Salamina (79 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Plutarco,
Vida de Temístocles
, VIII-XI

Avance de Jerjes hasta Atenas

Jerjes partió de las Termópilas y avanzó a través del territorio de los focios, saqueando las ciudades y destruyendo fincas y granjas. Los focios habían abrazado la causa de los griegos, pero al ver que eran incapaces de ofrecer resistencia, toda la población abandonó sus ciudades y se refugió en las alturas más escarpadas del monte Parnaso. Después el rey atravesó el territorio de los dorios sin causarles daños, ya que eran aliados de los persas. Allí dejó tropas a las que ordenó que se dirigieran a Delfos para quemar el santuario de Apolo y llevarse las ofrendas sagradas, mientras él avanzaba hasta Beocia con el resto de los bárbaros y acampaba allí.

El contingente enviado para saquear el oráculo había llegado a la altura del santuario de Atenea Pronaya, cuando, de repente, estalló una gran tormenta acompañada por continuos relámpagos. Para colmo, la tormenta arrancó grandes peñascos de la montaña que cayeron sobre las tropas bárbaras. Como resultado, muchos persas murieron y todo el destacamento, aterrorizado por la intervención de los dioses, huyó del lugar.

Así fue cómo el oráculo de Delfos, con la ayuda de alguna divina providencia, se salvó del saqueo. [...]

Mientras atravesaba Beocia, Jerjes devastó el territorio de los tespios e incendió Platea, que estaba abandonada. Pues la población de ambas ciudades había huido en masa al Peloponeso. Después de esto penetró en el Atica y se dedicó a devastar los campos. Después arrasó Atenas y prendió fuego a los templos de los dioses. Y mientras el rey estaba ocupado con estos asuntos, su flota navegó de Eubea al Atica, saqueando de paso la isla y toda la costa del Atica.

Diodoro Sículo,
Biblioteca histórica
, XI, 14

La flota aliada se reúne en Salamina

Cuando los efectivos que venían de Artemisio pusieron rumbo a Salamina, el resto de la flota griega, al saberlo, hizo lo mismo acudiendo en masa desde Trecén, ya que previamente se les había dado orden de congregarse en Pogón, el puerto de Trecén. Se reunió de ese modo un número de naves mayor que el que había combatido en Artemisio y que procedían además de un número superior de ciudades.

El almirante al mando de la flota era el mismo que en Artemisio: Euribíades, hijo de Euriclides, un espartiata que no tenía sangre real. Sin embargo, los atenienses eran quienes aportaban las naves más numerosas y también las más marineras. [...]

Una vez reunidos en Salamina, los generales estudiaron la situación, ya que Euribíades había propuesto que todo el que lo deseara manifestase su opinión sobre qué lugar de los que estaban en poder de los griegos era más apropiado para presentar una batalla naval. Como el Atica había sido abandonada, se refería con su propuesta a las demás regiones de Grecia.

La mayoría opinó que debían zarpar con rumbo al Istmo y combatir frente al Peloponeso. El argumento era el siguiente: si combatían en Salamina y resultaban derrotados, se encontrarían bloqueados en una isla donde no podrían recibir ayuda. En cambio, en las inmediaciones del Istmo podrían alcanzar territorios controlados por ellos.

Heródoto,
Historias
, VIII, 42-49

TERCER ACTO

SALAMINA, 480 A. C.

Salamina, 15 de septiembre

G
racias por aceptar mi invitación, caballeros. Es un honor para mí cenar en compañía de cuatro de los nobles más ilustres de Atenas —dijo Temístocles, dirigiéndose a Arístides, Cimón, Calias y Jantipo.

—No hace falta que seas tan adulador —respondió el Pepino—. Atenas ya no existe.

Se encontraban en la casa que había pertenecido a Clístenes. Cuando murió, Temístocles se la había comprado a sus hijos. Era una morada pequeña, pero con las reformas había quedado muy elegante. Aprovechando que la tarde caía y soplaba una brisa refrescante, le había pedido a Sicino que sacara los divanes y las mesitas al jardín. Para que pudiera conversar en privado con los cuatro eupátridas, Mnesífilo, a quien le había cedido la casa desde la evacuación, había bajado al pueblo llevándose a los parientes que se alojaban con él.

En aquellos días era muy complicado conseguir algo de intimidad. Salamina, que normalmente tenía unos cinco mil habitantes, se hallaba atestada ahora por más de cien mil personas, entre remeros, marineros, hoplitas, asistentes diversos y familias que en lugar de huir a Egina o Trecén habían preferido quedarse allí, a la vista de su ciudad. A esas alturas ya habían consumido buena parte de los víveres traídos de Atenas, y en la isla quedaba ya poco ganado que sacrificar. Por el momento, llegaban barcos cargados de provisiones desde Egina y los puertos del Peloponeso; pero Temístocles se preguntaba cuánto tardarían los persas en bloquear la isla.

—¿Hace falta algo más, señor? —preguntó Sicino, tras dejar la crátera del vino sobre un trípode de bronce.

