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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (40 page)

BOOK: Saber perder
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Se relacionaba con ella de la misma manera oscilante. Días de monosílabos y respuestas evasivas, con tardes de bromas, de compartir la mesa de la cocina o ver juntos un partido de fútbol en la televisión y discutir porque ella defendía, por ejemplo, al rápido extremo argentino al que él criticaba por su falta de conexión con el equipo o sus estériles regates lejos del área. He ahí también al padre de una hija adolescente que lo ignora casi todo de ella, que será el último en saber lo que seguro saben sus amigos, sus cercanos, hasta es posible que su madre.

Tampoco él le había contado su relación con Daniela.

Porque aquél era sin duda el capítulo más confuso de sus días actuales.

Si eran novios, era un noviazgo extraño. Caminaban separados por la calle, se despedían con dos besos en la mejilla junto al portal. Las tardes en que salían daban largos paseos, Daniela caminaba despacio, casi arrastrando los pies. Entraban en algún café o en alguna tienda donde ella se probaba unos zapatos o una falda y salían después de desechar la compra, ya fuera por el precio o por la terca insistencia de ella en que todo le sentaba mal, tengo las piernas gordas, los pies demasiado pequeños. Aunque a veces alguna conversación provocaba la espléndida sonrisa de ella, era difícil que se quebrara la distancia, que cayera el muro invisible que los separaba. Uno habría pensado que eran sólo amigos si no fuera por el gesto lánguido que Lorenzo adoptaba al verla irse y la melancolía que lo acompañaba hasta volver a su casa.

Los fines de semana pasaban horas juntos, a veces con amigas de ella.

Entonces eran más largos los ratos de mirar escaparates o probarse un pantalón o una camiseta. Sólo de tanto en tanto ella aceptaba la invitación de él. Recorrían los rastrillos, comían en restaurantes baratos. Los domingos por la mañana acudían juntos al local religioso y charlaban un rato con el resto de asistentes mientras los niños corrían entre las sillas. Después organizaban las bolsas con comida, como saquitos de racionamiento que se repartían entre los que acudían a recogerlos con el digno gesto del que acepta la caridad.

A veces paseaban a solas por los caminillos del Retiro y ella se detenía a saludar a algún conocido ecuatoriano que miraba a Lorenzo como si lo juzgara un usurpador. Si él le comentaba algo sobre las miradas como machetes que le prodigaban sus paisanos ella sólo decía no hagas caso, son hombres.

Yo he tardado mucho tiempo en poder soportar esas miradas de los hombres que parecen poseerte entera, le explicó un día Daniela. ¿Crees que no siento esos ojos que te manosean por delante y por detrás? Son miradas que te hacen sentirte como una puta sucia sobre la que ellos tienen derecho de disfrute. Los hombres son siempre muy agresivos. Lorenzo se veía en la obligación de justificarlos, decía que no siempre escondía violencia esa manera de mirar, a ratos podía ser una forma de admiración.

Si un hombre quiere halagarte, le explicaba ella, sólo tiene que mirarte a los ojos y bajar la vista, no tiene por qué regodearse en tus pechos y en las caderas y acosarte. Esos que te desafían con la mirada cuando te ven conmigo son los mismos que me violarían con los ojos si me los encontrara sola.

La actitud de Daniela, sensible a cualquier modo de acercamiento sexual, pese a la carnalidad que desprendía casi sin esfuerzo, obligaba a Lorenzo a pedir excusas si sus brazos se rozaban o se golpeaban sus rodillas bajo la mesa o tocaba su muslo al ir a cambiar una marcha en la furgoneta. En el mercadillo le probaba un collar o unos pendientes, te sientan bien, le decía pero al despedirse sólo se atrevía con un que descanses. A su manera, el gesto más cariñoso de Daniela hacia Lorenzo había sido una tarde en que al salir de su portal y caminar hacia él, le había mostrado su móvil y le había dicho ¿sabes que te he puesto entre los cuatro números gratuitos que me da la compañía?

