Sauce ciego, mujer dormida (17 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Era la primera noticia que tenía de que existiera una contraseña. Volví a sacar la postal del bolsillo, pero, efectivamente, no se mencionaba nada al respecto.

—Debe de habérsele olvidado —dije—. Las indicaciones para llegar hasta aquí tampoco eran exactas. En fin, ¿puede usted anunciarme a su superior? Creo que, si lo hace, todo se aclarará. Me han contratado para trabajar aquí a partir de hoy. Y su superior debe de saberlo. Anúncieme, se lo ruego.

—No, imposible. Para ello se necesita la contraseña —dijo él haciendo ademán de buscarse un paquete de tabaco en el bolsillo, pero el albornoz no tenía bolsillos, por desgracia. Le ofrecí un cigarrillo de los míos y le prendí fuego con el encendedor.

—¡Oh! Muchísimas gracias. Veamos… ¿Así que no se acuerda usted de nada que pudiera ser una contraseña?

Una pregunta inútil. ¿Cómo se me iba a ocurrir de repente una contraseña que no había oído ni visto jamás? Sacudí la cabeza.

—No piense que me gusta crearle dificultades. Pero los superiores, ¿sabe?, tienen sus propias ideas. Usted me comprende, ¿verdad? Yo no sé cómo es mi superior, jamás lo he visto. Pero a ese tipo de personas les gusta tener a los demás en un puño. Por favor, no se lo tome como algo personal.

—No, claro que no.

—¿Sabe? El tipo que estaba aquí antes que yo se compadeció de uno que había olvidado la contraseña y, a pesar de ello, lo anunció. ¿Y sabe qué ocurrió? Pues que lo despidieron. Despido inmediato. Un «mañana no hace falta que vengas» y a la calle. Y, como usted sabrá, hoy en día es muy difícil encontrar trabajo.

Asentí.

—Oiga, ¿y una pista? ¿No podría darme usted alguna pista?

Todavía apoyado en la pared, el hombre expulsó al aire el humo del cigarrillo.

—Eso también está prohibido.

—Bastaría con una pista pequeñita.

—Si, por una casualidad, lo descubrieran, me vería metido en un buen lío, ¿sabe usted?

—Yo me callaré. Y usted también. No veo cómo podrían enterarse —dije. Para mí, aquel asunto revestía una gran importancia. No pensaba claudicar a la primera.

Tras dudar unos instantes, el hombre me cuchicheó en voz muy baja:

—Mire usted. Es una sola palabra. Y es algo que tiene que ver con el agua. Cabe en la palma de la mano, pero no se come.

Ahora me tocaba a mí pensar.

—¿Y por qué letra empieza?

—Por la «S» —dijo.

—Salitre —aventuré.

—No —dijo él—. Tiene dos más.

—¿Dos más qué?

—Dos oportunidades más. Si falla, se acabó. Lo siento, pero me estoy exponiendo mucho al contravenir las normas tal como lo estoy haciendo. No puedo esperar horas y horas a que lo adivine.

—Agradezco mucho la oportunidad que me ofrece —dije yo—. ¿Pero no podría darme alguna pista más? Decirme cuántas letras tiene, por ejemplo.

El hombre puso cara hosca.

—A este paso, va a acabar pidiéndome que cante de plano.

—¡Cómo se le ocurre a usted eso! —exclamé—. No, claro que no. Me conformo con que me diga cuántas letras tiene.

—Nueve —respondió él suspirando con resignación—. Lo que me decía mi padre: «Dale a alguien la mano y te acabará cogiendo el brazo».

—Lo siento muchísimo, de veras —me disculpé.

—Vale. ¡Ahí va! Tiene nueve letras.

—Guarda relación con el agua, cabe en la palma de la mano y no se puede comer.

—Exacto.

—Y empieza por «S» y tiene nueve letras.

—Sí.

Me estrujé los sesos.

—Somorgujo —dije.

—Oiga, que los somorgujos se comen.

—¿De veras?

—Yo diría que sí. Claro que muy buenos no creo que estén —aventuró él, no muy convencido—. Y, además, no caben en la palma de la mano.

—¿Ha visto alguna vez un somorgujo?

