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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

Sauce ciego, mujer dormida (37 page)

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Aquella noche me acosté con ella. No sé si fue lo correcto o no. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Hacía mucho tiempo que no me acostaba con una mujer. Y para ella fue la primera vez. Le pregunté que por qué no se había acostado con él. Pero nunca debí preguntárselo. No me respondió. Apartó los brazos de mi cuerpo, me dio la espalda y se quedó contemplando la lluvia al otro lado de la ventana. Yo me fumé un cigarrillo con la mirada clavada en el techo.

Por la mañana había escampado. Ella dormía dándome la espalda. O quizá no hubiese dormido en toda la noche. Pero eso daba igual. La envolvía el mismo silencio que el año anterior. Me quedé un rato con la vista clavada en su blanca espalda, pero, al final, resignado, me levanté de la cama.

Por el suelo estaban esparcidas las fundas de los discos. Sobre la mesa, medio pastel de cumpleaños hecho migas. Como si el tiempo se hubiera detenido de repente. Encima del pupitre había un diccionario y una tabla de verbos franceses. De la pared frente al pupitre colgaba un calendario. Sólo cifras, sin fotografías ni dibujo alguno. El calendario estaba inmaculado. Ni una nota, ni una señal.

Recogí mi ropa tirada a los pies de la cama y me vestí. La pechera de la camisa todavía estaba húmeda y fría. Acerqué el rostro; olía a ella.

En el bloc de notas que tenía encima del pupitre escribí: «Llámame pronto». Luego, salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado.

Una semana después aún no había llamado. En casa de Naoko no podía dejar ningún recado, así que le escribí una carta. Le expresé lo que sentía de la manera más sincera posible. «Hay muchas cosas que no entiendo todavía, pero estoy intentando comprenderlas. Necesito tiempo. No tengo ni la más remota idea de adónde estaré llegando en este momento. Pero intento no pensar demasiado seriamente en las cosas. Al pensar en serio, el mundo se vuelve demasiado incierto y, como consecuencia, es probable que acabes presionando a quien se halle a tu alrededor. Y yo no quiero obligar a nadie a nada. Tengo muchas ganas de verte. Pero, tal como he dicho antes, no sé si esto es lo correcto o no». Éste fue el contenido de la carta.

A principios de julio llegó la respuesta. Una carta corta.

«Por ahora he dejado mis estudios durante un año. Aunque diga “por ahora” es probable que no vuelva nunca más a la universidad. De hecho, la licencia por interrupción de estudios no ha sido más que un trámite. Mañana dejo mi apartamento. Quizá creas que ha sido una decisión precipitada, pero llevaba mucho tiempo pensando en hacerlo. Intenté hablarte varias veces de ello, pero me sentía incapaz de abordar el tema. Me daba miedo pronunciar estas palabras.

»No te preocupes por nada. Haya ocurrido algo o no haya ocurrido nada, así han ido las cosas. Quizá te hiera que hable de este modo. Si es así, lo siento. Lo único que trato de decirte es que no quiero que, por mi causa, te reproches nada. Yo soy la única responsable de todo. Durante todo este año lo he ido posponiendo y eso te ha ocasionado a ti muchas molestias. Tal vez hasta hoy.

»En las montañas de Kioto hay un buen sanatorio y he decidido instalarme allí por un tiempo. No es un hospital, es una institución mucho más abierta. Ya te lo contaré con más detalle en otra ocasión. Ahora no puedo escribir bien. Esta carta la he reescrito unas diez veces. Te estoy muy agradecida por haber permanecido a mi lado durante todo este año, tanto que no puedo expresarlo en palabras.

»Si pudiera volver a encontrarte de nuevo en algún otro lugar de este mundo incierto, tal vez pudiera, entonces sí, hablar como es debido.

»Adiós».

Releí la carta más de cien veces. Y cada vez que lo hacía me embargaba una tristeza insondable. Exactamente la misma que sentía cuando Naoko me miraba a los ojos sin apartar los suyos. Era incapaz de llevar a cuestas aquel sentimiento, no podía guardarlo en ninguna parte. Igual que el viento, no tenía contornos, ni peso. Ni siquiera podía investirme de él. La escena transcurría despacio ante mis ojos. Pero las palabras que se pronunciaban no llegaban a mis oídos.

Los sábados por la noche dejaba transcurrir el tiempo, como siempre, sentado en una silla del vestíbulo. Nadie iba a llamarme, pero ¿qué otra cosa debía hacer? Siempre fingía que estaba viendo en la televisión la retransmisión del partido de béisbol. Contemplaba el espacio inconmensurable que se abría entre el televisor y yo. Y yo dividía este espacio en dos, y luego volvía a partir otra vez el espacio por la mitad. Y repetía el proceso una y otra vez hasta que, al final, el espacio era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano.

A las diez apagaba el televisor, regresaba a mi habitación y me dormía.

