Salvajes (13 page)

Read Salvajes Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: Salvajes
13.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se le ilumina la cara.

Ben está feliz, caminando por aquella playa que adora con aquellas personas a las que adora.

El arco de la costa lo envuelve como si lo abrazara.

81

Elena está tumbada en la gran cama solitaria, mirando un culebrón por la tele.

Es una observadora de pasiones ajenas.

Magda telefonea desde la universidad.

«¿Cómo estás? Yo, bien. Ninguna novedad, en realidad.»

Elena sabe que la llamada pretende ocultar más de lo que revela, pero lo comprende y hasta lo aprueba. Le parece bien que la joven salga y haga su propia vida, en la medida de lo posible, claro está, ya que tiene guardaespaldas que la siguen de cerca. Les ha pedido que sean discretos y que velen por su seguridad, pero que no la espíen: no tiene por qué enterarse de lo que no sea estrictamente necesario.

El resplandor del televisor titila en la protección contra granadas que cubre las ventanas y Elena se lo queda mirando un rato, hasta que los dos enamorados de la pantalla se empiezan a gritar el uno al otro y ella dirige su atención hacia ellos y la discusión acaba en un abrazo y un beso apasionado.

Entonces suena el teléfono: es Lado.

Los dos
güeros
han salido con una chica y todos han regresado a la misma casa.

—¿Una putilla? —pregunta Elena.

—No es una profesional —responde Lado—; al menos no me lo parece.

Se comporta como una pija y tiene toda la pinta de serlo.

Al oírlo, Elena piensa en Magda. ¿Se comportará como una pija y tendrá pinta de serlo? Es probable que sí. Debería hablar con ella para que lo disimule un poco.

—¿Con cuál de los dos sale? ¿Con don Basta de Chuminadas o con don Jódete?

—No lo sé —responde Lado.

Le explica el problema.

—Estás allí ahora —dice ella.

—Frente a la casa, sí.

—¿Y siguen los tres allí, todavía?

—Sí.

—Qué interesante.

No tanto. Lado se aburre. Lo acompañan cuatro hombres eficientes, todos
mojados
, sin papeles —sería imposible seguirles la pista—, asesinos implacables, que pueden volver al otro lado de la frontera antes del amanecer. Los tres
güeros
están borrachos y colocados. Es posible que no vuelvan a tenerlo tan fácil...

—Puedo hacerlo ahora.

—Sin embargo, eso incluiría también a la chica...

Lado deja que el silencio responda por él.

82

Otro silencio incómodo e inusitado.

Regresan a la casa de Ben.

O. no sabe con quién acostarse.

Hasta que Ben saca... ¡la droga afrodisíaca!

Una maría húmeda, almizclada, directa, buenísima y de olor fuerte.

Con la primera calada, la hierba te estalla en el pecho; con la segunda, vuelas vuelas vuelas. Te hinchas y vuelas, te agarras y sueltas y te echas a llorar. Te llora el coño, te lloran los ojos; te llorarían los pezones, si pudieran, de lo buena que es. Esto es lo que les ocurre a las mujeres.

Los hombres se empalman.

Se les pone muy dura, muy dura muy dura y, al mismo tiempo, podrían seguir follando para siempre. Follar sin parar: cada terminación nerviosa de la piel se convierte en un brillante centro de placer, o sea, que ella te roza apenas el tobillo y uno se pone a gemir.

Es la droga afrodisíaca de Ben y Chon.

Ha provocado más orgasmos en la costa oeste que el Doctor Johnson.

No es de extrañar que los mexicanos se vuelvan locos por ella.

Todo el mundo se vuelve loco por ella.

Si se la dieran al Papa, acabaría arrojando condones desde el balcón a miles de adoradores agradecidos y diciéndoles que vayan a por ello. Dios es bueno, échate un polvo. Dios es amor, pásatelo bien.

O. da dos caladas.

¡Qué pasada!

¡De puta madre!

Le pasa el canuto a Chon, que le da una calada. Le da una sola, larga, pero una calada larga ya es suficiente. O. y Chon se despatarran sobre la cama. Él se desploma junto a O., que da otra calada y se lo pasa a Ben, que da una chupada, que es más que una calada: es una decisión, un pacto, la aceptación tácita de que van a atravesar un río.

Todos tienen la misma sensación.

O. en el centro, para conducir su amor tripartito.

De todos modos, no tienen ninguna prisa, porque cada movimiento lento es fascinante y alucinante. Chon tarda como treinta y siete minutos sólo en bajarle el tirante del vestido por el brazo y a ella le parece que está a punto de correrse solo por eso. Lleva puesto un sujetador negro transparente y él pasa como cinco años sintiendo el pezón que trata de atravesar la tela, como crece una planta en primavera, hasta que ella estira los brazos hacia atrás y se desabrocha la puta prenda —señor Gorbachov: tire abajo este muro—, porque quiere sentir la piel de él en su pecho, antes de que éste estalle; entonces ella tiene un orgasmo pequeñito en aquel momento y otro cuando él le roza con los labios el pezón y los colores de la habitación se vuelven locos.