—No —respondió él—. Yo, de pájaros, no entiendo. Yo he crecido en Tokio. Si me pregunta las estaciones de la línea Yamanote por orden, se las diré todas. Pero, somorgujos, jamás he visto uno. Ni siquiera sé qué pinta tienen.

Tampoco yo, claro está. No había visto uno solo en toda mi vida. Pero era el único animal de nueve letras que empezara con «S» que se me había ocurrido. La palabra «somorgujo» me había venido a la cabeza, así, por las buenas, en un acto reflejo.

—¡Somorgujo! —insistí. Hablé con decisión—: Los somorgujos de un palmo saben tan horrorosamente mal que ni siquiera los perros se los comen.

—¡Eh! ¡Oiga! ¡Espere un momento! —dijo él—. Usted podrá decir lo que quiera, pero la contraseña no es «somorgujo». Su razonamiento no es correcto.

—Pero si el somorgujo guarda relación con el agua, cabe en la palma de la mano y no se puede comer. Además, tiene nueve letras. Todo encaja.

—¡Que no! Su teoría falla.

—¿Y dónde? Si se puede saber.

—En que la contraseña no es «somorgujo».

—¿Cuál es entonces?

Se quedó unos instantes sin palabras.

—No se la puedo decir.

—Porque no existe —declaré yo con la mayor frialdad posible—. Aparte del somorgujo, no hay nada relacionado con el agua que quepa en la palma de la mano y que tenga nueve letras.

—Lo hay. Claro que lo hay —dijo él con voz llorosa.

—No.

—Sí.

—Usted no tiene ninguna prueba de que exista —dije—. Y, además, el somorgujo reúne todas las condiciones, ¿o no?

—Pero… Creo que cabe la posibilidad de que haya en alguna parte un perro al que le gusten los somorgujos de un palmo.

—Entonces, dígame de qué tipo de perro se trata y dónde puedo encontrarlo. Pruébelo con un ejemplo concreto. A ver.

—Pues… —gimió.

—No hay nada que yo no sepa de perros y le aseguro que jamás he visto a uno al que le gusten los somorgujos de un palmo.

—¿Tan mal saben? —preguntó el hombre con timidez.

—Horriblemente mal.

—¿Ha comido usted alguno?

—¡Pues claro que no! Dígame. ¿Por qué iba a comer yo una cosa tan asquerosa?

—No, claro. Tiene razón —admitió él.

—Bueno, ¿hace usted el favor de anunciarme a su superior? —le exhorté con resolución—. ¡Somorgujo!

—Me rindo —dijo él. Se secó el pelo con la toalla—. Voy a anunciarle. Pero no creo que sirva de nada.

—Gracias. Estoy en deuda con usted —dije.

—Sí, pero, dígame. ¿Los somorgujos de un palmo existen de verdad?

—Seguro que en algún lugar habrá alguno —contesté. ¿Por qué me había venido de repente aquella palabra a la cabeza?

El somorgujo de un palmo se limpió los cristales de las gafas con un paño de terciopelo y exhaló otro suspiro. Le dolía la muela derecha de la mandíbula inferior. «Otra vez tendré que ir al dentista», pensó. Ya estaba harto. El mundo estaba lleno de cosas absurdas. Los dentistas, la declaración de renta, las letras del coche, las averías del aparato de aire acondicionado… Recostó la cabeza en el respaldo del sillón de piel, cerró los ojos y dejó que sus pensamientos vagaran sobre la muerte. La muerte era silenciosa como el fondo del mar, dulce como una rosa de mayo. El somorgujo pensaba últimamente a menudo en la muerte. Se imaginaba a sí mismo muerto, sumido en un sueño eterno.

Aquí descansa el somorgujo de un palmo. Esto es lo que grabarían en su lápida.

Entonces sonó el interfono.

—¿¡Qué pasa!? —gritó de mal humor el somorgujo de un palmo en dirección a la máquina.

—Una visita —anunció la voz del portero—. Dice que hoy empieza a trabajar aquí. Ya ha dado la contraseña.

El somorgujo de un palmo frunció el entrecejo y miró el reloj de pulsera.

—Llega quince minutos tarde.

