Ya había reclutado a la mayoría de sus amigas y todas se estaban vendiendo chorradas las unas a las otras, en una especie de círculo de productos femeninos.
—¡No es un esquema piramidal! —objetó Rupa—. Un esquema piramidal es el de los productos de limpieza.
—¿Y esto...?
—No es lo mismo —dijo Rupa.
—¿Has visto alguna vez una pirámide —le preguntó O.—, en una foto o dibujada?
—Sí.
—Pues bien —dijo O., pensando si valdría la pena molestarse en explicárselo—, tú vendes estas chorradas y le pagas un porcentaje a la persona que te ha incorporado e incorporas a otras personas que te pagan un porcentaje a ti. Eso es una pirámide, mamá.
—Que no.
Cuando O. regresa a casa aquella tarde, Rupa está en el patio pimplando mojitos con sus compañeras del Culto al Maquillaje Orgánico. Todas llevan un buen colocón y están muy excitadas con un crucero de motivación de tres días que está a punto de comenzar.
«Como se enteren los piratas somalíes...», piensa O.
—¿Os preparo un poco de Kool-Aid? —pregunta O. a las mujeres con amabilidad.
Rupa pasa por alto la ironía.
—Gracias, cariño, ya tenemos nuestras copas. ¿Quieres acompañarnos?
«Sí, pero no», piensa O.
—Tengo cosas que hacer —dice y se retira al refugio relativo de su habitación.
El Seis está recluido en su despacho, supuestamente estudiando el mercado, aunque en realidad está mirando un partido de los Angels. La puerta está abierta y, al ver a O., se vuelve deprisa para mirar la pantalla de su ordenador.
—No te preocupes —dice O.—, que no me chivaré.
—¿Quieres un martini?
—Estoy bien.
Entra en su habitación, se desploma sobre la cama y se queda frita.
«Lado» es la abreviación de «helado», en el sentido de «frío como una piedra».
El apodo le viene como anillo al dedo, porque Miguel Arroyo, alias «el Lado», es, efectivamente, frío como una piedra.
(Dicho sea de paso, es una expresión con la que Chon no estaría de acuerdo: después de pasar por el desierto, sabe lo calientes que pueden estar las piedras.) Pero a lo que íbamos.
Incluso de niño, Lado no parecía tener sentimientos o, si los tenía, no los manifestaba. Con abrazos —su madre lo abrazaba a menudo— no conseguías nada y con azotainas —su padre le daba palizas en el culo con un cinturón—, tampoco. Él se los quedaba mirando con aquellos ojos oscuros, como preguntando «¿Qué pretendéis de mí?».
Ya no es un niño. Tiene cuarenta y seis años y es padre de dos hijos varones y una hija adolescente que lo vuelve
loco
[1]
, como corresponde hacer a esa edad. No es ningún niño: tiene mujer, una bonita empresa de jardinería y le va bien. Ya nadie se quita el cinturón para pegarle.
Conduce su Lexus por San Juan Capistrano, observa el agradable campo de
fútbol
y gira a la izquierda para entrar en la gran urbanización: un bloque tras otro de edificios de apartamentos idénticos, tras un muro de piedra paralelo a las vías del ferrocarril.
Allí, en un bloque tras otro, sólo viven mexicanos. Si oyes hablar inglés, es el cartero que habla solo.
Es donde se encuentran los mexicanos «buenos» —los mexicanos respetuosos, respetables y trabajadores— cuando no están trabajando. Son las viejas familias mexicanas, que están allí desde antes de que lo robaran los anglosajones, que ya estaban allí cuando los padres españoles llegaron a robarlo primero. Pusieron las piedras de la misión para que las golondrinas regresaran a ella.
Son los estadounidenses de origen mexicano, los chicanos, que mandan a sus hijos a la bonita escuela católica que queda al otro lado de la calle, donde los sacerdotes maricas les enseñarán a ser dóciles. Son los mexicanos buenos que se acicalan los domingos y, después de misa, van a comer al aire libre al parque o a las zonas ajardinadas que bordean el puerto en Dana Point. El domingo es el día que los mexicanos salen de excursión, rezan a Jesús y se pasan las tortillas,
por favor
.
Lado no es uno de los mexicanos buenos, sino uno de los que dan miedo. Ha sido poli del estado de Baja California, tiene unas manazas de nudillos rotos, cicatrices de cuchillos y balas y unos ojos negrísimos como la obsidiana. Ha visto aquella película de Mel Gibson sobre México en la época de los mayas, cuando abrían el vientre de la gente con hojas de obsidiana, y, según sus
viejos
, sus ojos se parecen a aquellas hojas.
En una época, Lado perteneció a Los Zetas, el grupo especial de tareas contra los estupefacientes de Baja. Sobrevivió a las guerras del narcotráfico de la década de 1990, vio morir a muchos hombres, mató a más de uno con sus propias manos, trincó a un montón de narcos, los llevó a algún callejón y los hizo cantar.
