Read Sauce ciego, mujer dormida Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

Sauce ciego, mujer dormida (15 page)

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
11.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hoy no los he visto a ustedes en la playa —le dije desde el extremo opuesto de la mesa.

—No, hoy nos hemos quedado todo el día descansando en la habitación —dijo el joven—. Es que mi madre no se encontraba bien.

—¡Oh! Lo siento —dije.

—En realidad, no es que esté enferma. Físicamente enferma, quiero decir. Es algo psicológico, de origen nervioso.

Tras pronunciar estas palabras se frotó la mejilla con el dedo corazón de la mano derecha. A pesar de que era más de medianoche, no se apreciaba ni una sombra de barba en sus mejillas. Se veían tan lisas como la porcelana.

—Pero ya se encuentra mejor. Ahora está profundamente dormida. A diferencia de mis piernas, lo suyo se cura con una noche de sueño. Bueno, no es que se cure por completo. Pero vuelve de momento a la normalidad. Por la mañana ya estará restablecida del todo.

Permaneció callado unos treinta segundos, un minuto tal vez. Yo descrucé las piernas bajo la mesa pensando que aquél era un buen momento para volver. Por lo visto, me paso la vida buscando la ocasión idónea para marcharme. Pero perdí la oportunidad. Cuando me disponía a decir: «Bueno, yo tendría que irme», él empezó a hablar.

—Enfermedades nerviosas las hay a miles. Aunque el origen sea el mismo, las manifestaciones son infinitas. Pasa como con los terremotos. La energía es la misma, pero, según el lugar donde ésta actúa, los efectos son diferentes. Puede desaparecer una isla y formarse otra.

En este punto, el joven dejó escapar un bostezo. Un bostezo largo, elegante, como de ceremonial. Refinado, incluso. Tras bostezar dijo: «Lo siento». Parecía exhausto. Por sus ojos somnolientos cualquiera diría que iba a caer dormido de un momento a otro. Eché una ojeada a mi reloj de pulsera. Pero no lo llevaba. En la muñeca de mi mano izquierda sólo había una blanca y nítida señal dibujándose con forma de reloj sobre mi piel bronceada.

—No se preocupe —dijo—. Puede parecer que tenga sueño, pero no es así. A mí me basta con dormir unas cuatro horas al día y, además, nunca me acuesto antes del amanecer. A estas horas suelo estar aquí todas las noches, sin hacer nada, con la cabeza en las nubes. Así que no se preocupe por mí.

Cogí un cenicero de Cinzano que había sobre la mesa y permanecí contemplándolo largo rato con atención, como si se tratara de un extraño objeto, y luego lo devolví a su sitio.

—A mi madre, cuando tiene una crisis nerviosa, se le paraliza el lado izquierdo de la cara. No puede mover ni el ojo ni la boca. Si se la mira desde ese lado, parece un jarrón agrietado. Su aspecto es muy extraño, pero no deja ninguna secuela. No es nada que no se cure durmiendo una noche.

Como no sabía qué decir, hice un vago gesto de asentimiento en silencio. ¿Un jarrón agrietado?

—Por favor, no le diga a mi madre que se lo he contado. Ella detesta que hablen de su estado físico.

Le dije que no faltaba más.

—Y, además, mañana por la mañana nos vamos de aquí. Tampoco tendría la oportunidad de hablar con ella.

—¡Oh! ¡Qué lástima! —exclamó. Y sonó como si realmente lo sintiera.

—Sí, yo también siento tener que marcharme, pero debo volver al trabajo. No me queda otro remedio —dije.

—¿Y adónde vuelve usted?

—A Tokio.

—Tokio —repitió él. Entrecerró los ojos y volvió a mirar hacia el mar. Como si creyera que, si achicaba lo suficiente los ojos, podría distinguir, más allá del horizonte, las calles de Tokio.

—¿Y ustedes piensan quedarse aquí mucho tiempo todavía?

