Rodríguez se lo piensa bien y durante un buen rato —tal vez cinco minutos enteros— antes de hacer la llamada.
De modo que Lado se dirige en persona a hacer justicia y calcula que hará que su cachorro se moje las patas. A Lado le gustan los canales Discovery y Animal Planet, donde ha aprendido que las madres leopardos y guepardos tienen que enseñar a sus crías a cazar, porque los cachorros no saben hacerlo por instinto. Lo que hacen entonces las madres felinas es herir a la presa, pero no la liquidan, sino que se la llevan a sus crías, para que aprendan a matar.
Es lo que ocurre en la naturaleza.
Y es lo que va a hacer con Esteban: hacer que se moje, que aprenda la jerga.
El cartel necesita soldados allí arriba y ésa fue una de las misiones que le encomendaron cuando consiguió el permiso de residencia y trabajo y se instaló allí, hace ocho años.
Reclutar.
Entrenar.
Prepararse para cuando llegue el momento.
Conduce hasta la casa del abogado. Le dice a Esteban que coja la bolsa de papel marrón que tiene a sus pies y la abra. El chaval lo hace y extrae una pistola.
Lado observa con detenimiento su reacción.
Al chaval le gusta: le agrada sentir el peso en la mano.
Lado se da cuenta.
¡Qué casa más bonita!
La hierba está bien cortada, muy cuidada, al igual que el sendero de guijarros que conduce a la parte posterior de la casa, hasta la puerta de servicio.
Esteban sigue a Lado por el sendero de guijarros.
Lado toca el timbre, aunque puede ver al abogado frente a la isla de la cocina, picando cebollas. Deja el cuchillo y se acerca a la puerta.
—¿Sí?
Parece molesto, inquieto, tal vez incluso disgustado. Probablemente piensa que son
mojados
que buscan trabajo.
Lado le apoya una manaza en el pecho y lo empuja hacia dentro. Cuando han entrado, Esteban cierra la puerta de una patada.
Se nota que el abogado tiene miedo. Mira el cuchillo que ha dejado sobre la tabla de cortar, pero decide no hacer nada.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —pregunta a Lado.
—Roberto Rodríguez me ha pedido que viniera a verte.
El abogado empalidece y las piernas le empiezan a temblar un poco. Esteban experimenta algo que no había sentido jamás en toda su vida: poder, peso, cierta gravitación en suelo estadounidense.
Al abogado le tiembla la voz:
—Si es cuestión de dinero... Os doy dinero.
Lado pega un bufido:
—Roberto podría comprarte y venderte con lo que lleva en el bolsillo. ¿Para qué le sirve el dinero en la cárcel?
—Una apelación... Podríamos...
Lado le dispara dos veces a las piernas.
El abogado se desploma sobre el suelo de baldosas, se encoge y lloriquea.
—Saca la pistola —dice Lado a Esteban.
El chaval se saca la pistola del bolsillo.
—Dispárale.
Esteban vacila.
—Jamás desenfundes un arma —dice Lado con severidad— si no vas a usarla. Ahora dispárale. Al pecho o a la cabeza: da igual.
Al oírlo, el abogado empieza a suplicar. Intenta ponerse de pie, pero las piernas rotas se lo impiden. Se arrastra por el suelo de la cocina con los antebrazos y va dejando tras él un reguero de sangre. Esteban piensa que a su madre le disgustaría tener que limpiarlo.
—Ahora —dice Lado con brusquedad.
Esteban ya no se siente poderoso. Tiene náuseas.
—Si no lo haces —dice Lado—, te conviertes en testigo y yo no dejo testigos.
Esteban dispara.
La primera bala alcanza al abogado en el hombro, lo hace girar y lo arroja otra vez al suelo. Esteban se acerca y apunta bien: le dispara dos balas a la cabeza.
Al salir, vomita sobre el sendero de guijarros.
Esa noche, tumbado con la cabeza sobre el vientre de Lourdes, llora.
—Lo he hecho por ti, hijo mío —le susurra.
Era Navidad.
Lo que encontró O. bajo el arbolito fueron... unas tetas.
En realidad, ella quería una bicicleta.
Ocurrió durante uno de sus (pocos) períodos productivos: se había conseguido un trabajo en la tienda Quiksilver de la avenida Forest y quería un medio de transporte ecológico para ir al curro y volver.
Bajó las escaleras por la mañana —de acuerdo: en realidad, eran las once y media, pero seguía siendo la mañana, ¿no?—, entusiasmada como una niña pequeña, a pesar de que ya tenía diecinueve años, pero en lugar de la bicicleta nueva y reluciente que esperaba encontró un sobre nuevo y reluciente.
Rupa, en plena fase budista, estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y el padrastro Tres —Ben comentó en una ocasión que O. estaba atravesando las primeras etapas de un Programa de Doce Padrastros—, repanchigado en su poltrona, le sonreía como el imbécil lascivo que era, sin darse cuenta de que ya estaba con un pie fuera de la puerta, a punto de ser sustituido por el Cuatro.