Las noticias sobre las «torturas» en Iraq y Afganistán lo hacen reír: el submarino se usa en México desde antes de que Lado tenga memoria, sólo que, en lugar de agua, usaban Coca-Cola, que, al ser carbonatada, tenía más chispa y hacía que el narco soltara la información útil con alegría.
Ahora el Congreso de Estados Unidos se va a poner a investigar.
A investigar, ¿qué?
¿El mundo?
¿La vida?
¿Lo que ocurre entre los hombres?
¿De qué otra manera consigues que un mal tipo te diga la verdad? ¿Crees que basta con sonreírle, darle bocatas y cigarrillos y hacerse amigo suyo? Te sonreirá a su vez, te dirá puras mentiras y pensará en lo
cabrón
que eres.
Sin embargo, aquello sucedió en otra época, antes de que él y el resto de Los Zetas se cansaran de pillar drogas sin ganar nada, de matarse trabajando y de morir viendo cómo se enriquecían los narcos, hasta que decidieron hacerse ricos ellos también.
¿Que los ojos de Lado son fríos como la piedra?
Tal vez porque esos ojos han visto... a sus propias manos sujetando una sierra mecánica... que se abate sobre el cuello de un hombre... y la sangre que salpica.
Tus ojos también serían duros.
Se convertirían en piedra.
Algunos de aquellos siete hombres imploraron, lloraron, suplicaron a Dios, a sus madres, dijeron que tenían familias, se mearon en los pantalones. Otros no dijeron nada; se limitaron a mirar con la muda resignación que, según Lado, es la expresión del propio México. Van a ocurrir cosas malas; sólo es cuestión de tiempo. Habría que bordarlo en la bandera.
Se alegra de estar en «el Norte».
Va a buscar a aquel chaval llamado Esteban.
Esteban vive en la gran urbanización y tiene una actitud inquisitiva.
Preguntas para el mundo anglosajón.
¿Quieres que consiga un trabajo, que te corte el césped, que te limpie la piscina, que cocine hamburguesas para ti, que te prepare unos tacos? ¿Para esto hemos venido, hemos pagado a los
coyotes
, nos hemos arrastrado bajo la valla, hemos atravesado a duras penas el desierto?
¿Quieres que sea uno de esos mexicanos buenos, de los trabajadores, que van a misa, valoran la familia, se visten con sus mejores galas los domingos y recorren a pie con sus primos los amplios bulevares bañados por el sol hasta un parque que lleva el nombre de Chávez, esos mexicanos humildes y respetuosos a los que todos queremos y tenemos en tanta consideración que les pagamos salarios que no llegan al mínimo?
¿Como mi
papi
, que sale con su camioneta antes que el sol, con el rastrillo sobresaliendo de la caja, a recortar el césped de los
güeros
, para que quede verde y bonito? Por la noche vuelve a casa hasta la
chingada
de cansado y sin ganas de hablar; no quiere nada más que comer, beber una cerveza e irse a dormir. Así lo hace seis días por semana; sólo lo interrumpe el domingo para ser un mexicano humilde y respetuoso ante Dios y entregarle lo que gana con el sudor de su frente a Él y a los maricas de los sacerdotes. El domingo es el gran día de su
papi
, el día que se pone una camisa blanca limpia, unos pantalones blancos limpios (sin manchas de hierba en las rodillas) y unos zapatos que salen a relucir una sola vez por semana, tras pasarles un trapo limpio, y lleva a su familia a la iglesia y, después de la iglesia, se reúnen con todos los
tíos
y las
tías
y con todos los primos y van al parque y asan
carne
y
pollo
y sonríen a sus hermosas hijas, con sus preciosos vestiditos de domingo. Esteban se perdería semejante tostón, si no fuera porque, después de misa, se escabulle a fumarse un porro, a inhalar el humo dulce, para tranquilizarse.
¿Como
mi madre
, que trabaja en los hoteles, limpiando los retretes de los
güeros
, fregando sus cagadas y sus vómitos de la taza del váter? Siempre está de rodillas, sobre las baldosas del cuarto de baño o sobre los reclinatorios de la iglesia. Es una mujer devota, que siempre huele a desinfectante.
Esteban trabajó un tiempo en uno de los puestos de tacos de Machado. Se rompía el culo picando cebollas, fregando platos, sacando la basura... ¿A cambio de qué? Algún dinerillo para sus gastos. Hasta que su
papi
le consiguió un empleo en uno de los equipos de jardinería del señor Arroyo. Gana más, pero el trabajo es aburrido y agotador.
Sin embargo, Esteban necesita dinero.
Lourdes está embarazada.
¿Cómo es posible?