—No, gracias. Voy a pedirte un favor. En la alcoba hay un escudo muy pesado. Quiero que lo cojas y, sin sacarlo de su funda, lo bajes a la
Artemisia
y se lo des al piloto. Heráclides sabe dónde tiene que guardarlo.

El persa entró en la casa. Poco después volvió a atravesar el jardín cargado con el escudo y tomó el camino de la izquierda, que llevaba al pueblo de Salamina y, más allá, a la bahía de Cicrea, donde estaba varada la flota ateniense. Las naves de los demás aliados se congregaban al abrigo del alargado promontorio de Cinosura, salvo las corintias, que fondeaban en otra pequeña rada más al norte.

Finalmente, Apolonia se había ido a Egina sin aceptar ni la compañía de Sicino ni la protección de la lámina órfica. Su decisión había contrariado a Temístocles, pero luego pensó que el persa podía serle más útil en Salamina. De momento, lo importante era ganar la guerra. Si sobrevivía, ya tendría tiempo de recuperar a Apolonia.

—Qué respetuoso eres con tus esclavos —dijo Calias, que tenía fama de azotar personalmente a los suyos—. ¿Les sirves el vino también?

—Sicino es un meteco, no un esclavo —respondió Temístocles—. Además, mi madre siempre decía que se consigue más con miel que con hiel.

—No es que Euterpe haya sido nunca muy melosa —comentó Cimón—. Dicho sea con todos mis respetos por ella.

Había tres divanes en el jardín. Temístocles cenaba en uno orientado hacia el este, de manera que podía ver sobre las cabezas de sus invitados las nubes de humo que se levantaban de las ruinas de Atenas. Los otros dos lechos se hallaban frente a él. Arístides y Jantipo compartían uno, y Cimón y Calias el otro. Así lo había dispuesto Temístocles para que se sintieran apoyados entre sí y a él lo vieran más débil y vulnerable. Lo último que convenía a sus propósitos era parecer una amenaza ante los ojos de sus invitados.

Calias y Cimón ya eran oficialmente cuñados. Elpinice, al contrario que otras mujeres, se había negado a que la llevaran a Egina y había decidido compartir en Salamina el mismo destino de su hermano y de su esposo.
Brava mujer,
pensó Temístocles, que experimentaba cierta atracción morbosa por la hija de Milcíades.

—¿Qué os parece lo de Delfos? —comentó Calias—. A los defensores de la Acrópolis no les habría venido mal que Atenea hubiese enviado una tormenta como la que mandó Apolo sobre las cabezas de los persas.

Esa misma mañana una barcaza con desertores había traído la noticia de cómo una milagrosa tempestad y una avalancha de rocas habían salvado al oráculo de la rapacidad persa. La mayoría de la gente aceptaba aquella historia, tal vez porque estaban deseando contar con un éxito en la guerra, aunque se debiese a los dioses. Temístocles no. Bien convencido estaba de que se trataba de una patraña inventada por los sacerdotes para lavar la reputación de Delfos ante el resto de Grecia. Al final, Mardonio había sabido recompensar los servicios del oráculo.

Atenas no tuvo tanta suerte. Jerjes había conseguido triunfar donde fracasara su padre. Hacía quince días que, ante la mirada impotente de los aliados congregados en Salamina, la
Spada
había entrado en Atenas desde el norte casi al mismo tiempo que la armada persa fondeaba en la bahía de Falero. Apenas una hora después empezaron los fuegos.

Tan sólo la Acrópolis resistió durante unos días el asedio enemigo. Allí habían permanecido varios sacerdotes y sacerdotisas, encomendando su suerte a las divinidades a las que servían, y también una guarnición de hoplitas, en su mayoría guerreros veteranos que se habían juramentado para no dejar que el lugar más sagrado de su ciudad fuera profanado por los persas.

En aquellas postrimerías del verano, el etesio soplaba del norte arrastrando aires secos y límpidos. Gracias a eso, pese a que la Acrópolis estaba a más de diez kilómetros, desde la isla se podía distinguir el perfil de su masa gris, recortándose incólume sobre las ruinas de la ciudad. Durante varios días, los griegos refugiados en Salamina otearon el horizonte y se felicitaron de que la Acrópolis resistiera otra jornada más. Pero, por fin, en el décimo día de asedio, sobre la roca sagrada apareció primero una negra humareda y luego, al atardecer, el resplandor de las llamas.

La caída de la Acrópolis había hundido aún más los ánimos de los atenienses, que llevaban días viendo arder la ciudad y sus aledaños. Las columnas de humo se extendían de horizonte a horizonte. Los persas, metódicos en su destrucción, se dedicaban a incendiar los demos más alejados e incluso las alquerías aisladas. Ni siquiera el Pireo se había salvado del todo, pese a que los persas habían tenido la mínima sensatez de respetar los arsenales para reparar sus propios barcos.

A Temístocles le resultaba increíble que, pasados quince días, todavía quedara algo por arder en Atenas. Sospechaba que Mardonio había ordenado a sus hombres que trajeran leña todos los días a la ciudad para avivar las hogueras y desmoralizar aún más a los griegos refugiados en la isla. Pues atribuía al general de la
Spada,
más que a Jerjes, todas las decisiones concretas.

