Desde mediados hasta finales de la década de 1990, los Lauter y el cartel de Baja fueron la esencia del narcotráfico mexicano. Utilizaban hasta la oficina del mismísimo presidente, ejercían control sobre la policía del estado de Baja y los
federales
locales, es probable que asesinaran a un candidato a la presidencia de México y no cabe duda de que mataron a tiros —sin pagar las consecuencias— a un cardenal que protestó en público contra el narcotráfico.
El orgullo siempre precede a una caída. Presionaron demasiado. Washington encargó a los mexicanos que se ocuparan del cartel de Baja. Su jefe, Benjamín, está actualmente en el calabozo federal de Dago y su sicario principal, su hermano Ramón, fue abatido a tiros en Puerto Vallarta por la policía mexicana.
Desde entonces, reina el caos.
Donde antes había tres
plazas
—que vienen a ser lo mismo que los
carteles
—, ahora hay por lo menos siete que luchan por imponerse. Hasta el cartel de Baja, después de una buena batalla campal, se ha convertido, aparentemente, en dos facciones rivales:
«El Azul», ex lugarteniente de los Lauter, cuenta con el respaldo del cartel de Sinaloa, que es, probablemente, el más poderoso. El Azul, apodado así porque tiene los ojos de un azul intenso, es un tío encantador, que disfruta ahogando a sus enemigos en barriles de ácido.
Lo que queda de la familia Lauter, dirigida por uno de los sobrinos, Hernán, se ha aliado con un grupo conocido como Los Zetas, una antigua brigada antidroga de élite, que cambió de bando y ahora trabaja a favor del cartel de Baja. Parece que se dedican a cortar cabezas.
—Hemos visto el vídeo —dice Ben.
—Por eso habéis venido hoy —dice Dennis—. ¿Queréis que os dé un consejo, chavales... y chavala? Os voy a echar mucho de menos y echaré de menos vuestro dinero, pero empezad a correr. Marchaos lejos y enseguida.
Ben quiere la paz.
«Da una oportunidad a la paz.» «Imagina que no existen los países.» Pues sí, y también imagina que no existe Mark David Chapman, a ver adónde vas a parar. Sin embargo, Ben es el dueño, conque abren el ordenador portátil y buscan la dirección de correo electrónico para responder al vídeo de los siete enanitos.
Dieciocho
mails
después, han fijado un encuentro con el cartel de Baja al día siguiente, en el Montage.
Ben reserva una suite de dos mil dólares diarios.
Cuando lo ha hecho, O. sonríe a sus chicos y pregunta:
—¿Podemos salir los tres, pero salir de verdad?
Ellos saben lo que quiere decir con lo de «de verdad»: quiere decir hacerlo bien, emperifollarse, pasar por los mejores lugares, gastar un dineral, aparecer en un montón de fiestas, hacer de todo.
La respuesta es que pueden salir.
«¿Por qué no salir de marcha la noche que nos vamos a marchar? —piensa Ben—. Hagámoslo bien. Celebremos el final de un negocio próspero que nos ha ido bien. Aceptemos el cambio.»
—Mañana por la noche —dice Ben— nos emperifollamos.
—Tengo que ir de compras —responde O.
Cuando O. llega a su casa, Eleanor está otra vez saliendo del camino de acceso.
Cualquiera diría que la churri esa no hace otra cosa que salir de los caminos de acceso a las casas.
Cuando O. entra, Rupa le pide que se siente en el salón.
Quiere mantener con ella una conversación seria.
—Querida niña —le dice—, tenemos que hablar en serio.
Para O., eso equivale a «vaya, vaya».
—¿Quieres poner fin a la relación que tienes conmigo? —pregunta, mientras se sienta en el cojín del sofá en el que Rupa ha dado unas palmaditas, para indicarle que se siente.
Rupa no entiende. Se inclina hacia O. y los ojos se le emocionan y humedecen, hace una inspiración profunda y dice:
—Querida, tengo que decirte que Steve y yo hemos decidido continuar nuestros destinos por separado.
—¿Quién es Steve?
Rupa coge la mano de O. y se la estrecha.
—Claro que esto no significa que no te queramos. Te queremos... muchísimo. No tiene nada que ver contigo y... no es... culpa... tuya. Lo entiendes, ¿verdad?
—Vaya por Dios, ¿es el tío de la piscina?
A O. le cae bien el tío de la piscina.
—Y Steve se va a quedar en la ciudad, así que podrás verlo siempre que quieras, conque esto no cambiará la relación entre vosotros.
—¿Estás hablando del Seis?
Rupa parpadea.
—De Steven, tu padrastro.
—Si tú lo dices...
—Hemos intentado seguir adelante —dice Rupa—, pero nunca ha apoyado mi entrenamiento de vida y Eleanor ha dicho que no debo seguir con un hombre que no apoya mis objetivos.
—De modo que el Seis no apoya que tu entrenadora de vida te prepare para que lo dejes —dice O.—. ¡Qué gilipollas!