—Pues… —dijo. Y recorrió varias veces con los dedos los brazos de su silla de ruedas—. No lo sé. Puede que un mes, o tal vez dos. Depende de cómo vayan las cosas. No es algo que decida yo. El marido de mi hermana mayor posee muchas acciones de este hotel, así que estar aquí nos resulta muy barato. Mi padre tiene una gran empresa de azulejos en Cleveland y es mi cuñado quien, de hecho, continúa el negocio. Si le digo la verdad, a mí no me gusta demasiado mi cuñado, pero qué le vamos a hacer, a la familia no se la puede escoger. Además, tampoco puedo asegurar que sea un tipo tan desagradable. Las personas enfermas, ya se sabe, tendemos a volvernos intolerantes.

Al pronunciar estas palabras se sacó un pañuelo del bolsillo y, tomándose su tiempo, se sonó con elegancia la nariz. Luego volvió a meterse el pañuelo en el bolsillo.

—En fin, que mi cuñado no para de fabricar azulejos, día tras día. Además, tiene acciones en diferentes compañías. Y también posee tierras. En una palabra, que él sí sabe cómo hacer las cosas. Igual que mi padre. En fin, que nosotros, es decir, mi familia, nos dividimos en dos grupos muy diferenciados. El de los sanos y el de los enfermos. El de los productivos y el de los improductivos. La diferencia entre ambos grupos es abismal. Ante ella, cualquier otro baremo pierde sentido. Pero eso no importa. Al fin y al cabo, nosotros, a nuestra manera, coexistimos en armonía. Los sanos van haciendo azulejos laboriosamente, multiplicando sus riquezas y evadiendo los impuestos tanto como pueden, esto último que quede entre nosotros, y alimentan a los enfermos. Un auténtico sistema de división del trabajo.

En este punto enmudeció y aspiró una gran bocanada de aire. Tamborileó con las uñas sobre la mesa. En silencio, yo esperaba a que prosiguiera.

—Todo lo deciden ellos. Estate allí un mes, quédate aquí otro mes. Yo soy como la lluvia, yendo y viniendo, de aquí para allá. Quiero decir, hablando con propiedad, lo somos mi madre y yo, los dos.

Las olas rompían en el acantilado y se retiraban dejando atrás una estela de espuma blanca; la espuma se deshacía y se acercaba otra ola. Yo contemplaba distraído esa sucesión sin límite. En el cielo no había una sola nube y la luz de la luna creaba sombras dentadas entre las rocas.

—Acabo de hablar de división del trabajo —prosiguió él—. Y, como en toda división del trabajo propiamente dicha, nosotros dos también desempeñamos una función. No nos limitamos sólo a recibir. La relación no es unidireccional, claro está. ¿Cómo se lo explicaría? Nosotros dos, no haciendo nada, compensamos su exceso. Así se mantiene el equilibrio. Corregimos todo lo que se deriva de su superabundancia. Ésta es nuestra razón de existir. ¿Entiende lo que quiero decirle?

Le respondí que me daba la impresión de que sí, pero que no estaba seguro. Él se rió en voz baja.

—La familia es algo extraño —dijo él—. La familia se tiene, como premisa, a sí misma. De no ser así, no funciona como sistema. En este sentido, mis piernas inmovilizadas son un emblema para mi familia. La mayoría de cosas giran en torno a mis piernas muertas.

Sus dedos continuaban tamborileando sobre la mesa. Pero no se advertía impaciencia alguna en sus gestos. Mientras movía los dedos iba pensando en silencio, a su propio ritmo.

—Una de las características principales de este sistema es que las carencias tienden a ser cada vez mayores, pero también tiende a serlo la superabundancia. Claude Debussy, cuando le costaba mucho avanzar en la composición de una ópera, solía decir: «Dedico todo mi tiempo a perseguir la nada
(le ríen)
que ella crea». Pues mi trabajo consiste en crear ese
ríen
.

Juntó los labios y volvió a sumirse en un silencio insomne. Su consciencia estaba vagando por parajes desconocidos para mí. O, tal vez, por su propia nada
(le ríen)
. Poco después, su consciencia volvió, aunque, al parecer, un poco más allá del punto de partida. Me acaricié la mejilla con suavidad. La barba incipiente me anunciaba que el tiempo seguía, con toda certeza, su curso.

Saqué la botella de whisky del bolsillo y la puse sobre la mesa.