Los gatos antropófagos

En el periódico que compré en el puerto había un artículo sobre una anciana devorada por sus tres gatos. El suceso había ocurrido en una pequeña ciudad de las afueras de Atenas. La fallecida tenía setenta años y llevaba una vida solitaria. Vivía sola con sus tres gatos en un apartamento de una sola habitación. Pero un día, de repente, tuvo un ataque cardíaco, o algo por el estilo, cayó de bruces sobre el sofá y falleció. Se desconoce cuánto tiempo transcurrió entre el momento del desmayo y la hora de la muerte. Pero, por lo visto, no llegó a recobrar el conocimiento. La anciana no tenía ningún amigo o familiar que la visitara con asiduidad, así que tardaron en torno a una semana en descubrir su cadáver.

Tanto la puerta como la ventana estaban cerradas a cal y canto, así que, al morir su dueña, los gatos quedaron encerrados en la habitación sin poder salir. Dentro no había nada de comer. En el frigorífico probablemente debía de haber comida, pero los gatos, por desgracia, son incapaces de abrir la puerta de una nevera. Así pues, los tres gatos, acuciados por un hambre atroz, acabaron devorando la carne de su dueña muerta.

Le leí este artículo a Izumi, que me escuchaba sentada al otro lado de la mesa en la cafetería. Se había convertido en una rutina de nuestra sencilla vida diaria en la isla: caminar hasta el puerto cuando hacía buen tiempo, comprar un periódico en inglés publicado en Atenas, pedir un café en la cafetería de al lado de la oficina de aduanas y traducirle yo a Izumi, a grandes rasgos, algún artículo interesante cuando lo había. Y si el artículo daba lo suficiente de sí, ambos discutíamos luego un rato sobre él. Ella hablaba inglés con fluidez y, de haber querido, habría podido leer el periódico sin mi ayuda. Pero yo no la vi nunca con un periódico en las manos.

—Me gusta que me lean en voz alta —me dijo Izumi—. Sentarme en algún rincón soleado y que, a mi lado, alguien me vaya leyendo algo… Cualquier cosa, no importa qué. Un periódico, un libro de texto, una novela… Y yo ir escuchándolo, inmóvil, mientras miro el cielo o el mar. Éste ha sido mi sueño desde que era pequeña. Pero jamás había encontrado a nadie que lo hiciera realidad. Así que tú, ¿cómo te lo diría?, tú has subsanado esa carencia. Además, tienes una voz muy bonita.

Allí había cielo, había mar. Y, por suerte (condición indispensable), a mí no me molestaba en absoluto hacerlo. En Japón solía leerle cuentos ilustrados a mi hijo. Cuando leía un texto en voz alta, a diferencia de cuando lo seguía con la mirada, brotaba algo dentro de mi cabeza. Algo que poseía una resonancia especial, cierta turgencia. Algo que me parecía muy hermoso.

Leía el artículo despacio tomando pequeños sorbos del amargo café que había en la tacita. Tras leer unas cuantas líneas hacía una pausa, las traducía del inglés al japonés para mis adentros y, luego, se las leía a Izumi en voz alta. Unas abejas se acercaron y empezaron a libar con laboriosidad la mermelada que el cliente anterior había dejado caer sobre la mesa. Libaban un rato la mermelada y, entonces, como si se acordaran de repente de algo, alzaban el vuelo, revoloteaban por los alrededores con un zumbido solemne y, poco después, como si volvieran a acordarse de algo, se posaban de nuevo súbitamente sobre la mesa.

Cuando terminé de leer el artículo, Izumi continuó en la misma posición, con ambos codos sobre la mesa, inmóvil, esperando a que prosiguiera. Apoyaba la punta de los dedos de la mano derecha en los de la izquierda formando un triángulo. Me puse el periódico sobre las rodillas y me quedé contemplando unos instantes sus diez largos dedos. Izumi me miraba fijamente por el espacio que se abría entre ellos.

—¿Y qué más? —me preguntó.

—Eso es todo —le dije, agarré el periódico y lo doblé en cuatro. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me limpié la espuma del café que tenía adherida a los labios—. Al menos aquí no pone nada más.

—¿Y qué crees que habrá sido de los gatos?

Me la quedé mirando y, luego, me guardé el pañuelo en el bolsillo.

