—¿Vais a seguirle ahora? —Ortiga sacudió la cabeza ante tal falta de juicio, mientras Meggie acomodaba sobre la hierba la cabeza de la niña.
—Si no encontráis su rastro en la oscuridad, dirigios siempre hacia el sur —aconsejó Bailanubes—. Siempre hacia el sur, de ese modo tarde o temprano os toparéis con el camino. Pero guardaos de los lobos, abundan por esta zona.
Farid asintió.
—¡Yo llevo al fuego conmigo! —exclamó haciendo bailar una chispa sobre la palma de su mano.
Bailanubes sonrió burlón.
—¡Caray! ¿Y si resulta que de verdad eres hijo de Dedo Polvoriento, como sospecha Roxana?
—Quién sabe —se limitó a contestar Farid, arrastrando a Meggie consigo.
Ella lo seguía, como atontada, entre los oscuros árboles. ¡Un bandolero! No podía pensar en otra cosa. ¡Había convertido a Mo en un bandolero, en un personaje de su historia! En ese momento odiaba a Fenoglio casi tanto como Dedo Polvoriento.
«Lady Cora», dijo él, «a veces sencillamente hay que hacer cosas que no resultan demasiado gratas. Si se trata de grandes cosas, no es posible abordar la situación con guantes de seda. No. Nosotros hacemos historia».
Melvyn Peake
,
Gormenghast,
libro primero:
El joven Titus
Fenoglio recorría el desván arriba y abajo. Siete pasos hasta la ventana y otros tantos hasta la puerta. Meggie se había ido y nadie podía contarle si había hallado con vida a su padre. ¡Qué tremendo lío! Siempre que confiaba en haber recuperado el control de todo, sucedía algo que no se adaptaba ni remotamente a sus planes. A lo mejor existía de verdad en alguna parte el diabólico narrador que seguía urdiendo su historia, imprimiéndole giros siempre nuevos, alevosos e imprevisibles, que movía a sus personajes como si fueran piezas de ajedrez o colocaba otras nuevas en el tablero que no tenían nada que ver con su historia.
«¡Y Cósimo aún no ha enviado a ningún emisario! ¡Bueno, ten un poco más de paciencia!», se dijo Fenoglio. «Al fin y al cabo acaba de acceder al trono, y seguramente tendrá mucho que hacer. Todos sus súbditos desean verlo, peticionarios, viudas, huérfanos, sus administradores, monteros, su hijo, su esposa…»
—¡Bah, tonterías! Es a mí, a mí a quien debería haber convocado en primer lugar —Fenoglio pronunció esas palabras tan indignado, que el timbre de su propia voz le sobresaltó—. ¡A mí! ¡Al hombre que lo devolvió a la vida, a su creador!
Se acercó a la ventana y alzó la vista hacia el castillo. En el torreón izquierdo ondeaba la bandera de la Víbora. Sí, Cabeza de Víbora estaba en Umbra, tenía que haber cabalgado como un demonio para contemplar en persona a su yerno resucitado. Esta vez no le acompañaba Zorro Incendiario, seguramente éste estaría saqueando o asesinando en otro lugar por encargo de su amo, pero a cambio Pífano recorría las calles de Umbra, siempre con unos cuantos miembros de la Hueste de Hierro a remolque. ¿Qué buscaban allí? ¿Confiaba en serio Cabeza de Víbora en sentar a su nieto en el trono?
No, Cósimo no lo permitiría.
Durante un instante, Fenoglio olvidó sus sombríos pensamientos y una sonrisa asomó a su rostro. Ojalá hubiera podido contarle a Cabeza de Víbora quién había arruinado sus magníficos planes. ¡Un poeta! ¡Cuánto le habría encolerizado! Con sus palabras y la voz de Meggie le había deparado una infausta sorpresa…
Pobre Meggie. Pobre Mortimer.
Cuan suplicante le había mirado la muchacha. ¡Y menudo teatro barato había representado ante ella! Pero cómo esa pobre chica podía creer que él podía ayudar a su padre con unas palabras, ¡si ni siquiera lo había traído hasta allí! Además, él no era una de sus criaturas. ¡Pero esa mirada suya! No había tenido valor para dejarla marchar sin infundirle esperanza.