—¿Le apetece un trago de whisky? Aunque no tengo vasos.

Sacudió la cabeza.

—Gracias. Pero no bebo. Es que no sé qué sucedería si empezara a beber. Pero no me importa que los demás lo hagan en mi presencia. Adelante, por favor.

Incliné la botella, tomé un trago de whisky, lo mantuve dentro de la boca y dejé que fuera deslizándose despacio hasta el fondo de la garganta. Sentí calorcillo en el estómago. Cerré los ojos y saboreé el calor. Al otro lado de la mesa, él me contemplaba.

—Quizá sea una pregunta un tanto extraña, pero ¿entiende usted de cuchillos? —me dijo.

—¿De cuchillos?

—Sí. De los cuchillos que cortan cosas. De cuchillos de caza.

Le dije que, cuando iba de campamento, había usado cuchillos. Pero que no era un gran entendido en la materia.

El joven pareció un tanto decepcionado ante mi respuesta. Pero enseguida se animó.

—No importa. Es que me gustaría enseñarle una navaja —dijo—. La compré por catálogo hace alrededor de un mes. Pero mis conocimientos en el tema son nulos. Ni siquiera sé si es una buena navaja o no. Por eso deseaba enseñársela a alguien y preguntarle su opinión. Si a usted no le molesta, claro está.

Le respondí que no era ninguna molestia.

Él se sacó con cuidado del bolsillo una navaja de unos diez centímetros de largo, bellamente arqueada, y la depositó sobre la mesa. Al caer hizo un ruido seco, pesado y duro. Aquél era su cuchillo de caza.

—No se imagine cosas extrañas. No tengo la menor intención de herir a nadie con esta navaja ni tampoco de hacerme daño a mí mismo. Sólo que un día, de repente, no sé por qué razón, me entraron unas ganas irresistibles de tener un cuchillo afilado. Posiblemente algo hizo que me viniera semejante idea a la cabeza. Pero no logro recordar qué fue. Sólo que me moría por poseer un cuchillo. Tanto que no pude resistirme. Eso es todo. Así que busqué en ventas por catálogo y encargué esta navaja. Nadie sabe que la llevo siempre encima, en el bolsillo. Ni siquiera mi madre. Es mi secreto. Ahora usted es la única persona que lo sabe.

—Pero mañana regreso a Tokio.

—Exacto —dijo él y una sonrisa acudió a sus labios.

Tomó la navaja, se la puso sobre la palma de la mano y la estuvo sopesando durante unos instantes. Como si su peso tuviera un significado especial. Luego me la pasó a mí por encima de la mesa. La navaja, como si fuera un animal dotado de voluntad, poseía una extraña variedad de pesos. En la parte hueca del latón se incrustaba la madera. Pese a haber permanecido tanto tiempo dentro del bolsillo, el metal tenía un tacto frío, gélido.

—Ábrala, por favor.

Apreté el resorte de la parte superior de la empuñadura y desplegué con los dedos la pesada hoja. Con un ruido seco se abrió una hoja de unos ocho centímetros. Con ella desplegada, la navaja daba la impresión de haber incrementado su peso. No era sólo lo que pesaba. Parecía que fuera a quedarse firmemente adherida a la palma de la mano. Al blandirla con vigor en todas direcciones, gracias al peso muerto, el asa apenas se deslizaba de la mano. El filo de acero dibujó agudos trazos en el aire siguiendo los movimientos de mi brazo.

—Es una navaja de primera calidad —dije—. No soy un experto, pero se adapta muy bien a la mano y el equilibrio es perfecto.

—¡Qué bien! —dijo el joven—. Pero ¿no es un poco pequeño como cuchillo de caza?

—Pues, no lo sé —respondí—. Pero eso de que sea pequeño o no depende de para qué se quiera, supongo.

—Sí, claro —dijo. Y asintió varias veces como si quisiera convencerse a sí mismo—. Sí, claro. Tiene usted razón. Según para qué se quiera usar la cosa cambia.