O. abrió el sobre y encontró una tarjeta de regalo de un cirujano estético por: «Un aumento de pecho de regalo».
—Supongo que en realidad son dos aumentos de pecho, ¿no? —preguntó a Rupa.
—Seguro que sí, cariño.
—Porque, si no...
Bajó un hombro para demostrarlo, superconsciente de que el Tres le estaba mirando el pecho.
—Feliz Navidad, cariño mío —dijo Rupa, con el rostro radiante con el brillo de la entrega.
—En realidad, a mí me gustan los pechos como los tengo —dijo O.
Pequeños, sin duda, pero sabrosos, claro que sí, y a otros también les gustan. Con la hierba adecuada, más de uno se ha deleitado con ellos durante horas...
—Pero, Ophelia, ¿no quieres tener unos pechos como los...?
Busca la palabra adecuada.
«La palabra es "míos"», pensó O.
¿No quieres unas tetas como las mías? Espejito, espejito, ¿quién tiene el mejor par de tetas? Yo, yo, yo y yo. Cuando atravieso el centro comercial de South Coast Plaza, a los hombres que están al otro lado del pasillo se les pone dura. Eso quiere decir que sigo siendo atractiva, que no me estoy volviendo vieja, envejezco, no envejezco. ¿No quieres ser hermosa como yo?
Sí, pero no.
—Es que yo quería una bicicleta, mamá.
Más tarde, después de los tres martinis de manzana que bebió durante la cena de Navidad en el Salt Creek Inn, Rupa preguntó a O. si era lesbiana y ella le confesó que sí.
—Soy una tortillera marimacho de puta madre, ma. ¿Y sabes una cosa? Me gusta mamar coños y ponerme un arnés con un consolador.
Le cambió a Ash la tarjeta de regalo por una bicicleta roja de diez marchas. De todos modos, tres semanas después dejó el curro.
Un día, cuando Chon —en ese entonces, Johnny— tenía tres años, su padre le enseñó lo que era la confianza.
El padre de John era miembro fundador de la Asociación, el grupo legendario de chicos de la playa de Laguna que llegó a ganar millones de dólares con el contrabando de marihuana, hasta que la cagaron y fueron a parar a la cárcel.
John padre cogió en brazos al pequeño Johnny y lo subió a la repisa de la chimenea del salón, abrió los brazos y le dijo que saltara:
—Yo te cojo.
Encantado y con una sonrisa, el niño se arrojó desde la repisa, pero entonces su padre bajó los brazos y le hizo
olé
y el pequeño Johnny se estrelló de cara contra el suelo. Aturdido, lastimado y sangrando por la boca, porque uno de los dientes delanteros se le había clavado en el labio, Chon aprendió la lección que su padre había querido darle sobre la confianza:
No confíes.
Nunca.
En nadie.
Chon no ha sabido gran cosa de su padre desde que el viejo salió después de pasar catorce años a la sombra.
John regresó a Laguna, pero para entonces Chon estaba en la marina y simplemente se fueron alejando. Chon se topa con él de vez en cuando en Starbucks, en el Marine Room o por la calle; se saludan y conversan sobre temas triviales y poco más.
No hay resentimiento, pero tampoco tienen nada en común.
No es que a Chon le importe demasiado.
No lo añora.
Según Chon, hace veintitantos años, su padre echó un polvo con su madre, el esperma hizo lo que tenía que hacer, ¿y qué? El follador se corrió, pero jamás lo llevó a jugar al béisbol con otros niños, ni a pescar, ni mantuvieron conversaciones de hombre a hombre. En cuanto a la follada, es decir, su madre, le iba más la marcha que Chon, algo que él comprende perfectamente: a él le va el rollo mucho más que ella.
Como Ben había comentado en una ocasión, se podría decir que Chon había sido «criado por lobos», si no fuera porque los lobos son mamíferos de sangre caliente que se ocupan de sus crías.
Hablemos un poco de Ben.
Ben, el ausente, el que no está casi nunca.
Empecemos por el material genético: su padre es psiquiatra y su madre también.
No exageraríamos si dijéramos que creció en un hogar superanalizado, en el cual se reconsideraba cada palabra, se reinterpretaba cada acción y se daba vuelta a cada piedra para buscar su significado oculto.
Lo que más ansiaba era intimidad.
Adoraba (y sigue adorando) a sus padres. Son buenos, cariñosos y atentos; de izquierdas e hijos de gente de izquierdas. Sus abuelos eran comunistas judíos de Nueva York, apologistas recalcitrantes de Stalin —«¿Qué otra cosa podía hacer?»— que enviaron a sus hijos —los padres de Ben— a unas colonias de vacaciones socialistas en Great Barrington, Massachusetts, donde se conocieron y establecieron una asociación temprana entre la sexualidad y el dogma político de izquierdas.