Los colores se vuelven psicóticos del todo cuando él se desliza hacia abajo, la abre con los dedos y la lametea. El sexo oral no es habitual en Chon, más aficionado a mojar el churro que a pasar la lengua por la almeja; sin embargo, ahora se entretiene un rato y se pone a tararear alegres melodías dentro de ella (la muñequita que habla), le presiona con el dedo el punto G y ella se estremece, se mece y se menea, jadea, gime y susurra y se corre se corre se corre (¡O!), después se pone de lado, le quita los vaqueros de un tirón, le agarra el miembro y se lo mete dentro, donde tiene que estar.

Ben acaricia la espalda de O. Sus dedos suben y bajan lentamente a lo largo de la columna vertebral, siguiendo la curva de su trasero, bajando por la parte posterior de los muslos, las pantorrillas, los tobillos, los pies y vuelta a subir.

Delicioso.

—Os quiero a los dos, a mis dos chicos —dice O.

Estira la mano hacia atrás y se la siente cálida y tiesa. La polla de Ben es como de madera —de pino, no; de roble, no; de sándalo: dulce, perfumada, sagrada— y ella se la pone donde ella quiere. El acero frío y caliente de Chon entra y sale, la llena, pero no la colma y entonces siente que Ben empuja y hay una ligera resistencia, pero ya la ha penetrado y ahora tiene a sus dos hombres dentro, donde tienen que estar.

¿Quién habría dicho que eran tan buenos músicos? ¿Quién habría dicho que eran un dúo capaz de aquel ritmo, de aquel compás, de aquella danza? ¿Quién habría dicho que ella era un instrumento capaz de aquellas notas? Al principio, una canción lenta, lenta y suave, largo y piano, hasta que coge el ritmo; entonces aparece una tensión cuando la otra desaparece, hacia atrás y hacia delante, un compás incesante. Las manos de Ben en sus pechos; las de Chon, en su cintura. Ella toca la cara de Chon y el pelo de Ben. Sus dos hombres entran en ella, juegan con ella, los oye chillar, no te puedes refugiar del placer, no hay interrupción, no hay silencio de corchea, no hay respiro, no hay refugio, los separa una membrana fina, ella chorrea, se hincha, agarra, sujeta, se vacía, se escurre y grita una nota larga y los tres se corren al mismo tiempo.

¡Ooooooooooooooooooooo!

83

Elena no puede dormir.

Piensa en la chavala.

84

Chon piensa en la diferencia entre publicidad y pornografía.

La publicidad da nombres bonitos a cosas feas.

La pornografía da nombres feos a cosas bonitas.

85

Por la mañana debería resultarles embarazoso —¡lo de anoche fue una pasada!—, pero no es así.

Se lo toman con calma.

De puta madre.

Chon se levanta primero. Sale a la terraza y se pone a hacer flexiones. Ben sigue calentito y somnoliento en la cama. Se levanta unos minutos después, oye el agua que corre en la ducha y a O. que canta una melodía de la radio.

Se reúnen en torno a la mesa del desayuno.

Pomelo, trozos de mango, café negro.

O. sonríe, feliz.

Los chicos están callados, hasta que Ben mira a Chon, sentado al otro lado de la mesa, le enseña el pulgar y el índice a un milímetro de distancia y le dice:

—Así de cerca estamos de ser gays.

Se pasan media hora riendo a carcajadas.

Pollas colectivas.

86

Por la radio, un locutor que habla como un loro no para de decir que el nuevo presi es socialista, mientras que otro lo «defiende».

El combate es tan auténtico y está tan coreografiado como los de la Federación Internacional de Lucha: el liberal en una esquina y el conservador en la otra. Tú decides cuál es el malo y cuál es el bueno.

A Ben le agrada el nuevo presi, porque el tío ha fumado hierba, ha esnifado
crack
, lo ha puesto por escrito y se ha quedado tan fresco.

Nadie ha dicho ni pío.

Ni en las primarias ni durante la campaña: nunca.

¿
Y
sabes por qué?

Porque el tío es negro.

Te tiene que gustar.

«Sin pretender faltarle al respeto al doctor King —piensa Ben—, pero el día de la toma de posesión nadie se habría sentido más desconcertado que Lenny Bruce.»

Rupa se quedó, o sea, sorprendidísima, de que ganara Obama.

—O sea, ¿y después qué? ¿Un mexicano?

—Por lo menos alguien cuidará el césped de la Casa Blanca —la consoló O.

87

—Espero que sea socialista —dice Ben—, porque el socialismo funciona.

Ha funcionado para Ben y Chonny, sin duda.

Chon no cree en el socialismo.

Ni en el comunismo ni en el capitalismo.

Se resiste a creer en todo lo que acabe en «ismo». Sólo cree en su propia (mala) leche.

O., recipiente sacramental de su fe, se echa a reír.

—¿Y qué me dices del hedonismo? —pregunta Ben por seguirle la corriente, porque Chon es una de las personas menos hedonistas que conoce.

