herido.

Pero el malestar de ese domingo cuando come con sus padres, no se remonta tan lejos. Tiene más que ver con la tarde anterior.

En la explanada del Monasterio de El Escorial, rodeados de grupos de turistas que emprendían el camino de regreso hacia los autobuses estacionados en la proximidad, Lorenzo le preguntó a Daniela ¿te ha gustado? Ella se confesó más bien impresionada por la enormidad, por lo antiguo.

Los españoles estamos locos, ¿verdad?, acertó a decir Lorenzo. Una cosa así levantada en mitad de la nada por la demencia de un rey que quería limpiar su culpa.

Le habló a Daniela de los orígenes del Monasterio, del martirio de San Lorenzo, la forma de parrilla de tortura del mismo edificio, la culpa de Felipe II por ganar la batalla de San Quintín en el día del santo, todos datos que había leído de manera apresurada tras conectarse a internet en el ordenador de Sylvia.

Daniela le contó que sintió la misma impresión de pequeñez cuando en el colegio la llevaron a visitar la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito, en pleno centro histórico. Los efectos del sol al entrar por las cristaleras y las pinturas bien explícitas sobre la vida que esperaba al infiel terminaron por convencer a los indígenas de la grandeza del Dios de los católicos. Luego volvió a visitarla tras el incendio, con las paredes ennegrecidas, y aún era más impresionante.

Lorenzo hablaba con generalidades, confundía fechas y nombres, en una especie de conferencia bienintencionada que más parecía una exposición de tema de opositor fracasado. Si trataba de decir algo sobre la llegada española a Ecuador y el espíritu que guiaba a quienes levantaban enormes iglesias y conventos, Daniela le corregía con cierta dulzura, Hernán Cortés no tiene nada que ver con eso, te refieres yo creo a Pizarro. Sí, claro, Pizarro, bueno es lo mismo. También simulaba conocer los nombres de Sucre, la fecha de la independencia declarada en las alturas del Pichincha y hasta mintió al asegurar, sí, claro que había oído hablar de Rumiñahui. Fue hace mucho, en el colegio.

No acertaba a contestar todas las preguntas de ella durante el recorrido, bueno creo que el Rey se casó varias veces, no sé si tres o cuatro, dijo frente a los sepulcros. Sí, claro, era muy creyente, mira en qué camita más cutre dormía. De vez en cuando conseguía leer las leyendas que acompañaban a una pintura antes que ella y entonces presumía, éste es su padre, Carlos V. Pero era el carácter emprendedor de los españoles, su locura iluminada, lo que Lorenzo resaltaba en su desnortada charla, como si quisiera, a ojos de Daniela, emparentarse con aquellos crueles pero magnéticos hombres llenos de proyectos fecundos.

Y tan fecundos, Francisco de Aguirre tuvo hasta cincuenta hijos, le dijo ella con una ironía que Lorenzo no terminó de captar. El Monasterio cerraba pronto las puertas y fueron desalojados de la Biblioteca. Lorenzo señalaba con cierta desviación el lugar que correspondía a Ecuador en una vieja bola del mundo cuando el bedel les urgió a salir. Esto es típico de los funcionarios, mira qué horario. ¿Tú te crees que se puede cerrar a las seis de la tarde un monumento tan visitado, algo que es el orgullo del país?

Se sentaron sobre el murete que hacía de valla a esperar el anochecer que caía entre las montañas a la espalda del Monasterio. Era hermosa la vista. Daniela le habló de sus tiempos de escuela en Loja. Le explicó que conocía bien la historia de España por una monja de Pamplona, agresiva y autoritaria, que fue su gran maestra. Nos pegaba con un grueso misal, aquí, justo en la coronilla. Pero también les hablaba de cómo la iluminación de Dios había conducido a los españoles a través de mares y selvas para expandir la fe por el Nuevo Continente, daban nombres de santos a las ciudades que conquistaban. Los soldados se habían distanciado fatalmente de su Dios y se habían entregado al ansia de riqueza, el vicio, la locura, la sexualidad y al final habían perecido enfermos y castigados.

Esa mujer, Leonor Azpiroz, dijo Daniela con un recuerdo de llamativa precisión, me golpeó una vez en mitad de clase. Al pasear entre las filas descubrió mi libro destrozadito, había pasado por muchas manos antes de las mías, era un catecismo español que se llamaba Con vosotros está. Me hizo levantar y me cacheteó. Así no se trata el material escolar, me dijo. Recuerdo que me morí de las iras, la culpa no era mía, yo ya había recibido el libro así, y cuando llegué a mi casa rompí a pisotones— el crucifijo que habíamos hecho de manualidad con pinzas de la ropa. Pero al día siguiente ella se dio cuenta de mi mirada de rencor y me buscó para abrazarme, me cogió la cara entre las manos y me dijo indita, usted tiene cara de santa, no se tuerza a la primera injusticia de la vida. Era una sabia, una salesiana sabia que te veía por adentro.