Cuarzo Rosa, sentado en el pupitre con sus piernas transparentes cruzadas, tiraba migas de pan a las hadas.
—¡No hagas eso! —le ordenó Fenoglio, enfadado—. ¿Quieres que vuelvan a cogerte por las piernas e intenten tirarte por la ventana? Créeme, esta vez no te salvaré. Ni siquiera te barreré cuando estés ahí abajo convertido en un montoncito de cristales rotos en medio de excrementos de cerdo. Que el basurero te barra y te arroje a su carro.
—¡Vale, vale, deja de descargar en mí tu mal genio! —el hombrecillo de cristal le dio la espalda—. Eso no hará que Cósimo te mande llamar más deprisa.
Por desgracia, tenía razón. Fenoglio se acercó a la ventana. Abajo, en las calles, se había calmado la agitación causada por el regreso de Cósimo, quizá la había mitigado también la presencia de Cabeza de Víbora. Las gentes volvían a dedicarse a sus quehaceres, los cerdos hozaban entre los desperdicios, los niños volvían a perseguirse entre las casas apretadas y de vez en cuando un soldado a caballo se abría paso entre el gentío. Se veían más soldados que antes, era obvio que Cósimo les había ordenado patrullar por la ciudad, quizá para impedir que los soldados de la Hueste de Hierro volvieran a derribar con sus caballos a sus súbditos por interponerse en su camino. «Sí, Cósimo lo arreglará todo», pensó Fenoglio. «Será un buen príncipe, si eso es posible…» Quién sabe, a lo mejor hasta volvía a permitir pronto a los titiriteros regresar a la ciudad en los habituales días de mercado.
—Exacto. Ese será mi primer consejo. Que permita volver a los titiriteros —murmuró Fenoglio—. Y si esta noche todavía no me ha mandado llamar, acudiré a verlo sin invitación. ¿Qué se figura ese ingrato? ¿Acaso cree que hacer regresar a alguien de entre los muertos es un acontecimiento cotidiano?
—Creía que no había muerto —Cuarzo Rosa trepó hasta su nido. Allí estaba fuera de su alcance, lo sabía de sobra—. ¿Y qué pasa con el padre de Meggie? ¿Crees que todavía vive?
—¡Y yo qué sé! —repuso Fenoglio, irritado; no quería que le recordasen a Mortimer—. ¡Bueno, al menos no pueden culparme a mí de
ese
desastre! —gruñó—. Yo no tengo la culpa de que todos se entrometan en mi historia como si fuera un frutal al que basta podar para que dé fruto.
—¿Podar? —gorjeó Cuarzo Rosa—. Ellos añaden cosas. Tu historia crece, ¡está degenerando hasta convertirse en auténtica mala hierba! Y no precisamente bella, si quieres saberlo.
Fenoglio meditaba si tirarle el tintero cuando Minerva asomó la cabeza por la puerta.
—¡Un heraldo, Fenoglio! —exclamó acalorada, como si hubiera venido corriendo—. ¡Un heraldo del castillo! ¡Quiere verte! ¡Cósimo quiere verte!
Fenoglio se encaminó presuroso hacia la puerta, alisándose la túnica que le había hecho Minerva. Se la había puesto hace días y estaba bastante arrugada, pero ya no tenía remedio. Cuando quiso pagar a Minerva, ésta negó con la cabeza, aduciendo que ya había pagado… con las historias que les contaba a sus hijos día tras día y noche tras noche. A pesar de todo, la túnica era espléndida, a pesar de haber sido pagada con cuentos infantiles.
El heraldo aguardaba en la calle, delante de la casa, dándose importancia y con arrugas de impaciencia en la frente. Llevaba la capa de las lágrimas, como si el príncipe de los suspiros se sentase aún en el trono.
