La tarde del día siguiente, el hombre de hielo se encontraba en el mismo lugar, leyendo el mismo libro. Tanto al mediodía, cuando fui al comedor a almorzar, como al atardecer, cuando volví de las pistas con mis amigos, él estaba en la misma silla del día anterior proyectando la misma mirada sobre las páginas del mismo libro. Al día siguiente, igual. Cayera la tarde, avanzara la noche, él seguía allí, solo, leyendo con una placidez semejante a la del invierno al otro lado de la ventana.
En la tarde del cuarto día, esgrimí una excusa y no subí a las pistas. Me quedé sola en el hotel y estuve vagando un rato por el vestíbulo. Todo el mundo había ido a esquiar y el vestíbulo estaba desierto como una ciudad abandonada. El aire, muy caliente y húmedo, contenía un extraño tufo melancólico. Era el olor de la nieve que la gente arrastraba, adherida a la suela de sus botas, al interior del hotel, y que en ese momento se deshacía ante la estufa sin que a nadie le importara. Atisbé afuera por una ventana, y por otra, hojeé el periódico. Luego me acerqué al hombre de hielo dispuesta a dirigirle la palabra. Yo soy más bien tímida, no suelo abordar a desconocidos si no tengo necesidad. Pero, en aquel momento, algo me impelía a hablar, a toda costa, con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel y, si perdía aquella ocasión, ya no se me volvería a presentar otra.
—¿Usted no esquía? —le pregunté intentando dar a mi voz un tono natural.
Él alzó la cabeza despacio. Con cara de estar pensando: «No sé por qué, pero me ha dado la impresión de haber oído soplar el viento a lo lejos». Me clavó aquellos ojos suyos. Luego sacudió la cabeza en silencio.
—No, yo no esquío. Me basta con estar aquí leyendo mientras contemplo la nieve. —Sus palabras formaban una blanca nube parecida al bocadillo de un manga. Yo pude ver las palabras, tal y como lo digo, con mis propios ojos. Él les quitó la escarcha frotándolas suavemente con el dedo.
Yo ya no supe qué añadir a continuación. Me ruboricé y me quedé allí plantada. El hombre de hielo me miró a los ojos. Me pareció verlo sonreír por un instante. Pero no estoy segura. ¿Había sonreído realmente? Quizá sólo me había dado esa impresión.
—¿Por qué no se sienta un momento? —me dijo el hombre de hielo—. Podemos hablar un rato si quiere. Tengo la sensación de que usted siente curiosidad por mí. Debe de querer saber cómo es un hombre de hielo, ¿verdad? —Y se rió, aunque sólo un instante—. No se preocupe. Aunque hable conmigo, no va a resfriarse.
Así que hablé con el hombre de hielo. Nos sentamos juntos en un sofá de un rincón del vestíbulo y hablamos con reserva mientras contemplábamos la nieve que danzaba al otro lado de la ventana. Yo pedí un cacao y me lo bebí. Él no tomó nada. El hombre de hielo no parecía mejor conversador que yo. A eso hay que añadir que no teníamos en común ningún tema de conversación. Primero hablamos del tiempo. Luego, de lo cómodo que era el hotel. ¿Está aquí solo?, le pregunté. Sí, me respondió. El hombre de hielo me preguntó si me gustaba esquiar. No mucho, le respondí. La verdad es que he venido porque mis amigas insistieron mucho. Pero yo apenas sé esquiar. Yo me moría de ganas de saber cómo era el hombre de hielo. Si era verdad que estaba hecho de hielo. Qué comía. Dónde vivía en verano. Si tenía familia o no… Ese tipo de cosas. Pero el hombre de hielo parecía reticente a hablar de sí mismo. Y yo no me atrevía a preguntar. Porque pensaba que, tal vez, a él no le apeteciera tocar esos temas.
En cambio, sí habló de mí. Es realmente difícil de creer, pero el hombre de hielo, fuera por la razón que fuese, me conocía a fondo. La composición de mi familia, mi edad, mis aficiones, mi estado de salud, la universidad a la que iba, los amigos con quienes salía, lo sabía absolutamente todo. Incluso conocía al dedillo cosas de un pasado lejano que yo ya había olvidado por completo.