Lorenzo aprovechó la senda abierta por la confesión de Daniela para preguntarle por su familia. Daniela le habló de una madre enferma y dedicada a cuidar a todos los hermanos y hermanas. Ella había venido a España y tenía la responsabilidad de enviar dinero. Cuando hablaban por teléfono la madre apenas podía contener la emoción. Rezo por ti, le decía a Daniela.

Tengo una hermana, un poco mayor que yo, le explicó Daniela, que le ha dado todos los disgustos a mi madre. Salió a mi padre, yo creo. No la vemos nunca. Se vino a España antes que yo, pero ni llama ni nada. Tenía malas compañías. Mi madre en eso fue muy generosa conmigo, me dijo váyase a España pero no lo haga por mí, hágalo por usted y los dólares que gane que sean limpios, por pocos que sean. Sé honrada y Dios te premiará. ¿Qué te crees?, desafió a Lorenzo, ¿que no sé yo cómo ganan dinero algunas que veo por allá, por el barrio mismo? Es muy difícil competir contra las que se saltan las reglas.

Lorenzo recordó entonces una camiseta en la que apenas reparó el día que se la vio puesta a Daniela. «El me hace feliz», decía la leyenda. Y se había sentido aludido. Pero ahora sabía con precisión que se refería a sus firmes creencias religiosas y se vio en la obligación de advertirle que no creía en Dios ni iba a misa. Por el gesto de ella, de cierta ausencia,

Lorenzo se aventuró en una confusa explicación en la que afirmaba que creía en la existencia de Dios, pero no de un Dios como lo entienden los creyentes, sino de otra forma, más etérea y personal, como si fuera un Dios que está dentro de cada uno. Cuando sintió que sus palabras podían no llevarle a ningún sitio, prefirió abandonar la conversación con un tampoco pienso muy a menudo en estas cosas.

Este edificio, le dijo Daniela como toda respuesta, esta construcción sólo puede ser fruto de la fe verdadera, del deseo de honrar a Dios sobre todas las cosas. Y Lorenzo levantó la vista para ver la inmensa explanada y el Monasterio que recibía la última luz del día. A su modo pensó en la intrínseca españolidad de su espartana construcción, aunque le faltaba perspectiva para verlo como el glacial leviatán de granito que rompía la sierra de pinares que lo rodeaba.

Daniela sintió frío y Lorenzo le pasó el brazo por los hombros. ¿Volvemos ya?, le preguntó. Mejor, respondió ella.

Caminaron por la ladera de la carretera en busca de la furgoneta que había aparcado en la cuneta alejada. Los domingos vamos a una iglesia que está cerca de nuestra casa, le contó Daniela, el pastor es inteligentísimo. Lorenzo lo entendió como una velada invitación, pero no dijo nada.

Subieron a la furgoneta. Lorenzo condujo por la calle que bordeaba el Monasterio y en cada badén elevado sobre el asfalto para limitar la velocidad no podía evitar mirar de reojo los pechos de Daniela bambolearse arriba y abajo. Mientras tanto, ella hablaba de la parroquia. Cada día van más españoles. A veces los españoles creen que esas iglesias son sólo de sudacas, pero ahora entran, nos oyen cantar y algunos se juntan. ¿Sabes lo que me dicen? Aquí la fe siempre fue triste, le contó Daniela. Vosotros celebráis a Dios con alegría, con risas, se atrevió a interrumpir Lorenzo. Puede que la última misa a la que había asistido se remontara al funeral del padre de Lalo hacía casi quince años. La carretera de vuelta a Madrid avanzaba entre los campos vallados con piedra y Lorenzo y Daniela fijaron la vista en el frente. El hecho de no mirarse les permitía hablar con mayor sinceridad.

Vosotros sois más alegres en todo, se oyó decir Lorenzo. Y le pareció al instante que había ido demasiado deprisa. No te creas, le corrigió Daniela. Sufrimos mucho. La gente sólo ve a los que viven la fiesta y todo eso, pero la realidad es otra. Seguro que tú conoces a alguna colombiana. ¿Colombiana?, no, ¿por qué?, preguntó Lorenzo. Te gustarían más que yo, eso seguro, le dijo Daniela sin quitar los ojos del frente, como si quisiera retarlo. Son descaradas, no les importa nada. Bueno, no quiero generalizar...

Lorenzo sintió una punzada de excitación. Llevaba bastante dinero en la cartera pensando que ella tendría ganas de bailar, de ir a cenar o divertirse en algún sitio. Ahora se daba cuenta de la equivocación.

Unos días antes había pasado por las oficinas de su amigo Lalo para cobrar el trabajo de desalojo del piso. En realidad, le confesó a su amigo en el despacho, he dejado la cantidad en blanco, no sé qué poner. Lalo redactó con habilidad una factura en su ordenador y le pidió a Lorenzo que se asomara a verla. ¿Te parece justo?

Es algo más de lo que pensaba, le confesó Lorenzo.