A finales de mes, mi compañero de habitación me regaló una luciérnaga metida en un bote de café instantáneo. Dentro del bote había, aparte del insecto, unas briznas de hierba y agua. En la tapa se abrían unos cuantos agujeros para la ventilación. A la luz del día, parecía un vulgar insecto negro como los que se ven en las orillas de las charcas. Pero al mirarlo con atención advertías que se trataba, efectivamente, de una luciérnaga. Intentaba trepar por las resbaladizas paredes de cristal y, cada vez, se caía al fondo. Hacía mucho tiempo que no miraba una luciérnaga tan de cerca.

—Estaba en el jardín. En el ho-hotel que se encuentra aquí cerca, en ve-verano sueltan luciérnagas en el jardín para los clientes y é-ésta ha venido a parar aquí —me dijo embutiendo ropa y cuadernos en su bolsa de viaje.

Hacía ya varias semanas que habían empezado las vacaciones de verano. En la residencia sólo quedábamos él y yo. A mí no me apetecía volver a casa y él había hecho unas prácticas. Pero ahora que éstas habían terminado, se disponía a volver a su casa.

—Se la pue-puedes regalar a una chica. Se-seguro que le gustará —sugirió.

—Gracias —le dije.

Al caer la noche, en la residencia reinaba el silencio. La bandera había sido arriada de su mástil, las ventanas del comedor estaban iluminadas. Al quedar pocos estudiantes, se encendían sólo la mitad de las luces. El ala derecha permanecía a oscuras, la izquierda, iluminada. Con todo, llegaba un ligero olor a comida. Olor a estofado.

Tomé el bote de café con la luciérnaga y subí a la azotea. Estaba desierta. Una camisa blanca tendida en una cuerda, que alguien había olvidado recoger, se mecía con la brisa nocturna como si fuera la muda de algún animal. Trepé por la escalera metálica oxidada que había en un rincón de la azotea hasta lo alto de la torre del agua. El tanque cilíndrico aún estaba caliente tras haber absorbido durante todo el día el calor de los rayos de sol. Cuando me senté en aquel espacio reducido y me apoyé en la barandilla, una luna blanca, casi llena, flotaba en el cielo. A mi derecha se veían las luces de Shinjuku; a mi izquierda, las de Ikebukuro. Los faros de los coches formaban una vía de luz que discurría entre las calles. Un zumbido sordo, mezcla de varios sonidos, flotaba como una nube sobre la ciudad.

Dentro del bote, la luciérnaga brillaba con una luz mortecina. Sin embargo, la luz era demasiado débil, el tono demasiado pálido. Dentro de mis recuerdos, las luciérnagas despedían una luz mucho más nítida y brillante en la oscuridad de las noches de verano. Así tenía que ser.

Quizás aquélla estuviese débil, medio muerta. Agarré el bote por el borde y lo sacudí varias veces. La luciérnaga se golpeó contra la pared de cristal y, por un instante, levantó débilmente el vuelo. Pero su luz continuó siendo tan mortecina como antes.

Quizá me fallara la memoria. A lo mejor la luz no era, en realidad, tan vívida. Quizá sólo yo estuviese convencido de ello. O, tal vez, era porque, en aquel momento del pasado, la oscuridad que me rodeaba era muy profunda. No podía acordarme bien. Ni siquiera me acordaba de la última vez que había visto una luciérnaga.

Lo que sí recordaba era el murmullo del agua en la oscuridad de la noche. Era una vieja esclusa de ladrillo. Se abría y cerraba dando vueltas a una manivela. Era una corriente tan pequeña que las hierbas de la orilla ocultaban por completo la superficie del agua. Los alrededores estaban sumidos en la más completa oscuridad y sobre el estanque de la esclusa volaban cientos de luciérnagas. Los destellos de luz amarilla se reflejaban en la superficie del agua como chispas de fuego.

¿Cuándo debió de ser? ¿Y dónde?

No logro recordarlo bien.

Ahora todo se desplaza en el tiempo, se confunde en mi memoria.

Cerré los ojos y respiré hondo varias veces para serenarme. Al permanecer inmóvil con los ojos cerrados, me asaltó la sensación de que mi cuerpo iba a ser tragado, de un momento a otro, por las tinieblas del verano. Pensándolo bien, era la primera vez que subía a la torre del agua después de que se pusiera el sol. Se oía el viento con mayor claridad de la acostumbrada. Pese a no soplar con fuerza, dejaba a su paso un rastro sorprendentemente nítido. Despacio, tomándose su tiempo, la noche iba cubriendo la tierra. Las luces de la ciudad afirmaban su presencia brillando con intensidad, pero la noche iba afianzándose paso a paso.

Destapé el bote, saqué la luciérnaga y la deposité en un reborde que sobresalía unos tres centímetros del depósito. La luciérnaga no acababa de comprender dónde se encontraba en aquel momento. Dio una vuelta, tambaleándose, alrededor del perno y se subió a unos desconchones de pintura que parecían costras. De momento, avanzó hacia la derecha, se dio cuenta de que aquello era un callejón sin salida y viró de nuevo hacia la izquierda. Después se encaramó muy despacio a la cabeza del perno y se acurrucó allí. Permaneció inmóvil, como si hubiese exhalado el último suspiro.