—Es un hombre muy agradable. Lo que pasa es que...
—Mamá, esto me suena a lesbianismo, porque se me ocurre que Eleanor es medio...
Tortillera.
«Claro que eso no tiene nada de malo», piensa O. Ash y ella han hecho algunas cosas cuasi lésbicas por influencia de la maría, el éxtasis y la una de la otra, pero en realidad no es nada permanente, sino una simple medida de emergencia, como cuando te conformas con un polo, aunque en realidad lo que quieres es un helado, pero la tienda está cerrada y en el congelador no hay otra cosa.
O puede que sea justo lo contrario, hablando metafóricamente.
Trata de imaginarse a Rupa poniéndose un pene con correa o actuando como una lesbiana femenina frente a una lesbiana masculina como Eleanor, pero la visión resulta tan repulsiva como arrancarse los ojos con una cuchara para comer pomelos y tan pecaminosa que no podría resolverla ni con veinte mil horas de terapia, así que renuncia a ella.
Justo en ese momento, Rupa está diciendo con delicadeza:
—De modo que Steve se va de casa.
—¿Puedo quedarme con su habitación?
Mientras conduce hacia su casa, Lado escucha por la radio al presentador de un programa de entrevistas que se explaya hablando sobre una «latina prudente» y le parece muy gracioso.
Él sabe lo que significa ser una «latina prudente»: es una mujer que sabe cerrar la boca antes de que le estampen una mano en la cara.
Su mujer es una latina prudente.
Lado y Dolores llevan casados casi veinticinco años, así que no le puedes decir que el método no sirve. Ella se ha ocupado bien de la casa, ha criado tres hijos guapos y respetuosos y cumple su obligación en la cama, cuando él quiere, sin pedir mucho más.
Tienen una casa bonita, al final de una calle sin salida, en Mission Viejo: un típico chalé californiano de suburbios en un suburbio típico. Cuando se mudaron desde México, hace ocho años, Dolores estaba encantada.
Buenas escuelas para los hijos, parques, zonas para jugar, un programa excelente de la liga de béisbol infantil, en la que descuellan sus dos hijos varones —Francisco es lanzador y Júnior es jardinero y tiene mucha fuerza en el brazo—, y a su hija mayor, Angela, este año la han nombrado porrista del instituto.
La vida es bella.
Lado se detiene en el camino de acceso a su casa y apaga la radio.
¿Para qué quiere un seguro médico? Es preferible reservar un poco de dinero y, si uno cae enfermo, se paga los gastos uno mismo. Le cabreó mucho tener que contratar un plan de seguro colectivo para sus empleados de la empresa de jardinería.
Dolores —latina prudente— está en la cocina preparando la cena cuando él entra y se sienta.
—¿Dónde están los chicos?
—Ángela está practicando la animación —dice Dolores— y los chicos, en béisbol.
A pesar de haber parido tres hijos, Dolores sigue siendo
guapa
.
«Ya puede serlo —piensa Lado—, con el tiempo que se pasa en el gimnasio. Debería haber invertido en Fitness 24 Horas, porque así habría recuperado algo. Si no, está en el
spa
, haciéndose arreglar algo: el pelo, la piel, las uñas... lo que sea.»
Se pasa el día dándole a la sinhueso con sus amigas, echando pestes de sus maridos.
«No está nunca en casa. No dedica suficiente tiempo a sus hijos. Ya no me lleva a ninguna parte. No me ayuda con las tareas domésticas...» Vale, puede ser que él tenga mucho trabajo. Tiene que ganar dinero para pagar la casa en la que no está nunca, el uniforme de la porrista, el equipo de béisbol, los profesores de inglés, los coches, la limpieza de la piscina, el gimnasio, el
spa
...
Ella pasa un trapo por la encimera, delante de él.
—¿Qué pasa? —pregunta él.
—Nada.
—Dame una cerveza.
Ella abre la nevera —es nueva y ha costado tres mil dólares—, coge una botella de Corona y la deposita —tal vez con demasiada fuerza— sobre la encimera.
—¿Qué te pasa? ¿Vuelves a ser desdichada? —pregunta Lado.
—No.
Ella va a ver a un «terapeuta» una vez por semana. Más dinero que él se rompe el culo para ganar y eso a ella le molesta.
Dice que está deprimida.
Lado se pone de pie, se para detrás de ella y le pasa los brazos alrededor de la cintura.
—Tal vez debería dejarte embarazada otra vez.
—
Sí
, justo lo que necesito.
Se desprende de su abrazo, se acerca al horno y saca una fuente de
enchiladas
.
—Huele bien.
—Me alegro de que te guste.
—¿Vienen a cenar los chicos?
—Los varones, sí. Ángela sale con sus amigas.
—No me gusta.
—Vale. Se lo dices tú.
—Deberíamos cenar todos juntos, en familia —dice Lado.
Dolores siente que está a punto de estallar.
