Me admiró la gran diversidad de deseos que hay en este mundo. Jamás me había parado a pensar qué tipo de personas hacen mapas y qué les motivaba a ello. Pero me extrañaba que una persona que tartamudeaba cada vez que pronunciaba la palabra «mapa» quisiera entrar en el Instituto Nacional de Geografía. A veces tartamudeaba y a veces no, pero cuando se trataba de la palabra «mapa» tartamudeaba con toda seguridad el cien por cien de las veces.
—¿Qué es-estudias? —me preguntó.
—Teatro —contesté.
—¿O sea que haces teatro?
—No. No hago teatro. Se trata de leer obras de teatro, de investigar. Ya sabes, Racine, Ionesco, Shakespeare…
Repuso que, aparte de Shakespeare, no había oído hablar jamás de los otros autores. Tampoco yo los conocía casi. Sólo que figuraban en el índice de materias del curso.
—Bu-bueno, sea como sea, eso es lo que te gusta —dijo.
—No especialmente —repuse.
Mi respuesta le desconcertó. Y, cuando se desconcertaba, su tartamudeo se agravaba. Me sentí culpable.
—Me daba igual una cosa que otra —le expliqué—. Filosofía india, historia de Asia, me era lo mismo. Al final elegí teatro un poco por casualidad. Sólo eso.
—No lo entiendo —dijo—. En mi caso, me gustan los mapas y, por eso, estudio mapas. Por eso he entrado en la Universidad de Tokio y mis padres hacen lo que pueden y me envían dinero. Pero tú dices que a ti no te pasa lo mismo que a mí…
Su argumento era más lógico que el mío, así que desistí de seguir dándole explicaciones. Luego nos jugamos a suertes qué litera usaría cada uno. A mí me tocó la de arriba y a él la de abajo.
Él vestía siempre camisa blanca y pantalones negros. Llevaba la cabeza rapada, era alto, de pómulos marcados. Para ir a la universidad se ponía siempre el uniforme de estudiante. Tanto los zapatos como la cartera los llevaba negrísimos. Tenía toda la pinta de ser un estudiante de derechas y eso es lo que le parecía a la mayoría de gente que lo rodeaba, pero lo cierto es que no le interesaba en absoluto la política. Le daba pereza elegir la ropa y, en consecuencia, vestía siempre así. Su interés se limitaba a las transformaciones de la línea costera, a la construcción de un nuevo túnel de ferrocarril, a ese tipo de cosas. Cuando empezaba a hablar de esos temas, podía pasarse una o dos horas tartamudeando y encallándose, hasta que yo acababa soltando un alarido o me dormía.
Cada mañana se levantaba a las seis. Usaba el «Que tu reinado…» como despertador. Así que no puede decirse que aquella ceremonia ostentosa de izamiento de la bandera no sirviera para nada. Se vestía, iba al baño y se lavaba la cara. Tardaba mucho rato, tanto que yo me preguntaba si se quitaba los dientes y se los lavaba uno por uno. Cuando volvía a la habitación, alisaba con esmero las arrugas de la toalla y la ponía a secar sobre el radiador, depositaba el cepillo de dientes y el jabón en la repisa. Luego encendía la radio y empezaba su sesión de gimnasia radiofónica.
Yo solía acostarme tarde y, además, tenía el sueño pesado, así que por más que empezara la gimnasia de la radio, yo seguía durmiendo como si nada. Sin embargo, cuando llegaba la parte de los saltos, siempre me despertaba asustado. Porque cada vez que brincaba en realidad, daba unos saltos enormes, mi cabeza subía y bajaba unos cinco centímetros de la almohada. Y así no había quien durmiera.
—Perdona —le dije al cuarto día—. ¿No podrías hacer la gimnasia en la azotea? Es que me despiertas.
—No puede ser —replicó—. Si la hago en la azotea, los del tercer piso se quejarán. Como nosotros estamos en la planta baja, no molestamos a nadie.