—Pues no lo sé. Aquí no dice nada sobre eso.

Izumi torció ligeramente los labios hacia un lado. Tenía esa costumbre. Cuando se disponía a dar su opinión sobre algo (la mayoría de las veces, bajo la forma de una breve declaración), siempre fruncía los labios hacia un extremo del rostro como si estuviera alisando las arrugas de una sábana estirando en una sola dirección. Al poco de conocernos, me fascinaba ese gesto.

—Los periódicos en todas partes son iguales. Nunca ponen lo que a uno realmente le interesa saber.

Cogió un cigarrillo de un paquete nuevo de Salem, se lo llevó a los labios y lo encendió con una cerilla. Ella fumaba una cajetilla diaria. Por la mañana empezaba una nueva y la iba consumiendo a lo largo del día. Yo no fumo. Mi mujer me obligó a dejarlo hace cinco años, cuando estaba embarazada.

—Lo que a mí me gustaría saber —dijo ella tras exhalar en silencio una bocanada de humo que se quedó suspendida en el aire—, es qué les ha sucedido a esos gatos. Si los han matado por el hecho de haber comido carne humana. O si les han acariciado la cabeza diciéndoles: «¡Pobrecillos! Para vosotros también habrá sido espantoso», y los han absuelto. ¿A ti qué te parece?

Reflexioné sobre ello mientras contemplaba las abejas que había encima de la mesa. La imagen de las diligentes abejas libando sin tregua la mermelada se superpuso dentro de mi cabeza a la de los tres gatos que devoraban el cadáver de la anciana. A lo lejos se oyó el chillido de una gaviota que solapó el zumbido de las abejas. Por unos segundos, mi conciencia vagó por la frontera entre lo real y lo irreal. ¿Dónde estaba yo en aquellos momentos? ¿Y qué estaba haciendo? Experimenté serias dificultades para comprenderlo. Respiré hondo, contemplé el cielo y, luego, dirigí los ojos hacia Izumi.

—No tengo la menor idea.

—Piénsalo un poco. Si tú fueras el alcalde de esa ciudad, o el jefe de policía, ¿qué harías con los gatos?

—Los metería en un reformatorio. Y haría que se volvieran vegetarianos —dije.

Izumi no se rió. Dio una calada a su cigarrillo y, luego, exhaló el humo despacio.

—A mí todo eso me recuerda a una parábola que me contaron al empezar secundaria. Ya te lo había dicho, ¿verdad? ¿Que fui durante seis años a una escuela católica terriblemente estricta? La enseñanza primaria la cursé en la escuela del barrio, pero, a partir de secundaria, estudié allí. Justo después de la ceremonia de ingreso venía el cuento moral. La madre superiora nos reunió a todas las nuevas, se subió al púlpito y nos aleccionó en la doctrina católica. Nos contó varias parábolas, pero la que recuerdo mejor… En realidad, la única de la que me acuerdo… es la historia del náufrago que va a parar, junto con un gato, a una isla desierta.

—¡Vaya! Parece interesante —dije.

—Tu barco naufraga y tú llegas a una isla desierta. En el bote sólo estáis tú y el gato. En la isla no hay nada comestible. Y en el bote sólo hay agua y galletas para que una persona pueda subsistir durante diez días. En esto consistía la historia. Entonces la monja nos hacía la siguiente pregunta: «Niñas, imaginaos que os encontráis en esta situación. Cerrad los ojos y representaos la imagen. Estáis con un gato en una isla desierta. Casi no tenéis comida. Cuando se termine, moriréis. ¿Entendido? Tenéis hambre, tenéis sed y vais a morir. ¿Qué haríais vosotras? ¿Os partiríais esa mísera comida con un gato? No. No deberíais hacerlo. Sería un error. No deberíais compartir vuestra comida con un gato. Porque vosotras sois criaturas elegidas por el Señor y el gato no lo es. Por lo tanto, vosotras deberíais comeros solas las galletas». Y nos lo decía con una cara muy seria. Al oírlo, yo me quedé de piedra. ¿Por qué les contarían semejante historia a unas niñas que acababan de entrar en la escuela? Me impresionó mucho y me pregunté dónde me había metido.

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