—No lo entiendo —le dije sonrojándome—. Me da la impresión de haberme quedado desnuda delante de la gente. ¿Cómo es posible que sepas tantas cosas de mí? —le pregunté—. ¿Puedes leer la mente de las personas?
—No, yo no puedo leer la mente de los demás. Pero lo sé. Así, sin más —dijo el hombre de hielo. Como si clavara la mirada en el interior del hielo—. Si te miro así, fijamente, puedo saberlo todo sobre ti.
—¿Ves el futuro? —le pregunté.
—El futuro no lo conozco —me dijo el hombre de hielo con semblante inexpresivo. Y sacudió la cabeza despacio—. El futuro no me interesa lo más mínimo. A decir verdad, en mí no cabe el concepto de futuro. Porque en el hielo no existe el futuro. Sólo contiene el pasado, y lo contiene cerrado de una manera hermética. Dentro de él existe la totalidad de las cosas, nítidamente selladas como si estuvieran vivas. El hielo es capaz de conservar muchas cosas de esta forma. De una manera limpia y clara. Ésta es la función del hielo, su esencia.
Nos seguimos viendo incluso después de volver a Tokio. Pronto empezamos a quedar todos los fines de semana. Pero nunca íbamos al cine, ni entrábamos en una cafetería. Tampoco comíamos juntos. Porque el hombre de hielo apenas comía. Siempre nos sentábamos en el banco de algún parque y hablábamos. Hablábamos realmente de muchas cosas. Pero, por más tiempo que pasara, el hombre de hielo no parecía decidirse a hablar de sí mismo.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué no hablas nunca de tus cosas? A mí me gustaría saber más cosas sobre ti. Dónde has nacido. Quiénes son tus padres. Cómo te has convertido en un hombre de hielo.
El hombre de hielo se me quedó mirando unos instantes a los ojos. Luego, sacudió la cabeza despacio.
—Es que yo no lo sé —dijo el hombre de hielo con tono calmado, pero resuelto. Y exhaló una compacta y blanca nube de aliento—. Yo no tengo pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de todas las cosas. Pero en mí no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he tenido. Ni siquiera sé cuántos años tengo. Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad.
El hombre de hielo estaba solo como un iceberg en medio de las tinieblas.
Y yo me enamoré profundamente del hombre de hielo. Y el hombre de hielo amaba, simplemente, a mi
yo del presente
, sin pasado, sin futuro. Y yo amaba al hombre de hielo
del presente
, sin pasado ni futuro. Era maravilloso. Incluso empezamos a hablar de casarnos. Yo acababa de cumplir veinte años. Y el hombre de hielo era el primer hombre de quien me enamoraba en serio en toda mi vida. Qué significaba amar al hombre de hielo era algo que yo, en aquellos momentos, no podía ni imaginar. Pero creo que, aunque hubiera estado enamorada de otra persona, tampoco lo hubiera sabido.
Mi madre y mi hermana mayor se opusieron de forma categórica a mi boda con el hombre de hielo. Eres demasiado joven para casarte, me decían. Ni siquiera conoces exactamente su identidad. Ni siquiera sabes dónde ha nacido, ni cuándo. ¿Cómo vamos a decirles a nuestros parientes que te casas con un tipo así? Además, ¡él es de hielo! ¿Qué harías si, por casualidad, se te deshiciera?, decían ellas. Parece que no lo entiendas, pero al casarse, uno tiene que estar dispuesto a asumir una serie de responsabilidades. ¿Y cómo puede un hombre de hielo asumir sus responsabilidades como marido?
Pero esas preocupaciones eran innecesarias. En realidad, el hombre de hielo no estaba hecho de hielo. El hombre de hielo sólo era frío como el hielo. Por lo tanto, aunque estuviera en un sitio cálido, no se derretía. Su frialdad se parecía al hielo. Pero su cuerpo no se componía de hielo. Y aunque ciertamente era de una frialdad extrema, ésta no robaba la temperatura corporal de los demás.