—Entonces hazlo en el patio.
—Tampoco puede ser en el patio. Como no tengo transistor, no puedo escuchar la música. Y, sin la música, no puedo hacer la gimnasia de la radio.
Lo cierto era que su radio tenía que enchufarse y, por otro lado, la mía, que sí era transistor, sólo sintonizaba FM.
—Entonces, lo siento, pero puedes bajar el volumen de la radio y suprimir la parte de los saltos.
—¿Saltos? —repitió asombrado—. ¿Saltos? ¿Y eso qué es?
—Saltos son saltos. Levantar una pierna y otra, saltar…
—De eso no hay.
Empezó a dolerme la cabeza. Sentí que tanto me daba una cosa como otra. Pero ya que había sacado el tema a colación, decidí que lo mejor era zanjarlo. Y, tarareando la música de apertura del programa radiofónico de gimnasia de la cadena de televisión NHK, empecé a dar saltos en el suelo.
—¡Mira! Es esto. Hay, ¿no?
—Sí que los hay. No me había dado cuenta.
—Así pues —proseguí—, quiero que te saltes esta parte. El resto lo soportaré.
—Imposible —me dijo con la mayor naturalidad del mundo—. No puedo saltarme ninguna parte. Hace diez años que hago lo mismo. En cuanto empiezo, me sale una cosa tras otra. Pero si me saltara una parte, no me saldría nada.
—Entonces no hagas nada.
—No está bien que hables de este modo. No puedes ir dando órdenes a la gente.
—No te estoy ordenando nada. Sólo que yo quiero dormir, como mínimo, hasta las ocho. Y si tengo que levantarme antes, me gusta despertarme solo. No como si tuviera que empezar una carrera de obstáculos. Sólo eso. ¿Lo entiendes?
—Sí, lo entiendo —dijo.
—Entonces, ¿cómo podemos solucionarlo?
—¿Por qué no te levantas y hacemos gimnasia los dos juntos?
Resignado, volví a dormirme. Y él continuó haciendo gimnasia todos los días sin saltarse ni uno.
Naoko soltó una risita cuando le conté el incidente de la gimnasia radiofónica con mi compañero de habitación. No se lo había contado con la intención de divertirla, pero al final me reí con ella. Aunque su risa duró un instante, hacía mucho tiempo que no la veía reír. Naoko y yo nos habíamos apeado en la estación de Yotsuya e íbamos andando por el malecón paralelo a la vía, en dirección a Ichigaya. Era una tarde de domingo de mediados de mayo. Por la mañana había llovido, antes de mediodía la lluvia había cesado y, en ese momento, el viento del sur barría los grises y pesados nubarrones que cubrían el cielo. Las hojas de los cerezos, de un fresco color verde, se mecían al viento y reflejaban los destellos de los rayos del sol. La luz solar ya contenía el olor de principios de verano. Las personas con quienes nos cruzábamos se habían quitado los jerséis y las chaquetas y los llevaban sobre los hombros. En la pista de tenis, un hombre joven blandía la raqueta vestido con unos sucintos pantalones cortos. El borde metálico de la raqueta despedía destellos bajo el sol de la tarde.
Únicamente dos monjas sentadas en un banco, la una al lado de la otra, vestían con pulcritud sus negros hábitos invernales. Aunque ambas charlaban muy animadas, sus figuras anunciaban que el verano aún quedaba lejos.
Tras quince minutos de caminata tenía la camisa bañada en sudor. Me quité la gruesa camisa de algodón y me quedé en camiseta. Naoko se había arremangado hasta los codos la chaqueta de su chándal de color perla. La prenda había adquirido una bonita tonalidad al desteñirse a fuerza de lavados. Tenía la impresión de haber visto a Naoko enfundada en un chándal parecido mucho tiempo atrás, pero tal vez me equivocara. Eran muchas las cosas que no lograba recordar. Me parecía que todo había sucedido en un pasado remoto.