El trabajo no era menos complicado de definir. Wilson se hacía acompañar por tres o cuatro de sus compatriotas a los que dirigía con autoridad durante una mudanza o una recogida. Lorenzo se había fabricado una tarjeta con su nombre y su teléfono móvil bajo la escueta definición de Portes. En muchas ocasiones, sin embargo, su trabajo se limitaba a acompañar a Wilson al aeropuerto y recoger a un grupo de ecuatorianos recién llegados en la camioneta. Era una especie de rentable taxi colectivo. Lorenzo daba vueltas a las terminales para esquivar la vigilancia policial y Wilson le hacía una llamada perdida cuando el pasaje ya estaba listo. Los repartían por la ciudad y sacaban limpios sesenta o setenta euros. Wilson sonreía con sus ojos desparejados y le explicaba a Lorenzo, cuando llegas a tierra extraña, siempre te confías a un compatriota.

A Lorenzo le hubiera gustado saber si el inspector Baldasano tenía conocimiento de sus actividades y si éstas aumentaban sus certezas o le convencían por el contrario de que Lorenzo debía ser eliminado de la lista de sospechosos del asesinato de Paco. Verle batirse por unos cuantos euros, trabajar la jornada completa para sacarse un sueldo ínfimo debía sorprenderle. En caso de haber apostado a alguien tras los pasos de Lorenzo su día tenía que ser muy complicado, sin horas establecidas ni rutinas predecibles, con la jornada llena de remiendos laborales. Sorprendente en alguien que no hace mucho había tenido trabajos estables. Si me estás mirando, pensaba Lorenzo, bienvenido al último escalón laboral. También él se sorprendía al verse rodeado de ecuatorianos, con la camiseta sudada en plena labor en cualquier acera de la ciudad.

Daniela le llevaba a veces a la Casa de Campo los sábados por la tarde. Allí se encontraban con Wilson y amigas de ella, compraban algo de beber en los puestos improvisados y picaban de las humitas, las arepas o las empanaditas cocinadas en aceite humeante. Al caer la tarde se sentaban a escuchar la música de baile que salía de algún coche cercano con las puertas abiertas. Wilson al poco tiempo de estar en el país ya era alguien reconocido por toda la comunidad. Lorenzo era una especie de socio local para su capacidad emprendedora, su agresiva necesidad de recaudar dinero. Para eso estoy aquí, amigo, para hacer caja, se limitaba a explicar.

En aquel lugar no era raro encontrarse con el que había bebido demasiado o el que salía caliente del partido de fútbol sobre el campo de arena cercano al lago. A veces se desataban rivalidades entre carreras que levantaban nubes de polvo. Si alguien se ponía violento era reducido por los demás. Pero el alcohol causaba estragos. En una de esas tardes fue Wilson el protagonista. Daniela y sus amigas, entre ellas su prima Nancy, lo sacaron de una pelea y borracho como una cuba lo llevaron a casa en la furgoneta. En el portal, Lorenzo quiso ayudarlas, pero Wilson dijo que podía subir por su propio pie. Al día siguiente, Daniela le contó a Lorenzo que en la casa aún bebió más y que tuvo un arranque violento contra ellas, que le pedían que dejara de beber. Las muchachas se refugiaron todas en la habitación de Daniela, pero le oyeron destrozar a patadas y golpes el mobiliario a su alrededor hasta que cayó rendido. Por más que pidiera perdón al despertar, fueron inflexibles y desde ese día dejó de dormir bajo su mismo techo.