Y nos casamos. La nuestra fue una boda sin felicitaciones. Ni mis amigos, ni mis padres, ni mis hermanas, nadie se alegró de nuestro casamiento. Ni siquiera celebramos la ceremonia nupcial. Tampoco pudimos inscribirnos en el registro civil porque él no tenía certificado de nacimiento. Simplemente, los dos decidimos que nos habíamos casado. Compramos un pequeño pastel y nos lo comimos. Ésa fue nuestra pequeña celebración. Alquilamos un pequeño apartamento y el hombre de hielo, para ganarse la vida, entró a trabajar en unos almacenes frigoríficos de carne de ternera congelada. Él resistía muy bien el frío y, por más que trabajara, no se cansaba. Apenas comía. Por lo tanto, su jefe lo tenía en gran estima. Y le pagaba un sueldo mucho más alto que a los demás empleados. Y nosotros vivíamos tranquilos y felices sin que nadie nos molestara y sin molestar a nadie.
Cuando nos abrazábamos, yo pensaba en un bloque de hielo que debía de existir, silencioso y solo, en alguna parte. Me preguntaba si el hombre de hielo conocía el lugar donde se encontraba aquel bloque. Era una roca de hielo congelada, tan dura que costaba imaginar que pudiera existir algo más duro. Era el bloque de hielo más grande del mundo. Se encontraba en algún lugar remoto. El hombre de hielo traía a este mundo el recuerdo de aquel bloque de hielo. Al principio, cuando me abrazaba, me sentía invadida por el desconcierto. Sin embargo, pronto me acostumbré. Incluso empecé a amar encontrarme entre sus brazos. Él seguía sin decir una palabra sobre sí mismo. Tampoco sobre cómo se había convertido en un hombre de hielo. Yo no le preguntaba nada. Nos abrazábamos en la oscuridad y compartíamos en silencio aquel bloque gigantesco. Dentro de ese hielo estaba encerrado con pulcritud todo el pasado del mundo a lo largo de cientos de millones de años.
En nuestro matrimonio, no existía ningún problema propiamente dicho. Nos amábamos de forma profunda el uno al otro, nadie se interponía en nuestro amor. La gente que nos rodeaba no acababa de acostumbrarse al hombre de hielo, pero, a pesar de ello y con el paso del tiempo, al menos empezaron a dirigirle la palabra. Empezaron a decir que, en fin, tampoco era tan diferente de la gente normal. Pero ellos, en el fondo de su corazón, no aceptaban al hombre de hielo ni, por supuesto, tampoco a mí por haberme casado con él. Nosotros éramos un tipo de personas distinto a
ellos
y, por más tiempo que pasara, esa zanja era imposible de rellenar.
Tampoco lográbamos concebir un hijo. Quizás entre un ser humano y un hombre de hielo hubiera incompatibilidades genéticas que lo impidieran. En cualquier caso, al no tener ningún niño, a mí me sobraba el tiempo. Por la mañana arreglaba la casa en un santiamén y, luego, no tenía nada más que hacer. Carecía de amigos con quienes charlar o ir a alguna parte, tampoco conocía a nadie en el barrio. Mi madre y mis hermanas todavía estaban enfadadas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no me dirigían la palabra. Para ellas yo era la oveja negra de la familia, alguien de quien se avergonzaban. Ni siquiera contaba con alguien con quien hablar por teléfono. Mientras el hombre de hielo trabajaba en el almacén frigorífico, yo permanecía siempre en casa leyendo o escuchando música. Por mi carácter, yo era una persona a quien le gustaba más estar en casa que salir, tampoco me asustaba la soledad. Sin embargo, todavía era joven y pronto me agobió esa sucesión de días idénticos sin cambio alguno. Lo que me hacía sufrir no era el aburrimiento. Lo que yo no podía soportar era la reiteración. No sé por qué, pero empecé a verme a mí misma como una sombra repetida dentro de esa reiteración.
Entonces, un día se lo propuse a mi marido. ¿Por qué no hacíamos un viaje, para cambiar de aires?
—¿Un viaje? —dijo el hombre de hielo. Me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Y por qué diablos quieres ir de viaje? ¿Acaso no eres feliz aquí conmigo?
