Sauce ciego, mujer dormida (31 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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A veces entraba en aquella habitación y permanecía allí, distraído, sin hacer nada. Durante una o dos horas se quedaba sentado en el suelo, con la vista clavada en las paredes vacías. Allí estaban las sombras de las sombras de la muerta. Sin embargo, con el paso del tiempo dejó de poder recordar lo que antes había en el cuarto. El recuerdo de aquellos colores y olores se fue borrando. Incluso la emoción tan viva que un día lo embargó reculó fuera del reino de la memoria, como si se hubiera acobardado. Los recuerdos fueron cambiando de forma despacio, como la neblina agitada por el viento, y cada vez que cambiaban de forma iban palideciendo un poco más. Ahora eran ya las sombras de las sombras de las sombras. Lo único que aún podía percibir era la sensación de pérdida dejada por algo que había existido. A veces ni siquiera lograba recordar con claridad el rostro de su esposa. Pero, de vez en cuando, se acordaba de aquella mujer desconocida que, en aquella habitación, había derramado lágrimas mirando los vestidos que había dejado atrás su difunta esposa. Recordaba su cara anodina, los zapatos de charol gastados. Y aquel sollozo revivía en su memoria. No quería acordarse de ello pero no podía evitar que le volviera una y otra vez a la cabeza. Ahora que había ido olvidando tantas cosas iba a acordarse, ni más ni menos, que de una mujer de quien ni siquiera recordaba el nombre.

Dos años después de la muerte de la esposa de Tony Takitani, murió de cáncer de hígado Shôzaburô Takitani. Pese a tratarse de cáncer, no fue una muerte muy dolorosa y pasó poco tiempo en el hospital. Se fue muriendo como si estuviera conciliando el sueño. También, en este sentido, la suerte le sonrió hasta el final. Aparte de algún dinero en metálico y algunas acciones, no dejó nada que pudiera llamarse fortuna. Lo único que quedó de él como recuerdo fue su instrumento musical y una enorme colección de viejos discos de jazz. Tony Takitani los puso, dentro de las mismas cajas en que los había traído, sobre el suelo del ropero. Como olían a moho, tenía que abrir periódicamente la ventana para ventilar la habitación. Exceptuando esas ocasiones, jamás ponía los pies en el cuarto.

Y así transcurrió un año. Sin embargo, a él le fue molestando cada vez más tener bajo su techo aquel enorme montón de discos. Por el mero hecho de pensar que estaban allí sentía que le faltaba el aire. Se despertaba a medianoche y era incapaz de volver a conciliar el sueño. Los recuerdos eran poco nítidos. Pero todavía estaban allí, con todo el peso que deben tener.

Llamó a una tienda de discos de segunda mano y les pidió que tasaran la colección. Como había muchos discos valiosos que ya no se grababan desde hacía mucho tiempo, le reportó un buen dinero. Una cifra suficiente para poder adquirir un coche pequeño, pero eso, a él, no le importaba.

Cuando aquel montón de discos desapareció, Tony Takitani se quedó, entonces sí, completamente solo.

Conitos

Estaba hojeando distraídamente el periódico de la mañana cuando, en una esquina, descubrí el siguiente anuncio: «Famosos Pasteles Conitos. Concurso para la creación de los Nuevos Conitos. Gran sesión informativa». No tenía ni idea de qué diablos eran aquellos Conitos. Pero lo de «famosos pasteles» hacía suponer que se trataba de algún tipo de dulce. Yo soy un poco quisquilloso en lo que a los dulces se refiere. Y, como no tenía nada que hacer, decidí asomar las narices por la «gran sesión informativa».

La «gran sesión informativa» se celebraba en el salón de un hotel e incluso ofrecían té y pasteles. Los pasteles eran, ¡cómo no!, Conitos. Probé uno, pero su sabor no me entusiasmó precisamente. Lo encontré empalagoso y la corteza me pareció demasiado reseca. No podía creer que a los jóvenes de mi generación les gustara un dulce semejante.

Sin embargo, a la sesión informativa únicamente se presentaron chicos de mi edad, o incluso más jóvenes. A mí me asignaron el número 952 y, después, llegaron todavía unas cien personas más; es decir, que debieron de asistir a la reunión más de mil personas. Lo que no es poco.

A mi lado estaba sentada una chica de unos veinte años, llevaba unas gafas de muchas dioptrías. No era guapa, pero parecía tener buen carácter.

—Oye, ¿tú habías comido alguna vez Conitos? —le pregunté.

—Pues, claro —respondió ella—. Son muy famosos.

—Sí, pero no valen mucho la pe… —La chica me dio una patada en la espinilla y no me dejó acabar la frase. Los individuos a mi alrededor me lanzaron una mirada despectiva. ¡Qué mal ambiente! Pero yo puse cara de inocencia tipo Pooh, el osito barrigón, y dejé pasar la tormenta.

—¿Tú eres tonto o qué? —me susurró la chica al oído poco después—. ¿Cómo se te ocurre venir aquí a criticar los Conitos? Mira que si te agarran los Cuervos Conitos, no sales de ésta con vida.