Sabe perfectamente lo que ocurrió. La vio un domingo por la tarde, con uno de esos preciosos vestidos blancos. Los ojos negros, las largas pestañas negras y los pechos bajo el vestido. Se acercó y le habló, le sonrió, se acercó a la parrilla y le llevó algo de comer. Fue amable con ella, conversó con su madre, con su padre, con sus primos y sus tías.
Era una buena chica, era virgen y posiblemente fue eso lo que lo atrajo: que no fuera como las fulanas de las pandillas, que se arrodillan ante cualquiera.
La visitó durante tres meses. Pasaron tres meses antes de que la familia los dejara verse a solas y después tres meses más de tardes crueles y apasionadas en las que él iba a su casa cuando sus padres estaban trabajando y sus hermanos habían salido. O se veían en el parque o en la playa. Dos meses de besarse, hasta que ella le permitió tocarle las
tetas
, y varias semanas antes de que le dejara meterle la mano en los vaqueros. A él le gustó lo que encontró y a ella también.
Entonces ella dijo su nombre y él se enamoró.
Esteban no le ha faltado al respeto: la ama y quiere casarse con ella y se lo dijo. Una noche, debajo de un árbol, junto al aparcamiento, ella se la peló —
¡pobrecito!
— sobre su muslo tibio, pero aquello estaba cantado: era inevitable que él se empalmara en cuanto ella se quitase los vaqueros y estaban tan cerca que él no pudo contenerse y ella tampoco.
Al tercer mes, en su cama, en la casa de ella, cuando lo dejó entrar, no se pudo contener y se corrió dentro de ella.
Ahora van a tener que casarse.
Está bien, no hay problema: él la ama y quiere al bebé —espera que sea un niño: uno se hace hombre cuando tiene un hijo varón—, pero necesita dinero.
Así que está bien que Lado venga a verlo. El
jefe de su papi
es el dueño de la empresa de jardinería para la cual trabaja el padre de Esteban, pero hace mucho más que eso.
Muchísimo más.
Es el cancerbero del cartel de Baja en el sur de California.
Un hombre temido y respetado.
Ha encargado a Esteban algunos trabajitos. Nada que ver con la jardinería. Al principio fueron cosas sin importancia: llevar un mensaje, estar alerta, acompañar un envío, no perder de vista una esquina.
Eran tonterías, pero Esteban cumplió.
Esteban lo ve venir, mira a su alrededor y se sube al coche.
Con los abogados y los carteles de drogas las cosas funcionan así: si uno pasa drogas para un cartel y lo trincan, el cartel le envía un abogado. No se espera que mantenga la boca cerrada ni que guarde secretos; por el contrario, puede cooperar, si así consigue librarse o acortar la sentencia. Lo único que le piden es que hable con el abogado designado por el cartel y le cuente lo que ha dicho a la policía para que el cartel pueda tomar las medidas necesarias.
Después es cuestión de cifras.
Uno contrata a su propio abogado y le paga, gane o pierda. En realidad, lo más probable es que lo declaren culpable; la cuestión es la cantidad de tiempo que va a pasar en chirona. A cada delito de drogas le corresponde un período de prisión, con un tiempo mínimo y uno máximo.
Por cada año de reducción que consiga el abogado, uno le pasa un extra, si bien no disminuye su remuneración aunque le den el máximo: uno ya es mayorcito y conocía los riesgos cuando se metió en esto. El abogado consigue lo que puede y ya está; sin rencores ni recriminaciones, a menos que...
Tu abogado te dé por el culo.
Podría ser que el abogado esté tan ocupado, tan distraído, o que le dé igual o, simplemente, que sea tan incompetente que pase por alto algo que podría haber reducido tu sentencia de forma significativa.
En tal caso, si el abogado te cuesta años de tu vida, uno le saca años de la suya, es decir, los que le quedan. Y, si uno ocupa un puesto destacado en el cartel —digamos que le ha hecho ganar más de un millón de dólares al año—, puede recurrir a alguien como Lado.
Éste es el caso de Roberto Rodríguez y Chad Meldrun.
Chad tiene cincuenta y seis años y es abogado defensor en materia penal; tiene una hoja de servicios excelente, una casa preciosa en Del Mar y una serie de novietas guapas diez o quince años más jóvenes que él...
—¿No te das cuenta de que sólo están contigo por tu dinero?
—Claro que sí; eso es lo bueno de tener dinero.
... pero, además, tiene una dependencia fuerte y algo anacrónica de la cocaína. Durante el juicio a Rodríguez, Chad llevaba tanta coca encima y estaba tan jodido que pasó por alto un par de peticiones con carácter previo que podrían haber reducido las pruebas de la acusación prácticamente a la nada.
Rodríguez podría haber quedado libre de cargos.
Pero no fue así. Le pusieron grilletes y se lo llevaron en un autobús a la prisión de Chino, cuyo patio recorrerá durante entre quince y treinta años. Son muchos paseos para dar pensando que tu abogado te ha jodido y, además, cargado con tu propia coca.