Cerré la hoja y le devolví la navaja. Él volvió a abrirla y, con habilidad, le dio una vuelta en la palma de su mano. Luego, como si estuviera apuntando con un rifle, guiñó un ojo y dirigió la navaja directamente hacia la luna. Su luz se reflejó en la hoja y, por un instante, un destello iluminó el perfil del joven.

—¿Puedo pedirle un favor? —dijo—. ¿Podría usted cortar algo con ella?

—¿Cortar? ¿Por ejemplo, qué?

—Cualquier cosa. Algo que haya por aquí. Corte cualquier cosa, por favor. Yo vivo sentado en esta silla de ruedas y sólo puedo alcanzar muy pocas cosas. Así que me gustaría que usted cortara algo por mí con la navaja.

No tenía ninguna razón para negarme, así que cogí la navaja y la clavé en el tronco de una palmera que había allí cerca. Entonces corté en diagonal un trozo de corteza. Luego me hice con una plancha de estireno que había cerca de la piscina y la rajé de arriba abajo. El filo cortaba mucho más de lo que había creído.

—Es una navaja fantástica —le dije.

—Es una pieza artesanal —dijo el joven—. La verdad es que me resultó bastante cara.

Expuse la hoja de la navaja a la luz de la luna, tal como había hecho él, y me la quedé mirando. Parecía una hoja fresca de una planta feroz que acabara de surgir de una grieta abierta en la faz de la tierra aquella noche de luna llena. Probablemente, algo que ligara el exceso y la nada.

—Corte más cosas, por favor —dijo él.

Corté todo cuanto encontré. Corté cocos que habían caído al suelo, trinché grandes y gruesas hojas de plantas tropicales, corté la carta que había pegada a la entrada, reduje a astillas un montón de maderos que habían flotado hasta la playa. Cuando ya no supe qué cortar, arqueando el cuerpo lentamente como si hiciera Tai chi, rasgué sin un sonido el aire de la noche. Nada podía detener mis movimientos. La noche era profunda, y el tiempo, flexible y lleno a rebosar de savia. La luz de la luna llena acrecentaba sigilosamente esa hondura, esa flexibilidad.

Mientras rasgaba el aire me acordé de repente de la mujer gorda que había conocido aquella tarde. La antigua azafata de United Airlines. Tuve la sensación de que su cuerpo blanco y fofo estaba flotando a mi alrededor, amorfo como la bruma. Y las boyas, el mar, el aire, los helicópteros, y también sus pilotos, estaban inmersos en esa bruma. Intenté rajarlos a todos, a ver qué sucedía. Pero me faltaba la perspectiva adecuada y la hoja que yo blandía no llegó, por poco, a alcanzarlos. ¿Eran una ilusión? ¿O era yo, quizá, la ilusión? Fui incapaz de discernirlo. «¡Bah! No importa», pensé. «En cualquier caso, mañana ya no estaré aquí».

—A veces tengo un sueño —dijo el joven de la silla de ruedas. El extraño eco de su voz hacía pensar que ésta procedía del fondo de un profundo agujero—. Dentro de mi cabeza hay un cuchillo clavado en diagonal en la mórbida carne de mis recuerdos. Está clavado muy hondo. Pero no me duele. Tampoco noto su peso. Sólo está ahí clavado. Yo lo contemplo desde otro lugar, como si fuera algo ajeno. Y deseo que alguien me extraiga el cuchillo. Pero nadie sabe que está ahí clavado. Pienso en sacármelo yo mismo, pero no alcanzo con las manos. Es muy extraño. He podido clavármelo, sin embargo, ahora, no puedo extraerlo. Mientras tanto, las cosas empiezan a borrarse paulatinamente. Yo mismo voy palideciendo, poco a poco, y desaparezco. Al final sólo queda el cuchillo. El cuchillo siempre permanece hasta el final. Como el blanco fósil de un animal prehistórico que ha quedado en la orilla del mar… Éste es mi sueño.

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
11.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Remo The Adventure Begins by Warren Murphy
The Perfect Bride by Putman, Eileen
Illusions of Evil by Carolyn Keene
Badlands: The Lion's Den by Georgette St. Clair
Thendara House by Marion Zimmer Bradley
Wolf, Joan by Highland Sunset
Beyond the Black Stump by Nevil Shute