«¡Bah, todo cambiará!», se dijo Fenoglio. «¡Seguro! A partir de ahora yo contaré esta historia y no mis personajes.» Su guía ni siquiera se volvió hacia él mientras lo seguía con presteza por las calles. «¡Tarugo antipático!», pensó Fenoglio. Seguramente procedía también de su pluma, era uno de los numerosos personajes anónimos con los que había poblado ese mundo para que sus protagonistas no estuvieran demasiado solos.
En el patio exterior del castillo un grupo de soldados de la Hueste de Hierro merodeaba por delante de los establos. Fenoglio se preguntó, irritado, qué demonios harían allí. Arriba, entre las almenas, los hombres de Cósimo caminaban de un lado a otro como una jauría de perros vigilando a una manada de lobos. Los soldados los acechaban con hostilidad. «¡Mirad, sí!», pensó Fenoglio. «Vuestro tenebroso señor ya no desempeñará el papel de protagonista en mi historia, sino que hará un buen mutis, como conviene a un malvado redomado…» A lo mejor en algún momento inventaba un nuevo canalla; las historias se tornaban aburridas muy deprisa sin un malo como es debido, pero no creía que Meggie le prestara su voz para traerlo a la vida.
Los centinelas de la puerta del patio interior alzaron sus lanzas.
—¿Qué significa esto?
La voz de Cabeza de Víbora resonó apenas Fenoglio hubo puesto los pies en el patio interior.
—¿Quieres decir que piensa seguir haciéndome esperar, piojosa cabeza peluda?
Una voz más baja contestó, intimidada, temerosa. Fenoglio isó a Tullio, el sirviente enano del Príncipe Orondo, delante de Cabeza de Víbora. Le llegaba al príncipe justo al cinturón remachado de plata. Dos guardianes del Príncipe Orondo estaban tras él, pero Cabeza de Víbora disponía al menos de veinte hombres armados hasta los dientes, una visión inquietante, aunque no estuvieran presentes Zorro Incendiario ni Pífano.
—Os recibirá vuestra hija —la voz de Tullio temblaba cual hoja al viento.
—¿Mi hija? Cuando desee la compañía de Violante, la mandaré acudir a mi castillo. Quiero ver de una vez a ese muerto que ha regresado al mundo de los vivos. ¡Y me conducirás ahora mismo hasta Cósimo, apestoso duende bastardo!
Tullio, digno de lástima, empezó a temblar.
—El príncipe de Umbra —comenzó a decir con un hilo de voz— no os recibirá.
Las palabras hicieron retroceder a Fenoglio trastabillando, como si le hubieran golpeado en el pecho… hasta meterse en el rosal más cercano, que clavó sus espinas en su túnica recién hecha a la medida. ¿Pero qué significaba eso? ¿Se ajustaba a su plan?
Cabeza de Víbora adelantó los labios como si paladeara un sabor desagradable. Se le hincharon las venas de las sienes, oscuras sobre la piel roja cubierta de manchas. Bajó hacia Tullio su mirada fija de reptil. Después arrebató la ballesta al soldado más próximo, mientras Tullio se encogía como un conejo asustado, y apuntó con ella a uno de los pájaros del cielo. Fue un disparo certero. El ave cayó justo a los pies de Cabeza de Víbora, las plumas rojas de sangre. Un pájaro burlón dorado, Fenoglio lo había creado ex profeso para el castillo del Príncipe Orondo. Cabeza de Víbora se agachó y arrancó la flecha del pecho diminuto.
—¡Ten! —exclamó entregando a Tullio el pájaro muerto—. Comunica a tu señor que ha debido perder el juicio en el reino de los muertos. Por esta vez aceptaré tus disculpas, pero si en mi próxima visita vuelve a enviarte a mí con ese mensaje insolente, no recibirá un pájaro, sino tu cadáver con una flecha en el pecho. ¿Se lo dirás?
Tullio miró el pájaro ensangrentado que sostenía en la mano… y asintió.