—¿Es divertido vivir con otra gente? —me preguntó.
—Todavía no lo sé. Llevo poco tiempo.
Ella se detuvo delante de una fuente, bebió un sorbo de agua, se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se secó los labios. Luego se agachó y se anudó los cordones de las zapatillas de tenis.
—¿Crees que yo también podría vivir así?
—¿Con otra gente?
—Sí —dijo Naoko.
—No lo sé. Hay más cosas molestas de lo que parece. Reglas muy estrictas, o la gimnasia matutina, por ejemplo.
—Claro —asintió ella y, durante unos instantes, pareció darle vueltas a algo. Luego me clavó la mirada. Sus ojos eran increíblemente cristalinos. No me había dado cuenta de que tuviera una mirada tan clara. De una transparencia tan especial que asombraba a quien la miraba. Parecía que estuvieras contemplando el cielo.
—Pero a veces no, ¿verdad? Es decir… —Al pronunciar estas palabras, aún con la mirada clavada en la mía, se mordió los labios—. No sé, da igual.
Así acabó la conversación. Ella volvió a reemprender la marcha.
Hacía medio año que no la veía. Durante ese medio año, Naoko había adelgazado tanto que apenas la reconocí. La carne había desaparecido de las mejillas antes rollizas que la caracterizaban, y su nuca se había afinado. Sin embargo, no se la veía huesuda. Estaba mucho más hermosa de lo que recordaba. Estuve a punto de decírselo, pero no supe cómo y, al final, me callé.
No habíamos ido a Yotsuya por nada en concreto. Nos habíamos encontrado por casualidad en un tren de la línea Chûo. Ni ella ni yo teníamos planes. Naoko propuso que nos apeáramos del tren y así lo hicimos. Y casualmente era la estación de Yotsuya. No teníamos nada especial que decirnos. No entendía por qué Naoko me había propuesto ir juntos. Desde un principio, ya no teníamos ningún tema de conversación.
En cuanto salimos de la estación, ella empezó a andar, resuelta, sin decir una palabra. Yo la seguí. Manteniendo un metro de distancia. Andaba todo el tiempo mirándole la espalda. De cuando en cuando se volvía y me decía algo. A veces era capaz de darle una respuesta adecuada; otras, no tenía ni idea de qué contestarle. Y otras ni siquiera entendía lo que me estaba diciendo. Pero a ella parecía importarle muy poco si la oía o no. Cuando acababa de expresar lo que pensaba, volvía a darme la espalda y reemprendía la marcha en silencio.
En Lidabashi giró hacia la derecha, cruzó el foso, atravesó el cruce de Jinbochô, subió la cuesta de Ochanomizu y llegó a Hongô. Después prosiguió hasta Komagome bordeando la línea férrea. Un itinerario nada desdeñable. Cuando llegamos a Komagome, el sol ya se había puesto.
—¿Dónde estamos? —preguntó Naoko.
—En Komagome —dije—. Hemos dado una vuelta enorme.
—¿Y cómo es que hemos venido hasta aquí?
—Has sido tú quien me ha traído. Yo me he limitado a seguirte.
Entramos en una
soba-ya
[20]
que había cerca de la estación y tomamos un tentempié. Desde que pedimos la comida hasta que acabamos de comer no dijimos una palabra. Yo estaba agotado por la caminata, me sentía como si me hubiesen descuartizado; ella se hallaba sumida de nuevo en sus reflexiones.
—Estás en forma, ¿eh? —le dije al acabar de comer.
—¿Sorprendido?
—Pues sí.
—En el instituto era corredora de fondo. Además, como a mi padre le gusta el montañismo, cuando era pequeña, todos los domingos me llevaba con él de excursión. Por eso tengo las piernas fuertes.
—Pues no lo parece.
Ella rió.
—Te acompaño a casa —le dije.