Los padres de Ben se trasladaron de Oberlin a Berkeley, se emporraron, comieron ácido, se desengancharon, se volvieron a enganchar y acabaron abriendo sendos consultorios de psicoterapia cómodos y lucrativos en la playa de Laguna, donde eran casi los únicos judíos que había.
Un día, Chon se quejaba de ser uno de los pocos [ex] militares de la playa de Laguna, en California, cuando Ben decidió hacer algunas puntualizaciones.
—¿Tienes idea de la cantidad de judíos que hay en Laguna? —le preguntó.
—¿Es judía tu madre? —preguntó Chon.
—Sí.
—Tres.
—Correcto.
Ben creció escuchando a Pete Seeger y a los dos Guthrie, a Joan Baez y Bob Dylan, y suscrito a publicaciones como
Commentary, Tikkun, The Nation, Tricyde
y
Mother Jones
. Stan y Diane —preferían que Ben los llamara por su nombre de pila— no se disgustaron cuando lo pillaron con un porro a los catorce años, sino que simplemente le dijeron que lo fumara en su habitación y, desde luego, le formularon infinidad de preguntas: si era feliz, si era infeliz, si se sentía alienado, si no, si todo iba bien en la escuela, si se sentía confuso con respecto a su sexualidad...
Él era feliz, no se sentía alienado, sus notas eran excelentes y tenía un comportamiento heterosexual implacable con varias chicas de Laguna.
Simplemente, le gustaba pillar un colocón de vez en cuando.
Basta de analizarlo todo.
Ben creció con muchos privilegios, pero sin mucho dinero.
Vivían en una casa bonita, pero no lujosa, en las montañas, por encima del centro de Laguna. Mamá y papá tenían el despacho en casa, de modo que aprendió a entrar por la puerta lateral después del cole, para no encontrarse con los pacientes en la sala de espera.
Creció feliz en Laguna: ligaba en la playa, se emporraba, andaba por ahí descalzo, aparecía de vez en cuando por el campo de baloncesto, por el de voleibol —era buenísimo en esto; así conoció a Chon, se unieron y derrotaron juntos a un montón de equipos— y por la zona de juegos.
Le iba bien en la escuela; la botánica se le daba muy bien y los negocios también.
Fue a Berkeley, desde luego. ¿Dónde, si no?
Se especializó en dos cosas: botánica y marketing, y nadie preguntó qué iba a hacer con eso. Su tesis doctoral obtuvo una nota destacada especial, que le habría abierto muchas puertas, pero Ben es del sur de California y no del norte —no se trata sólo de una diferencia de carácter: es como si fueran dos mundos completamente distintos— y le gusta el sol, en lugar de la niebla, lo ligero, en lugar de lo pesado, de modo que regresó a Laguna.
Se asoció con Chon —cuando Chon regresó— y siguieron jugando juntos al voleibol.
Y se dedicaron a los negocios.
Detrás de toda gran compañía está la historia de sus comienzos y ésta es la historia de la de Ben y Chonny:
Después de dar unas vueltas por la playa —Chon disfruta de una prórroga de su permiso entre sus dos períodos de servicio—, se ponen a jugar al voleibol en la pista que hay cerca del Hotel Laguna.
Ben y Chon son allí los reyes. ¿Por qué no? Dos tíos altos, desgarbados y atléticos que componen un equipo excelente. Ben es el colocador, que concibe el juego como una partida de ajedrez, y Chon es el rematador, que sale a matar. Ganan muchas más veces de las que pierden, se lo pasan bien y las chavalas bronceadas en biquini y embadurnadas de bronceador se detienen para verlos jugar.
No está mal.
Un buen día, sentados sobre la arena después de un partido, se ponen a especular sobre el futuro —lo que van a hacer de su vida— y Ben menciona el viejo dicho: «Si haces lo que te gusta, no tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida».
A los dos les parece perfecto.
—Vamos a ver —dice Chon—, ¿qué es lo que nos gusta?
El sexo.
El voleibol.
La cerveza.
La maría.
No quieren actuar en películas porno ni dirigirlas, con lo cual el sexo queda excluido. Sólo hay un par de tíos en el mundo entero que se ganan bien la vida jugando al voleibol y todo el asunto de las microfábricas de cerveza es un rollo, de modo que...
Ben ha estado haciendo pruebas con hierba de cultivo hidropónico en su habitación.
Después de muchos ensayos fallidos, últimamente ha conseguido producir una mercancía muy potente, que él, Chon y O. ya han probado.
Les mola colocarse, así que...
Ben dispone de los conocimientos científicos y empresariales y Chon tiene...
La mala uva...
Y un pedigrí en este tipo de cosas, teniendo en cuenta su linaje.
—Tú estabas presente cuando la Asociación se vino abajo —comentó Ben—. ¿Qué fue lo que hizo que saliera mal?