Cabeza de Víbora se giró bruscamente e hizo seña a sus hombres de que le siguieran. El guía de Fenoglio inclinó, medroso, la cabeza cuando pasaron a su lado haciendo sonar sus botas. «¡Míralo!», pensó Fenoglio cuando Cabeza de Víbora pasó tan cerca de él, que creyó oler su sudor. «¡Tú lo inventaste!» Sin embargo, hundió la cabeza entre los hombros como una tortuga que ventease el peligro, y no se movió hasta que se hubo cerrado la puerta tras el último soldado de la Hueste.
Tullio seguía esperando delante del portón que había permanecido cerrado para Cabeza de Víbora con la vista fija en el pájaro muerto que tenía en la mano.
—¿Debo mostrárselo a Cósimo? —preguntó, descompuesto, cuando se le acercaron.
—¡Si te place, manda que te lo asen en las cocinas! —le espetó el guía de Fenoglio—. Pero apártate de mi camino.
* * *
La sala del trono no había cambiado desde la última visita de Fenoglio. Los paños negros seguían colgados ante las ventanas. La única luz procedía de las velas y las estatuas miraban con sus ojos vacíos a todos cuantos se acercaban al trono. En él se sentaba ahora su modelo viviente, tan parecido a las imágenes de piedra que a Fenoglio la sala oscura le pareció un gabinete de espejos.
Cósimo estaba solo. No se veía ni a la Fea ni a su hijo. Sólo había seis guardianes al fondo, casi invisibles en la penumbra.
Fenoglio se detuvo a prudente distancia de los escalones que ascendían hasta el trono e hizo una reverencia. Aunque opinaba que nadie, en este o en el otro mundo, merecía que él, Fenoglio, inclinase la cabeza, y menos ante aquellos a los que había insuflado vida con sus palabras, tenía que seguir las reglas del juego de su propio mundo e inclinarse ante aquellos vestidos de seda y terciopelo, hecho tan natural aquí como un apretón de manos en el otro mundo.
«Vamos, encórvate, anciano, aunque te duela la espalda», pensó mientras agachaba la cabeza con gesto humilde. «Tú mismo lo has dispuesto así.»
Cósimo lo observaba como si no estuviera seguro de recordar su rostro. Vestía de blanco de la cabeza a los pies, como si quisiera subrayar aún más su parecido con las estatuas.
—Tú eres Fenoglio, el poeta, ése al que llaman Tejedor de Tinta, ¿no es cierto? —Fenoglio había imaginado su voz algo más vigorosa. Cósimo dejó vagar la vista por las estatuas—. Alguien me ha recomendado que te llamase. Creo que ha sido mi mujer. Afirma que eres la mente más astuta que se encuentra entre este castillo y el de Cabeza de Víbora, y que voy a necesitar mentes astutas. Mas no te he hecho venir por eso…
¿Violante? ¿Que le había recomendado Violante? Fenoglio intentó disimular su sorpresa.
—¿No? Entonces, ¿por qué, alteza? —inquirió.
Cósimo le miró, tan ausente como si fuese invisible. Después deslizó los ojos por su propia persona, se estiró la espléndida túnica y se enderezó el cinturón.
—Mis ropas ya no me sientan bien —afirmó—. Todo me queda largo o ancho, como si hubiera sido hecho para esas estatuas y no para mí —sonrió a Fenoglio desconcertado. Era la sonrisa de un ángel.
—Vos… ejem… habéis dejado atrás tiempos difíciles, alteza —replicó Fenoglio.
—Sí, sí, eso me dicen. Sabéis, no lo recuerdo. En realidad recuerdo muy pocas cosas. Percibo en mi cabeza un extraño vacío —se acarició la frente y volvió a mirar a las estatuas—. Por eso os he hecho llamar —añadió—. Al parecer sois un maestro de las palabras y quiero que me ayudéis a recordar. Por ello os encomiendo el trabajo de escribir todo lo referente a Cósimo. Haced que os lo cuenten mis soldados, mis criados, mi ama, mi… —vaciló un momento antes de pronunciar la palabra— esposa. Balbulus copiará vuestras historias y las miniará, y luego yo mandaré que me las lean, para llenar de nuevo con imágenes y palabras el vacío de mi corazón y de mi mente. ¿Os sentís a la altura de este menester?