—¿Los Cuervos Conitos? —grité sorprendido—. ¿Y qué son…?

—¡Chist! —dijo la chica. La sesión informativa ya había empezado.

La abrió el presidente de «Confiterías Conitos» para hablar de la historia de los Conitos. Según uno de aquellos relatos de verdad incierta debías remontarte a la Era Heian
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para encontrar a no sé quién que hizo no sé qué a resultas de lo cual nació el primer Conito. El hombre llegó a decir que en el Kokinshû
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figuraba un poema sobre los Conitos. Al oír semejante barbaridad estuve a punto de echarme a reír, pero, a mi alrededor, todo el mundo escuchaba con una cara tan seria que me contuve. También influyó el miedo que me inspiraban los Cuervos Conitos.

La explicación del presidente de la compañía se alargó durante una hora. Aburridísima. Lo único que quería decir era, en definitiva, que los Conitos eran pasteles con historia. Pues podía haber acabado con una sola línea.

Luego, salió el director general y nos informó sobre el concurso para la creación del nuevo producto. Ni siquiera los Conitos, unos pasteles famosos en todo el país que se enorgullecían de su larga historia, podían prescindir de la incorporación de savia nueva que hiciera posible un desarrollo dialéctico apto para responder a las exigencias de las distintas generaciones. Eso sonaba muy bien, pero lo que quería decir, en definitiva, era que el gusto de los Conitos estaba pasado de moda y que habían bajado las ventas, por lo cual querían ideas nuevas de la gente joven. Podía haberlo dicho así, tal cual.

Al terminar nos dieron las bases del concurso. Elaborar un pastelito tomando como base los Conitos y presentarlo al cabo de un mes. El importe del premio ascendía a dos millones de yenes. Con esos dos millones podía casarme con mi novia y mudarme a un apartamento nuevo.

Y decidí hacer el Nuevo Conito.

Tal como he dicho antes, soy un poco quisquilloso en lo que respecta a los dulces. Pasteles de
anko
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, crema u hojaldre, puedo prepararlos de todos los tipos imaginables. Para mí era pan comido hacer en un mes el Nuevo Conito de la Edad Contemporánea. El día en que expiraba el plazo hice dos docenas de Conitos y los llevé a Confiterías Conitos.

—¡Mmm! ¡Qué buena pinta tienen! Parecen buenísimos —me dijo la chica de recepción.

—Son buenísimos —aseguré yo.

Un mes después recibí una llamada de Confiterías Conitos diciendo que me personara en la empresa al día siguiente. Me puse una corbata y salí para allá. Hablé con el director general en la sala de visitas.

—El pastel Nuevo Conito que usted ha presentado ha tenido una excelente acogida en la compañía —dijo el director—. Ha recibido muy buenas críticas, especialmente, ¡ejem!, entre el sector joven de la empresa.

—Muchas gracias —le dije.

—Por otra parte, ¡ejem!, entre los miembros de más edad hay quien dice que su pastel no es un Conito. En definitiva, ¡ejem!, que cabe hablar de confrontación de ideas.

—¡Ah! —dije. No tenía ni idea de adónde quería ir a parar.

—En consecuencia, la junta directiva ha acordado pedirles la opinión a los señores Cuervos Conitos.

—¡Los Cuervos Conitos! —exclamé—. ¿Y qué son los Cuervos Conitos?

El director general me miró con expresión atónita.

—¿Usted se ha presentado al concurso sin saber quiénes son los señores Cuervos Conitos?

—Lo siento mucho. Nunca me entero de qué va el mundo.

—¡Menudo problema! —exclamó el director y sacudió la cabeza—. Conque ni siquiera conoce a los señores Cuervos Conitos… Bueno, ¡en fin!, sígame.

Salí de la habitación en pos de él, caminé por el pasillo, subí al sexto piso en ascensor y, luego, avancé por otro pasillo. Al fondo había un gran portalón de hierro. Cuando el director llamó al timbre, apareció un fornido guarda y, después de pedirle al director que se identificara, dio la vuelta a la llave y nos abrió la gran puerta. Unas medidas de seguridad extremas.

—Aquí dentro se encuentran los señores Cuervos Conitos —me explicó el director—. Los señores Cuervos Conitos son una familia de cuervos especiales que vienen alimentándose exclusivamente de Conitos desde tiempos inmemoriales.

Sobraba cualquier otra explicación. Dentro de la estancia, había más de cien cuervos. Se trataba de una habitación vacía, parecida a un almacén, de más de cinco metros de altura, con un montón de palos horizontales que iban de pared a pared y en los que estaban posados, unos al lado de otros, los Cuervos Conitos. Eran más grandes que los cuervos ordinarios y los mayores debían de medir un metro de largo. Incluso los más pequeños alcanzaban los sesenta centímetros. Al fijarme bien descubrí que no tenían ojos. En lugar de eso, sólo tenían pegado un bulto blanco de grasa. Además, sus cuerpos estaban tan embotados que parecían a punto de reventar.

Al oírnos entrar, los Cuervos Conitos empezaron a graznar a coro mientras batían las alas. Al principio creí que eran simplemente graznidos, pero cuando se me habituó el oído, comprendí que gritaban: «¡Conitos! ¡Conitos!». Sólo de mirar a aquellos pajarracos se te helaba la sangre en las venas.