Yo la observaba apoyado en la barandilla. Durante mucho rato, ni la luciérnaga ni yo hicimos el menor movimiento. El viento fluía entre nosotros como si fuera un río. Las incontables hojas del olmo susurraban en la oscuridad.

Esperé una eternidad.

Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Desplegó las alas como si se le hubiese ocurrido de repente y, un instante más tarde, ya estaba cruzando la barandilla y se sumergía en la envolvente oscuridad. Describió, ágil, un arco en torno al depósito, tal vez intentando recuperar el tiempo perdido y, tras permanecer unos instantes inmóvil observando cómo la línea de luz se extendía en el viento, voló hacia el este.

Aún después de que la luciérnaga hubiera desaparecido, el rastro de su luz permaneció largo tiempo en mi interior. Aquella pequeña llama, semejante a un alma que hubiese perdido su destino, siguió errando eternamente en la densa oscuridad de mis ojos cerrados. Alargué la mano repetidas veces hacia esa oscuridad. Pero no pude tocarla. Aquella tenue luz quedaba siempre más allá de las yemas de mis dedos.

Viajero por azar

Yo —Murakami— soy el autor de estos relatos. Las historias están, en su mayor parte, escritas en tercera persona, pero el narrador debe, en primer lugar, presentarse a sí mismo. De pie ante el telón, como en una antigua obra de teatro, va a pronunciar unas palabras introductorias, hacer una reverencia y retirarse. Intentaré ser breve. Permítanme, pues, abusar de su paciencia.

La razón por la cual he decidido mostrarme ahora es porque creo que es mejor que narre directamente unos «extraños sucesos» que me ocurrieron en el pasado. A decir verdad, mi vida es rica en este tipo de acontecimientos. Algunos de ellos poseen una significación especial y han ocasionado algún cambio, más o menos importante, en mi vida. Otros son insignificantes, triviales, y no han tenido la menor influencia —o, al menos, eso creo yo—.

Sin embargo, cuando relato, en una charla, alguna de las experiencias que me ha tocado vivir, la respuesta no suele ser positiva. La mayor parte de las veces, la reacción es tibia y la cuestión queda zanjada con una frase del tipo: «Ya. Esas cosas pasan». Mis vivencias nunca han animado la charla. Tampoco un «¡Oh! ¡A mí también me pasó algo parecido!» ha llevado la conversación al terreno personal. Y, como si fuera agua conducida hacia un canal equivocado, el tema que he sacado a colación va languideciendo, poco a poco, como absorbido por unas arenas sin nombre. Se produce un breve silencio. Luego alguien empieza a hablar de otra cosa distinta.

Primero me planteé la posibilidad de que fuera culpa de la manera de contarlo. Así que decidí escribirlo, como ensayo, en una revista. Quizá convertido en texto ganara interés. Pero, al parecer, nadie se creyó lo que estaba contando. «¡Anda! Eso es inventado, ¿verdad?», me dijeron en varias ocasiones. Como soy novelista, la gente tiende a creer que todo cuanto digo (escribo) es, en mayor o menor medida, una invención. Ciertamente, en el terreno de la ficción me invento historias sin recato (de hecho, éste es el papel de la ficción). Pero, cuando no me dedico a esta labor, no me voy sacando, porque sí, historias de la manga.

Por lo tanto, ahora me permito reservarme un poco de espacio para narrar brevemente, como preámbulo de los cuentos, algunas de las extrañas experiencias que he vivido. He decidido contar sólo hechos triviales, sin ninguna significación especial. Si empezara a relatar sucesos extraordinarios de esos que cambian la vida, necesitaría más de la mitad de las hojas de las que dispongo.

De 1993 a 1995 viví en Cambridge, en el estado de Massachusetts. Estaba en la universidad como escritor residente y escribía una larga novela titulada
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo
. En el Charles Hotel de Cambridge hay un club de jazz llamado Regattabar donde ofrecen a menudo conciertos de música en vivo. Es un club de jazz que tiene las dimensiones justas, con un ambiente muy tranquilo. En él suelen tocar músicos de renombre y no es demasiado caro.

En una ocasión actuaba allí el pianista Tommy Flanagan y su trío. Aquella noche, mi mujer tenía algo que hacer y fui a escucharlo solo. Tommy Flanagan es uno de mis pianistas de jazz preferidos. La mayoría de las veces, aparece como acompañante y su interpretación es cálida y profunda. Tan refinada como estable. Sus solos poseen una gran belleza. Me aposenté en una mesa al lado del escenario y me dispuse a disfrutar de la música mientras me tomaba una copa de Merlot californiano. Sin embargo, si se me permite expresar francamente mi parecer, aquella noche su interpretación distaba mucho de ser apasionada. Quizá no se encontrara en las condiciones físicas idóneas. O quizá fuera todavía demasiado pronto y no se había metido en el tema. No era, en absoluto, una mala actuación, pero carecía de ese algo que es capaz de transportar el corazón de quien la escucha a un lugar distinto. También se podría decir que le faltaba un toque de magia. Yo lo escuchaba pensando: «Ése no es Tommy Flanagan. Pero seguro que, de un momento a otro, nos muestra lo que sabe hacer».

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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