Fue entonces cuando Wilson convenció a Lorenzo para alquilar una casa. Lorenzo daría la cara ante la propiedad, la gente no quiere alquilarnos a nosotros, contigo no tendrán problema. Encontraron un viejo piso sin ascensor en la calle de los Artistas. Lorenzo firmó el contrato con una mujer mayor y confiada que tenía las piernas tan hinchadas que no le acompañó en la visita por el piso. Le dejó las llaves y le esperó en el portal. A los pocos días, Wilson se había instalado en el mejor cuarto y alquiló el resto del piso a cinco compatriotas. Dos de ellos casados, pero sin hijos. El negocio le salía perfecto. Tenía alojamiento gratuito y aún sacaba dinero para compartir beneficios con Lorenzo. Un trato es un trato y un socio es un socio, le dijo al entregarle la primera paga.

A la segunda semana, Wilson había colocado un colchón en un trastero y lo alquilaba por noches. A veces cerraba el trato con alguno de los recién llegados que recogían en el aeropuerto. Son sólo quince euritos, hermano, anunciaba la oferta, hasta que encuentres algo mejor. Lorenzo tuvo que sortear la llamada de la dueña a la que una vecina había informado de que el piso era un nido de sudacas, como ella mismo dijo. No, no, le tranquilizó Lorenzo, me están haciendo unos pequeños arreglos, pero en cuanto los terminen se van de ahí y entro yo con mi familia. Y tres días antes de que expirara el mes, Lorenzo terminó de tranquilizarla con el pago puntual del alquiler acompañado de una bandejita de pasteles, detalle que le aconsejó Wilson. Tengo dos hijos, le explicó la mujer, uno está de militar en San Fernando y el otro trabaja en Valencia en la construcción, pero tardan meses en venir a verme, ellos fueron los que me convencieron de alquilar. Y hace bien, mujer, usted disfrute de la renta, le dijo Lorenzo, y no deje que las vecinas le hagan mala sangre.

Wilson era emprendedor. Había convencido a Lorenzo para convertirse en prestamista de tres familias. Somos sus ángeles de la guarda, no unos aprovechados, le explicaba. Les avanzaban el dinero imprescindible para alquilar un piso y pagar la fianza, siempre desmesurada por la desconfianza de los caseros, y Wilson se encargaba de recolectar las cuotas con sus preceptivos intereses. ¿Crees que los bancos son mejores que nosotros?, a esa pobre gente no les dejan ni limpiarse los pies en el felpudo de entrada. La cantidad prestada ascendía a tres mil euros. ¿Pagarán?, preguntó Lorenzo.

¿Conoces a algún pobre que no pague sus deudas? Ellos saben que estamos haciendo una buena obra, que ayudamos a los demás, le convencía Wilson.

Jamás Lorenzo habría imaginado cuando lo recogió en el aeropuerto, callado, nostálgico, desubicado, que Wilson se convertiría en una presencia diaria en su vida. Pero el músculo de Wilson para rehacerse, para encontrar otra fórmula de multiplicar un euro, le admiraba. Tú eres mi amuleto, le decía a Lorenzo, para prosperar acá se necesita un socio de acá.

Daniela era la única que no parecía seducida por él. Toma demasiado, y aunque después de la trifulca prometiera dejar el alcohol, ella le eludía. Lorenzo no le hablaba de su estable sociedad con Wilson, sabía que ella desconfiaba de él. El trago envalentona, decía Daniela. Yo ya lo sufrí con mi papá. Un hombre que bebe es un hombre débil.

Wilson se justificaba ante Lorenzo. Esa india es muy cuadrada. ¿A quién le perjudica tomar unos tragos después del trabajo? Lorenzo trataba de sacarle más información sobre Daniela, pero Wilson se evadía. Allá tampoco la conocía tanto. O se tomaba enigmático, yo creo que esa india es santa. Puede que tengas razón, concedió Lorenzo. Mirarse en los ojos de Daniela es toda una experiencia. Es como si te bañaran, como si te devolvieran más limpio. Wilson se echó a reír.