El director sacó algunos Conitos de una caja que llevaba y los fue arrojando al suelo. Cien cuervos se abalanzaron a la vez sobre los pasteles. Y en su búsqueda desesperada de Conitos se daban picotazos los unos a los otros en las patas, incluso en los ojos. ¡Uf! ¡Con razón se habían quedado ciegos!

Acto seguido, el director fue esparciendo por el suelo unos pasteles, parecidos a los Conitos, que sacó de otra caja.

—Mire. Éstos son los pasteles de uno de los participantes que ha sido eliminado del concurso.

Los cuervos se arrojaron, como antes, sobre los pasteles, pero en cuanto se dieron cuenta de que no eran Conitos los vomitaron y empezaron a graznar con irritación. Gritaban:

—¡Conitos!

—¡Conitos !

—¡Conitos!

Sus graznidos retumbaban en el techo hasta clavarse en los oídos.

—¡Mire! Sólo comen Conitos auténticos —dijo el director, convencido—. Las imitaciones ni las tocan.

—¡Conitos!

—¡Conitos!

—¡Conitos!

—Y, ahora, vamos a ofrecerles los pasteles que usted ha elaborado. Si se los comen, será usted elegido. Si no se los comen, será usted eliminado.

«¡A ver cómo va!», pensé inquieto. No sé por qué, pero tenía un mal presentimiento. Era un error hacerles decidir a aquellos bichos el resultado del concurso. Pero el director, haciendo caso omiso de mis opiniones, esparció profusamente por el suelo los Nuevos Conitos que yo había presentado a concurso. Los cuervos volvieron a abalanzarse sobre los pasteles. Y, acto seguido, empezó el jaleo. Algunos cuervos se los comían satisfechos, otros los escupían gritando: «¡Conitos!». A continuación, los cuervos que no habían podido coger ninguno clavaban excitadísimos el pico en la garganta de los que se los acababan de tragar. La sangre se esparcía por todas partes. Un cuervo cogió el pastel que otro había vomitado, pero otro cuervo gigantesco, al grito de «¡Conitos!», lo atrapó y le abrió el vientre en canal. Y, de este modo, empezó una batalla sin cuartel. La sangre llamaba a la sangre, el odio llamaba al odio. Se trataba sólo de unos insignificantes pasteles, pero éstos lo eran todo para los cuervos. Para ellos era cuestión de vida o muerte si los Conitos eran auténticos o no.

—¡Mire lo que ha conseguido! —le espeté al director—. Arrojárselos de ese modo, tan de repente, ha sido un estímulo demasiado poderoso.

Luego salí solo de la estancia, bajé en ascensor y abandoné el edificio de Confiterías Conitos. Perder los dos millones de yenes era una verdadera lástima, pero no quería ni oír hablar de vivir el resto de mis días acompañado de unos pajarracos como aquéllos.

Yo sólo hago la comida que yo quiero comer y me la como yo. Y los cuervos; ¡que se mueran todos pegándose picotazos los unos a los otros!

El hombre de hielo

Me casé con un hombre de hielo.

Encontré al hombre de hielo en el hotel de unas pistas de esquí. Es posible que aquél fuera el lugar más indicado para conocerlo. En el vestíbulo de aquel bullicioso hotel, atestado de gente joven, el hombre de hielo estaba solo, leyendo tranquilamente un libro en el rincón más alejado de la estufa. Ya casi era mediodía, pero a mí me dio la impresión de que la límpida y fría luz de la mañana todavía seguía brillando sólo a su alrededor.

—¡Mira! Aquél es el hombre de hielo —me susurró una amiga. Pero yo, entonces, no tenía la menor idea de qué era un hombre de hielo. Tampoco mi amiga lo tenía muy claro. Lo único que sabía era que se llamaba de ese modo.

—Seguro que está hecho de hielo. De ahí le debe de venir el nombre —me dijo ella con una expresión muy seria. Como si hablara de algún fantasma o de alguna víctima de una enfermedad contagiosa.

El hombre de hielo era alto y sus cabellos, a ojos vista, rígidos. De cara parecía joven, pero su pelo, tieso como el alambre, estaba entreverado de algo blanco como la nieve cuajada en el suelo. Sin embargo, dejando eso aparte, su aspecto no difería apenas del de un hombre normal. No se le podía llamar guapo, pero, según cómo te lo miraras, tenía un aire muy atractivo. Había algo punzante en él que se te clavaba muy hondo en el corazón. Y ese algo residía, especialmente, en su mirada. En sus ojos silenciosos y transparentes que centelleaban como un carámbano en una mañana de invierno. Aquellos ojos parecían poseer un destello de vida verdadera dentro de un cuerpo transitorio. Permanecí unos instantes allí de pie, contemplando desde lejos al hombre de hielo. Pero él no alzó la cabeza ni un solo instante. Siguió leyendo el libro, inmóvil, sin hacer ningún movimiento. Como si estuviera convenciéndose a sí mismo de que estaba completamente solo.

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