—No hace falta —dijo ella—. Puedo volver sola. No te preocupes.
—No me importa acompañarte.
—No, de veras. No hace falta. Estoy acostumbrada a regresar sola.
A decir verdad, se me quitó un peso de encima al oírla. En tren se tardaba más de una hora para ir a su casa, y no me apetecía nada pasarme todo ese tiempo sentado a su lado en silencio. Al final, ella regresó sola. A cambio, yo pagué la comida.
—Oye, si quieres…, si no te va mal…, si no fuese una molestia…, podríamos vernos otra vez. Ya sé que no tengo ningún derecho a proponértelo, pero… —me dijo en el momento de separarnos.
—¿Derecho? —me extrañé—. ¿A qué te refieres con «derecho»?
Ella enrojeció. Tal vez se hubiera dado cuenta de mi asombro.
—No sé explicarlo —comentó en tono de disculpa. Se subió las mangas del chándal hasta los codos y volvió a bajárselas. La luz de la lámpara confería un bonito color dorado al suave vello de sus brazos—. No es «derecho» lo que quería decir. Es otra cosa muy distinta.
Naoko hincó los codos en la mesa, cerró los ojos y buscó las palabras apropiadas. Pero no las halló.
—No importa —dije.
—No puedo hablar bien —me explicó Naoko—. Últimamente me pasa mucho. De verdad que no puedo hablar bien. Cuando intento decir algo, sólo se me ocurren palabras que no vienen a cuento. Que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y, si intento corregirlo, me lío más aún, y más equivocadas son las palabras. Y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviese el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuviesen jugando a perseguirse. La sensación es ésa. En medio hay una columna muy gruesa, ¿sabes?, y las dos partes van dando vueltas a su alrededor jugando a perseguirse. Una parte de mí tiene la palabra adecuada, pero la otra parte nunca puede atraparla de ninguna de las maneras.
Naoko depositó ambas manos sobre la mesa y me clavó la mirada.
—¿Entiendes lo que quiero decir?
—Esto, en mayor o menor medida, nos sucede a todos —respondí—. Y nos impacientamos cuando no encontramos las palabras apropiadas.
Naoko pareció decepcionada por mi comentario.
—No era eso —repuso, pero no añadió nada más.
—No me importa quedar contigo —dije—. Los domingos nunca tengo nada que hacer, y andar es bueno para la salud.
Nos separamos en la estación. Yo le dije adiós y ella también me dijo adiós.
Conocí a Naoko durante la primavera de mi segundo año de bachillerato. Ella tenía mi misma edad y estudiaba en un exclusivo colegio de monjas. Me la presentó un muy buen amigo mío que salía con ella. Los dos eran compañeros de juegos, se conocían desde primaria, y sus casas quedaban a menos de doscientos metros la una de la otra.
Al igual que muchas parejas que han crecido juntas, no sentían grandes deseos de estar a solas. Se visitaban con frecuencia en sus respectivas casas, salían a cenar con la familia del uno o del otro. A mí me habían invitado a varias citas dobles. Pero mis amores nunca cuajaban, así que empezamos a salir los tres: mi amigo, ella y yo. Era lo más cómodo y lo que mejores resultados daba. Ocupábamos las siguientes posiciones: yo era el invitado, mi amigo, el anfitrión talentoso, y Naoko compartía el papel estelar como ayudante.
Él sabía muy bien cómo llevarlo. Ciertamente tenía una vena sarcástica, pero en esencia era una persona amable y justa. Hablaba y bromeaba con Naoko y conmigo de manera equitativa. Si uno de los dos permanecía largo rato callado, sabía cómo sacarle las palabras. Tenía la capacidad de analizar al instante la atmósfera del lugar y de adaptarse a ella. Además, tenía el talento de sacar a relucir las partes interesantes de la charla de un interlocutor que no lo era tanto. Cuando hablaba con él, a veces me daba la impresión de llevar una vida de lo más interesante.