—No se trata de eso —le dije—. Yo soy feliz. Entre nosotros no hay ningún problema. Pero me aburro. Quiero ir lejos y ver algo que no haya visto nunca. Respirar un aire que no haya respirado jamás. ¿Lo entiendes? Además, todavía no hemos ido de luna de miel. Tenemos dinero ahorrado, a ti te deben un montón de días de vacaciones. Creo que éste es el momento ideal para marchamos tranquilamente de viaje.
El hombre de hielo lanzó un suspiro tan profundo que casi parecía congelado. El suspiro cristalizó en el aire de una manera audible. Cruzó sobre las rodillas sus largos dedos cubiertos de escarcha.
—Bueno, pues si a ti te apetece ir de viaje, yo no tengo nada que objetar. A mí no me parece muy buena idea, la verdad. Pero, en fin, si eso te hace feliz, estoy dispuesto a marcharme, iré a donde tú quieras. En el almacén, si las pido, creo que podré tomarme unas vacaciones. Hasta ahora he trabajado muy duro. Dudo que haya algún problema. Por cierto, ¿ya has pensado adónde te gustaría ir?
—¿Qué te parece ir al Polo Sur? —le dije.
Lo elegí pensando que, haciendo tanto frío, seguro que a él le interesaría ir. Además, a decir verdad, yo siempre había querido ir al Polo Sur. Quería ver la aurora boreal y los pingüinos. Me imaginé a mí misma cubierta con un abrigo de pieles con capucha, bajo la aurora boreal, mirando jugar a los pingüinos.
Cuando lo oyó, el hombre de hielo clavó sus ojos en los míos. Fijamente, sin parpadear. Y, como un afilado carámbano de hielo, me atravesó los ojos hasta llegar al fondo de mi cerebro. Él permaneció unos instantes reflexionando en silencio, pero al final, con voz sorda, me dijo que le parecía bien.
—De acuerdo, si tú quieres ir al Polo Sur, vayamos al Polo Sur. ¿Estás segura de que es ése el lugar al que prefieres ir?
Asentí.
—Creo que, dentro de dos semanas, podré tomarme unas vacaciones. Imagino que te dará tiempo de prepararlo todo para el viaje. ¿Estás de acuerdo? ¿Seguro?
No pude responder de inmediato. Porque notaba la cabeza fría y embotada debido a aquella mirada, tan fija, parecida a un carámbano, que me había lanzado el hombre de hielo.
Sin embargo, con el paso del tiempo empecé a arrepentirme de haberle propuesto a mi marido ir de viaje al Polo Sur. No sé por qué. Pero tenía la sensación de que, en cuanto yo acabé de pronunciar las palabras «Polo Sur», algo había cambiado en su interior. Los ojos de mi marido eran dos carámbanos mucho más agudos que antes, su aliento era mucho más blanco que antes, sobre sus dedos había mucha más escarcha que antes. Se volvió mucho más taciturno que antes, mucho más obstinado que antes. Dejó de comer por completo. Todo eso me causó una enorme inquietud. Cinco días antes de partir me decidí a pedírselo. Que abandonáramos la idea de ir al Polo Sur. Pensándolo bien, hacía demasiado frío allí y eso no sería bueno para la salud, le dije. He pensado que sería mejor que fuéramos a otro lugar más normal. Europa estaría muy bien. Podríamos ir a España, por ejemplo, a descansar. A beber vino, comer paella y ver corridas de toros. Pero mi marido hizo oídos sordos a lo que yo decía. Permaneció unos instantes con la mirada clavada a lo lejos. Luego me miró. Me miró fijamente a los ojos. Su mirada era tan profunda que sentí como si mi cuerpo fuera desapareciendo gradualmente. Yo no quiero ir a España, dijo mi marido, el hombre de hielo, con voz resuelta. Lo siento, pero en España hace demasiado calor para mí, y hay demasiado polvo. La comida es demasiado picante. Además, ya hemos adquirido los dos billetes para ir al Polo Sur. Incluso ya te has comprado un abrigo de pieles y unas botas forradas para el viaje. No podemos tirar todo eso. Ahora tenemos que ir allí.