—Preferiría no comentar lo de Delfos, porque tengo mis sospechas —dijo Arístides, para sorpresa de Temístocles—. Ahora, ya que por fin nos hemos quedado a solas, dinos para qué nos has convocado.

—Temístocles quiere negociar con nosotros —intervino Cimón—. ¿Me equivoco acaso?

—No, no te equivocas. Te felicito por tu perspicacia.

—¿Por qué? No tenemos ningún cargo oficial —dijo Arístides.

—No nos engañemos. Vosotros cuatro, cada uno a su manera, influís más sobre los ciudadanos que todos los demás generales juntos.

Aquel comentario pareció complacer la vanidad de sus invitados, salvo la de Calias, que era el más desconfiado de los cuatro.

—Cuando dos partes negocian, cada una debe conocer las intenciones de la otra —dijo—. Cuéntanos cuáles son las tuyas, Temístocles. —Muy sencillo. Quiero ganar esta guerra.

—¡Y yo quiero el secreto de la inmortalidad! —dijo Jantipo—. Ya que nos ponemos a pedir imposibles...

—No hay nada imposible. Tú tampoco creías que fuésemos capaces de derrotar a los persas en Maratón. Y lo conseguimos. —Su mirada recorrió a sus cuatro invitados, uno por uno—. Podemos volver a repetirlo.

—¿Cómo piensas hacerlo, Temístocles? —preguntó Arístides.

En dos años y medio de destierro, la cabeza de su antiguo compañero de escuela había encanecido y ahora se entremezclaban en ella hebras de plata y de oro. El tiempo también le había redondeado la barbilla, robándole algo de brío. De forma casi inconsciente, Temístocles acarició su propio mentón. Aún se mantenía afilado y tirante, sin indicios de papada. Por alguna razón siempre había identificado una barbilla bien perfilada con una personalidad enérgica, y se sentía orgulloso de conservarla mejor que Arístides.

—Tenemos que combatir por mar —respondió—. Pero no en cualquier lugar, sino en el estrecho de Salamina. La razón de que sufriéramos tantas pérdidas en Artemisio fue que el enemigo nos envolvió por ambas alas. Aquí no hay sitio para esas maniobras. Además, por muy diestros que sean los marineros de Jerjes, nosotros conocemos mejor estas aguas.

—No pretendo inmiscuirme en asuntos militares —dijo Calias—, pero me parece que ésa es una excelente razón para que los bárbaros se nieguen a entrar y combatir en el estrecho.

Los persas llevaban varios días desplegando su flota más allá del islote de Psitalea, entre el Pireo y Falero, ofreciendo una batalla en aguas abiertas que los griegos no aceptaban. La situación recordaba a Maratón, donde cada bando había elegido el territorio más apropiado para sus ca­racterísticas y se negaba a combatir en el del otro. Al final, fueron los atenienses quienes tomaron la iniciativa y salieron a campo abierto. Gracias a la sorpresa y a que no combatían contra el grueso de las fuerzas de Datis, les había salido bien.

Pero Temístocles sabía que esta vez no podían arriesgarse a repetir la misma jugada. En Maratón los griegos demostraron que su armamento era superior en la lucha cuerpo a cuerpo. Sus barcos no gozaban de la misma ventaja. Además, por mucho que le doliera reconocerlo, los fenicios y los egipcios eran mejores marineros.

—Habrá que conseguir que entren al canal —dijo Temístocles—. Al menos, contamos con una ventaja. El tiempo.

—¿Crees que a nosotros nos viene bien que pasen los días? ¡Por favor! —protestó Jantipo—. Si seguimos encerrados en esta isla tan pequeña con los de Esparta, Corinto, Mégara y Egina, acabaremos matándonos entre nosotros y ahorrándole la batalla a Jerjes.

—Podéis creerme si os digo que sé cómo piensa el Gran Rey. Estoy seguro de que cada día que pasa en Atenas sin que aceptemos el desafío de su flota se impacienta más y más. De momento, Mardonio, que es un hombre prudente, debe estar refrenándolo, pero no podrá seguir así mucho tiempo. Por otra parte, mantener a ese ejército y esa flota es muy caro, y aún más con el lujo que exige la dignidad de la corte real.

—¿Cómo sabes tanto de los persas?

En vez de dirigirse a Calias, que le había hecho la pregunta, Temístocles miró a Cimón al responder.

—La información que tengo sobre ellos me costó cara. Mucho más cara de lo que pensáis. Pero es fiable.

—Ya nos has contado tus intenciones —dijo Arístides—. Ganar esta guerra. En eso estamos de acuerdo. ¿Qué quieres pedirnos?

Temístocles se incorporó, bajó los pies al suelo y se quedó de pie, apoyado en el diván.

—Unidad. Ésa es la clave.

—¿Pretendes hablarme de unidad, tú que hiciste que me desterraran? —dijo Jantipo.

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