A Chon le gusta el placer —¡cómo no!—, pero también se impone a diario la disciplina férrea de correr kilómetros por la playa, nadar kilómetros en el mar, hacer miles de flexiones, dominadas y abdominales y golpear un poste de madera con los puños desnudos hasta que salga sangre (de los puños, claro; no del poste).

—Que no, no creo en el hedonismo —responde Chon—. En mi mundo, lo único que cuenta es hacer (o no) lo que uno tiene que hacer, porque, cuando llega el momento de hacer un trabajo, se hace o no se hace.

O. está de acuerdo.

Menos mal que tiene a dos que hacen su trabajo.

—No, ya lo tengo —dice Ben—: el nihilismo.

—Conque nihilismo, ¿eh? —dice Chon—. Eso está mejor.

«¡Mira qué gracioso!», piensa O.

88

Entonces, Ben dice:

—Creo que deberíamos irnos a hacer un viajecito.

Él y Chon ponen cara de conspiradores.

«Para ser traficantes de droga —piensa O.—, ¡son tan transparentes! Debería pedirles que me enseñaran a jugar al póquer con ellos, porque les ganaría todo lo que tienen.»

—¿Deberíamos? —pregunta O., como diciendo: «¿A quiénes te refieres? ¿A nosotros dos? En este caso, ¿a qué dos? ¿O hablas de nosotros tres, los Reyes Magos, aquí presentes?».

—Los tres —aclara Ben—. Una vida nueva, comenzar de nuevo.

—¿Nos vamos a Bolivia? —pregunta O.

—Estaba pensando en Indonesia.

Conoce una aldea preciosa, a orillas del mar. Los habitantes son hermosos y muy agradables. Ben ha establecido en la aldea un dispensario, una escuela y una central depuradora de agua. Ha llevado a cirujanos plásticos para curar a los niños. Los hombres de la aldea —son pequeños y menudos y van vestidos con faldas— llevan unas cuchillas largas y curvas y adoran a Ben.

—¿Indonesia? —pregunta ella.

—Indonesia —dice Ben.

—Tendré que ir de compras otra vez.

—Compra ropa fresca.

—No voy a comprar cosas viejas.

—Quiero decir, ropa fresca, apropiada para un clima caluroso y húmedo —dice Ben—. ¿Y tienes el pasaporte en vigor?

—Supongo que sí.

Lo supone, porque Rupa guarda su pasaporte en un cajón del escritorio, para que O. no lo pierda... o se vaya a alguna parte.

—Ve a buscar tu pasaporte, compra algo de ropa fresca y nos volvemos a encontrar aquí a las cinco.

—Chachipé.

89

Cuando O. pregunta a Rupa cómo le va todo con Eleanor, Rupa la mira como si no supiera de quién le habla.

—Eleanor —dice O. para refrescarle la memoria—, tu entrenadora de vida.

—Ahora mi entrenador de vida es Jesús.

«Vaya por Dios.»

Resulta que Rupa se ha afiliado a una megaiglesia que hay en Lake Forest y, tratándose de Rupa, es seguro que será la iglesia más grande del país.

—Vamos a ver, ¿sabes algo de la vida de Jesús, mami? —pregunta O.—. ¿Has leído alguna biografía o algo acerca de él?

—Por supuesto, querida: la Biblia.

—¿Y has llegado hasta el final? Es que...

—He aceptado a Jesucristo como mi salvador personal. —... al tío aquel no le fueron bien las cosas, ¿sabes?, con lo de la crucifixión y esos rollos.

Tres cosas que haré hoy para lograr que me claven en una cruz:

  1. Poner de mala hostia a los cambistas.
  2. Poner de mala hostia a los romanos.
  3. Decirle a mi padre que no quiero.

(El joven Jesús está colgado de una cruz para aprender algo sobre la confianza: «Súbete allí arriba, que yo te cojo».)

—¿Quieres rezar conmigo, Ophelia? —pregunta Rupa.

—Pues no, aunque muchas gracias.

—Rezaré por ti.

—¿Dónde está mi pasaporte?

El sistema de alarma de Rupa se dispara:

—¿Para qué?

—Lo necesito.

—¿Te vas a alguna parte?

—Se me ha ocurrido que a Francia.

—¿Y qué hay en Francia?

—Qué sé yo, cosas francesas, franceses.

—¿Estás saliendo con un francés, Ophelia?

Tiene la piel tan tensa por encima de los huesos que se podría tocar el tambor en ella.

O. está tentada de confesarle —sólo para ver cómo le hacen chiribitas los ojos— que en realidad la noche anterior se la han follado dos tíos encantadores y totalmente estadounidenses, pero se abstiene. Quiere decirle que se va a Indonesia con aquellos dos tíos y que tal vez intente construir algo parecido a una vida y quiere despedirse, pero tampoco se lo dice.

—El pasaporte es mío —se oye decir a sí misma con voz plañidera.

Other books

Have No Mercy by Shannon Dermott
El conquistador by Federico Andahazi
Final Assault by Kristine Kathryn Rusch, Dean Wesley Smith
Shadow Rising by Yasmine Galenorn
A Desert Called Peace by Tom Kratman
Yield to Me by Tory Richards
Stone Spring by Stephen Baxter