Lalo imprimió la factura en su ordenador y sacó el dinero de un cajón de su mesa. No te preocupes, era lo que tenía previsto, le aseguró. Salieron a tomar un café. La mañana era luminosa, pero la cafetería era oscura, se extendía hacia el fondo de un local sin otras ventanas que las del frente. Lorenzo le preguntó a Lalo por el dueño de la casa. Hay algunos objetos personales que quizá habría que entregarle, pero, claro, ahora lo habréis mandado a vivir debajo de un puente.

La frase de Lorenzo sonó como una acusación directa a su amigo. Lalo se justificó. Al revés, le arreglamos el ingreso en una residencia de ancianos. En realidad yo no lo conozco, todo lo llevó un chico, un agente de ventas. Es de esas veces que cuando te lo cuentan, con todo el lío con los vecinos, las denuncias, piensas que será un asunto complicadísimo, que mejor no meterse, pero luego resultó de lo más sencillo. En apenas dos semanas estaba resuelto. ¿Sabes lo que pensé después? Que en realidad nadie le había ofrecido al tipo comprarle el piso y que él estaba deseando venderlo. Es sencillo, ¿no? Donde mejor va a estar es en una residencia. No sé, a mí me da que es gente que ha perdido la cabeza. Alguien hablaba de un accidente, no sé...

¿Y sabes en qué residencia está? Claro, en la oficina tengo todos los datos, ¿te interesa? No, bueno, son cosas que a lo mejor, Lorenzo no quiso mostrar demasiado interés. Cuando vacías así una casa te da algo de pena, piensas que estás acabando con la vida de alguien, con todo lo acumulado en una vida.

En mi trabajo, le explicó Lalo, ves cosas que te parten el alma. Piensa que la casa muchas veces es lo último que le queda a la gente. Mi jefe siempre dice una cosa genial: las mensualidades no se pagan dando lástima. Y es que es verdad, la vida es un ciclo, al final..., por mucha pena que te dé. La casa de uno que muere es para otro que vive; de uno al que le va mal, para otro al que le va mejor. Es la vida.

Acompañó a Lalo de vuelta a la oficina. Su amigo le explicó que después de la reforma el piso podría venderse, en aquella zona, por cuatro veces más de lo que habían pagado. Es de esas cosas que nos han salido a pedir de boca, le confesó a Lorenzo. Luego le consiguió los datos de la residencia donde estaba el antiguo dueño. Jaime Castilla Prieto, el nombre es de lo más normal, comentó. Y no te sientas obligado a llevarle nada, el tipo está mal de la chaveta, y Lalo le hizo un gesto vago con la mano a la altura de la cabeza. Lorenzo se encogió de hombros.

Ese mismo dinero que había recibido de Lalo era el que latía el sábado en el bolsillo de Lorenzo. Los conductos de la calefacción expulsaban una espesa corriente de aire con olor a carburante. Cuando Daniela le contó que apenas conocía los alrededores de Madrid, Lorenzo le habló de aquella zona ahora urbanizada pero que unos años atrás era sólo pasto de ovejas y vacas.

Daniela le confesó que cualquier desplazamiento le provocaba el pánico. Carecía de papeles y no quería encontrarse con la policía en la estación de tren o en algún viaje. Te tienen dos días en la comisaría y te redactan una orden de expulsión. Ella había llegado a Madrid dos años atrás con un visado de turista con el único plan de enviar dinero a su madre. Algún día quiero hacerme una casa propia, pero no una casa enorme como esas que se hacen con dinero de España otros emigrantes, yo no quiero presumir como hacen ellos, sólo algo sencillo, bonito. Lorenzo le preguntó por sus primeros pasos cuando llegó al país.

Ya conoces a Nancy. Ella me ayudó mucho. Al principio cuidé de una señora mayor. ¿Conoces a ese señor canoso que tiene un programa de entrevistas por las tardes?

Lorenzo asintió con vaguedad, pero tardó en identificar al hombre del que Daniela hablaba. Pues yo cuidaba a su madre. No me daban ningún día libre a la semana. Ni siquiera la tarde del domingo. La familia no iba casi nunca a ver a la señora. Y no tenía nada de comer. ¿Sabes de lo que me alimentaba? ¿Conoces esas galletitas Príncipe de chocolate? Dos o tres al día, y nada más. Tuve una anemia terrible y un día me desmayé en la casa. Me hospitalizaron. Y el presentador vino muy rápido al hospital y antes de preguntarme por cómo me encontraba, no sé, me empezó a amenazar con que si contaba algo me iba a hacer la vida imposible y que conseguiría que me expulsaran del país. ¿Sabes qué me llegó a decir? Que era amigo del Rey. Allí mismo en el hospital me despidió.

¿Sólo te alimentabas de galletitas de chocolate? Te podías haber muerto, se escandalizó Lorenzo. Qué va, me engordé como una vaca. Así estoy. No estás gorda, para nada... Mi mami ve las fotos que le envío y me escribe, pero, gorda, te comiste a mi hijita, ¿dónde está mi hijita? Ambos rieron.

Luego cuidó de los tres niños de una familia, pero el mayor, de nueve años, era hiperactivo. Me maltrataba, me insultaba, me tiraba de los pelos, me pateaba. Un día no fui más, no tuve ni el valor de despedirme.

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