«¡Todos juntos, en familia! Cuando apareces, cuando te da la gana dejar de hacer Dios sabe lo que estés haciendo, cuando no sales de juerga con tus
muchachos
o te vas a follar con tus
putas
, tenemos que cenar todos juntos, en familia.» Sin embargo, dice:
—Va a Cheesecake Factory con Heather, Brittany y Teresa.
Dios mío
, Miguel, tiene quince años.
—Si estuviéramos en México...
—Pero no estamos en México —dice ella—, sino en California. Tu hija es estadounidense. Para eso hemos venido, ¿no?
—Deberíamos volver más a menudo.
—Podemos ir el próximo fin de semana, si quieres —dice ella—, a ver a tu madre...
—Tal vez.
Ella mira un calendario sujeto a la nevera por un imán.
—No, Francisco tiene torneo.
—¿El sábado o el domingo?
—Si ganan, los dos días.
En eso consiste su vida: en ser chófer profesional. Partidos de béisbol, partidos de fútbol, gimnasia, animación, fiestas infantiles, el centro comercial, las clases de refuerzo, la tintorería, el supermercado... Él no tiene ni idea.
Dolores no ve la hora de que Angela se saque el permiso de conducir y pueda ir sola a todas partes y tal vez incluso la ayude con sus hermanos. Ha engordado más de dos kilos —todos alrededor de la cintura— de tanto conducir sentada sobre su culo.
Sabe que sigue siendo una mujer atractiva. No se ha abandonado, como tantas esposas mexicanas de su edad. Va mucho al gimnasio —gimnasia jazz, la cinta para correr, pesas, sesiones con Troy que son una tortura— y evita la tentación de los refrescos y el pan. Pasa horas en el
spa
y en la peluquería, tiñéndose el pelo, haciéndose las manos o cuidándose la piel, para estar bonita... ¿Se dará cuenta?
Puede que salgan todos juntos una vez al mes, en familia, al TGIF o al Marie Callender, o al California Pizza Kitchen, si se siente generoso, pero ¿y ellos dos solos? ¿A algún lugar bonito? ¿A un restaurante para adultos, a tomar un poco de vino, a disfrutar de un menú agradable? Ni se acuerda de cuándo fue la última vez.
Ni de la última vez que follaron.
Como si él quisiera, ya puestos.
¿Cuándo fue la última vez? ¿Hace un mes? ¿Más? ¿Fue la última vez que él volvió a las dos de la madrugada, medio borracho, y la buscó? Probablemente porque no pudo encontrar ninguna puta aquella noche, ¿le habrá tocado a ella hacer de
segundera
? Aparecen los chicos y se le echan encima: los lanzamientos que han hecho, los golpes que han conseguido, ni siquiera se molestan en quitarse el calzado deportivo hasta que ella se lo pide a gritos. El suelo de la cocina queda todo embarrado y mañana Lupe se quejará del trabajo extra, la perezosa
puta
guatemalteca. Dolores adora a sus hijos más que a su vida, pero
Dios mío
...
Le sienta como una bofetada.
Se da cuenta de que quiere el divorcio.
El Hotel Turístico Montage.
Antes era un camping para caravanas llamado La isla del tesoro.
Ostras, Jim, yo sé dónde está el tesoro.
Consiste en construir un hotel de lujo frente a la playa, donde la gente guapa pague cuatro mil por noche por una suite. ¡Qué contraste con un puñado de jubilados y de pobres que viven en un camping de caravanas, disfrutando de la vida del sur de California —¿la llaman la
«dolce vita»
?— y pagando todo a plazos! Los únicos que ganan algo son los pequeños supermercados, la tienda de vinos y el chiringuito que vende tacos. Una miseria.
Arrasas aquel lugar de mala muerte y construyes un hotel de lujo, le pones un nombre que suene a francés, calculas el precio más extravagante que se te ocurra y después lo duplicas. Si lo construyes, vendrán.
Ben y Chon se registran en la suite, aunque no piensan quedarse a pasar la noche. Tiran los dos mil por una tarde. Alquilan una cabaña no adosada con un ventanal del suelo al techo con vistas al mejor rompiente de toda California. Encargan la comida al servicio de habitaciones y piden que se la sirvan temprano, para no interrumpir la entrevista, porque a los responsables del cartel no les gusta que haya camareros entrando y saliendo: se imaginan que son agentes de la DEA y que llevan micrófonos.
Ahorrémonos preocupaciones.
Ben ha llevado a sus propios
geeks
, Jeff y Craig, dos pirados fumetas que se ocupan de todos sus asuntos informáticos. Tienen un despacho en la calle Brooks, en el que no están nunca. Si quieres dar con ellos, cruzas la autopista de la costa del Pacífico, a la altura de Brooks, hasta el banco que da al rompiente y agitas los brazos. Si te reconocen, es posible que se acerquen remando sobre sus tablas. Lo hacen porque pueden: ellos inventaron el sistema para apuntar al blanco del bombardero B-1 y ahora se encargan de que todas las comunicaciones de Ben sean sagradas.