Lorenzo se ve como alguien que da vueltas en torno a un tesoro bien protegido, sin atreverse a rozarlo por miedo a que se esfume. Ronda con precaución la fortaleza de Daniela, a la busca de emprender el asalto definitivo. Desconoce si alguien ajeno observa sus tímidos avances o si la propia Daniela se burla de sus miramientos. Pueden parecer sólo maniobras inocentes de un enamorado, al menos así lo ve él cuando siente su propia mirada volverse ajena y se observa a sí mismo desde la distancia.

El partido soñado es siempre mejor que el partido jugado. Las gradas del viejo estadio de Anfield recogen el cántico continuado de los hinchas. Es una especie de rezo pagano que se sostiene como un murmullo sólo roto en las jugadas de peligro. Entonces asciende hasta el rugido. Cuando llegaron al estadio le sorprendió la cercanía de las casas, como si formara parte intrínseca del vecindario. El Dragón siempre les decía miren, si quieren callar al público rival tengan la pelota. Los primeros diez minutos ni se ocupen de hacer gol, pero duerman la pelota, jueguen a uno o dos toques, derecha e izquierda, en un cuarto de hora el público se deshincha y ya está silbando a los suyos. Háganme caso, tengan la pelota, el público es siempre una esposa exigente y mezquina que se va con el que mejor juega.

Pierden por culpa de dos goles en saque de falta casi recién iniciado el partido. Aunque el equipo de Ariel aumenta la presión, no abre espacios. Los rivales mandan pelotazos a un delantero centro que recibe de espaldas, baja el balón al suelo y lo guarda mientras espera la falta o la llegada de algún jugador de la segunda línea.

El Dragón decía que aquél era un juego de memoria donde todas las situaciones habían sido antes vividas, pero que poseían infinitas posibilidades de resolución. De niños les decía si viajás aburrido en el colectivo, imagina qué harías frente a una jugada concreta, quizá algún día te salve una tarde.

Ariel se había afianzado algo más en el equipo. Se atrevía a silbar para pedir el balón, notaba que en las situaciones bloqueadas sus compañeros lo buscaban. Su pierna izquierda era la única garantía de desborde, un abrelatas frente a los defensas. El fútbol era eso, diez contra diez hasta que alguien rompe la igualdad con un desborde. Falta concentración, les dijo el entrenador en el descanso. Falta sistema, pensaba él. No había un modelo mecanizado con el que martillear al rival hasta que se rindiera. El ataque se organizaba como una lotería incontrolada.

Requero, el entrenador, se sumergía en los cuadernos. Tenía contratado el sistema Amisco, que estudiaba con ocho cámaras en grabación constante el partido de un jugador concreto, luego desglosaba los movimientos realizados, los altibajos de rendimiento, y con esos datos parecía darse por satisfecho, como si el descubridor de la teoría de la relatividad fuera, en comparación con él, un desinformado.

La rutina: viaje, concentración, partido, rueda de prensa, el estado de opinión obsesivo y basado en el resultado último, la invocación de conceptos abstractos como racha, fortuna, crisis. En España se hablaba tanto del fútbol que era imposible salir indemne de la lluvia de palabras. Setenta mil pares de ojos caían sobre él cuando recibía la pelota. Y la misma frustración en todos cuando la jugada soñada no casaba con la real.

Regresó de Buenos Aires convencido de romper con Sylvia. Pero la presencia de ella en el aeropuerto lo cambió todo. La larga caminata hacia el aparcamiento conservando las distancias le devolvió el deseo de abrazarla. La cercanía de Sylvia todo lo transformaba. No había entonces soledad ni presión* tampoco angustia ni ansiedad, sino la sombra de una vida completa. Vivía una vida falsa, en una ciudad sin cimientos para él, y Sylvia había llegado para darle sentido. Tenía valor la espera, la distancia, el viaje de vuelta, el horario de entrenamiento, la ducha apresurada de las mañanas, incluso la siesta. Porque había alguien con quien hablar, alguien con quien reír, a quien sentir cerca.

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