—Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? —preguntó ella.
El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente.
—¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres.
«Sí, en este momento, eso es lo que quiero», se dijo ella para sus adentros.
—¿Desea algo más el señor?
—No, nada más —respondió el anciano tras pensárselo unos instantes. Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. «¡Qué bien vestido va!», pensó ella. «Y tiene muy buen porte para su edad».
—Entonces, con su permiso…
—No, espera un momento —dijo el anciano.
—Sí. ¿Qué desea?
—Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? —preguntó el anciano—. Me gustaría hablar contigo.
«¿Jovencita?». Al oírlo, se ruborizó.
—Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos —dijo. ¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.
—Por cierto, ¿cuántos años tienes? —preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos.
—Pues ahora tengo veinte —dijo ella.
—
¿Ahora
tienes veinte? —repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija—. Eso de que
ahora tienes veinte
debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad?
—Pues no, señor. Los acabo de cumplir. —Y, tras dudar unos instantes, añadió—: En realidad, hoy es mi cumpleaños.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo—. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.
Ella asintió en silencio.
—Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.
—Pues sí, en efecto.
—¡Ya veo! ¡Ya veo! —exclamó el anciano—. ¡Qué bien! ¡Felicidades!
—Muchas gracias —dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ōita en el contestador automático.
—Eso hay que celebrarlo —dijo el anciano—. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto?
—Muchas gracias. Es que estoy trabajando y…
—Por un poco de vino no pasa nada. Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo.
El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo el anciano—. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.
Brindaron los dos.
«Que ninguna sombra la empañe jamás». Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar?
—Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.
—Sí —repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.
—Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena. Igual que un hada bondadosa.
—Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.
—Incluso así —dijo el anciano—. Incluso así. Hermosa jovencita.
El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio. Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.
—Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente —dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito—.¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece?
Ella asintió, no muy convencida.
—Así, pues —dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca—, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.
Ella sacudió precipitadamente la cabeza.
—¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.
El anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante.
—¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin —dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro—. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.
—¿Un deseo? —dijo ella con voz seca.
—
Algo que tú quieras
. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien —dijo el anciano alzando un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás.
Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón.
—¿Concederme algo que yo desee?
El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.
—Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? —dijo el anciano con voz serena.
Ella me mira de frente.
—Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.
—No, claro que no —digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas—. ¿Y qué deseo le pediste?
Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.
—No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas. Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no. —Asiento en silencio—. ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo
tortellini
con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años!
Asiento de nuevo.
—Te comprendo —digo.
—Así que formulé un deseo, tal como me decía —me cuenta ella.
El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.
Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.
—¿O sea que éste es tu deseo?
—Sí.
—Es un deseo muy raro para una chica de tu edad —dijo el anciano—. Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.
—Si no puede ser, pediré algo distinto —dijo ella. Y carraspeó otra vez—. No importa. Pensaré en otra cosa.
—¡Oh, no, no! —dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera—. No hay ningún problema. En absoluto. Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica. ¿No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad?
Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.
—Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no puedo ni imaginar qué sería de mí. Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación—. ¡Ah, claro!
—¿Mi deseo es posible?
—Por supuesto —dijo el anciano—. Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema.
De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo —una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo— que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco. Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una plácida sonrisa.
—¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido.
—¿Ya se ha cumplido?
—Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil —dijo el anciano—. Feliz cumpleaños, hermosa jovencita. Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo.
Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida.
—¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna —le preguntó el camarero joven.
Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa.
—¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada.
—Oye, ¿y cómo es el dueño?
—Pues, no sé. Apenas lo he visto —respondió ella con indiferencia.
Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro. Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero. El cocinero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva.
—No volví a ver al dueño jamás —dice ella—. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento.
Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo.
—A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí.
Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le digo—. Aunque, hablando con propiedad, son dos.
—Sí —dice ella—. Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco?
—No parece que quieras decírmelo.
—¿Eso parece?
Asiento.
Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia.
—Los deseos no deben contarse a nadie.
—Ni yo pretendo sonsacártelo —digo—. Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de
haber elegido el deseo que elegiste
, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: «¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!».
—La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro.
—¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse?
—Sí —dice ella—. El tiempo desempeña aquí un papel importante.
—¿Como en la elaboración de algunas comidas?
Ella asiente.
Reflexiono un poco al respecto. Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura.
—¿Y la segunda pregunta? —quiero saber.
—¿Cuál era la segunda pregunta?
—Si te has arrepentido alguna vez de tu elección.
Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste.
—Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos —me cuenta—. Un niño y una niña. Y un
setter
irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Ésta es mi vida ahora.
—Pues no parece tan mala, la verdad —digo.
—¿Aunque el parachoques tenga dos abolladuras?
—¡Pero si los parachoques están para ser abollados!
—Eso tendría que ir en una pegatina —dice ella—.
LOS PARACHOQUES ESTÁN PARA SER ABOLLADOS
.
Le miro los labios.
—Lo que quiero decir —prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado— es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma. Sólo eso.