Él y yo nos encontramos, cosa sorprendente, en una pequeña ciudad del centro de Italia llamada Lucca.
En el centro de Italia.
En aquella época, yo vivía en un apartamento que había alquilado en Roma. Mi mujer había tenido que volver a Japón por algún asunto y, por eso, yo estaba disfrutando, solo, de un tranquilo viaje en tren. Había llegado a Lucca desde Venecia, tras pasar por Verona, Mantua y Módena. Era la segunda vez que iba a Lucca. Lucca es una ciudad tranquila y bonita. Y en las afueras hay un restaurante que sirve unas setas exquisitas.
Él había ido a Lucca por negocios. Nos alojábamos, por casualidad, en el mismo hotel.
El mundo es un pañuelo.
Aquella noche cenamos juntos en el restaurante. Los dos viajábamos solos y los dos estábamos aburridos. Conforme vas envejeciendo, más aburrido te resulta viajar solo. Cuando eres joven es distinto. Vayas solo o acompañado, disfrutas del viaje adondequiera que te dirijas. Pero al llegar a cierta edad, la cosa cambia. Sólo disfrutas del viaje en solitario durante los primeros dos o tres días. Luego el paisaje empieza a molestarte cada vez más, las voces de la gente se te meten en el oído. A la que cierras los ojos te vienen a la cabeza recuerdos desagradables del pasado. Te da pereza ir a comer solo a los restaurantes. El tiempo de espera de los trenes se hace eterno, no apartas la vista del reloj. Te fastidia tener que hablar en una lengua extranjera.
Por eso, al vernos el uno al otro, creo que ambos experimentamos cierto alivio. Exactamente igual que cuando te topabas con un conocido en la autoescuela. Nos sentamos a una mesa situada junto a la chimenea, pedimos un buen vino tinto y tomamos un entrante a base de setas, pasta con setas y setas asadas.
Él se había desplazado hasta Lucca para comprar muebles. Tenía una empresa de importación de muebles europeos. Ni que decir tiene que su negocio iba viento en popa. No se mostró orgulloso por ello, ni siquiera lo mencionó (se limitó a darme una tarjeta de visita y a decirme que administraba una pequeña empresa). Pero comprendí, de una ojeada, que había triunfado en el terreno económico. Lo proclamaban la ropa que llevaba, su modo de hablar, la expresión de su cara, sus gestos, la atmósfera que lo envolvía. Pero era cierto que su comunión con el éxito resultaba perfecta. Hasta tal punto que provocaba incluso una sensación placentera.
Me dijo que había leído todas mis novelas.
—Posiblemente tú y yo tengamos una manera de pensar y unos objetivos distintos. Pero me parece maravilloso ser capaz de contarles algo a los demás —reconoció.
Era una opinión sincera.
—Siempre que puedas contarlo bien, claro —dije.
Al principio hablamos de Italia. Que si los trenes no eran puntuales, que si empleaban demasiado tiempo en comer. Pero, no recuerdo cómo, cuando nos trajeron la segunda botella de vino, él ya había empezado a contarme aquella historia. Yo la escuché asintiendo de vez en cuando. Creo que él quería contársela a alguien desde hacía tiempo. Pero no tenía a nadie a quien contársela. Y dudo que me la hubiera contado a mí si no hubiéramos estado en un restaurante agradable de una pequeña ciudad del centro de Italia, si el vino no hubiese sido un Coltibuono añejo de 1983 y si no hubiera estado encendida la chimenea.
Pero él me la contó.
—Yo siempre me he considerado una persona muy aburrida —dijo—. Desde muy pequeño siempre fui un niño que jamás se dejaba llevar. Era como si siempre estuviera metido en una especie de marco, vivía siempre procurando no salirme de él. Ante mí había algo parecido a una línea que me indicaba el camino. Era como una autopista bien señalizada. Para dirigirse a tal dirección, póngase en el carril de la derecha. Más adelante encontrará una curva. Está prohibido adelantar, etcétera. Si seguía las indicaciones, todo iría bien. Todo. Yo seguía la línea y todos me alababan. Todos me admiraban. Cuando era pequeño, creía que todo el mundo funcionaba igual que yo. Pero un buen día me di cuenta de que no era así.
Estuvo caldeando la copa de vino al fuego, se quedó contemplándola unos instantes.
—En este sentido, mi vida, al menos los primeros años, transcurrió de una manera perfecta. Jamás tuve un solo problema que pudiera calificarse como tal. Pero, sin embargo, yo era incapaz de captar el sentido de la vida. A medida que crecía, más se fortalecía esa idea vaga. ¿Qué es lo que andaba buscando? No lo sabía. Síndrome de sobresalientes. Buenas notas en matemáticas, inglés, educación física, en todo. Mis padres me elogiaban, los profesores decían que iba muy bien, pude entrar en una buena universidad. Pero yo no sabía para qué servía en realidad, qué era lo que, de verdad, quería hacer. No tenía la menor idea de qué facultad debía escoger. ¿Tenía que ir la Facultad de Derecho? ¿A la de Ingeniería? ¿O a la de Medicina? A mí me daba igual. Creo que podía hacer cualquier cosa a la perfección. Pero no tenía ninguna preferencia. Por eso, siguiendo los consejos de mis padres y de mis profesores, ingresé en la Facultad de Derecho de la Universidad de Tokio. Porque eso fue lo que consideré más apropiado. No tenía claro ningún objetivo.
Tomó otro sorbo de vino.
—¿Te acuerdas de la novia que tenía en el instituto?
—Se llamaba Fujisawa, ¿verdad? —Logré recordar el nombre a duras penas. No estaba muy seguro, pero acerté.
Él asintió.
—Sí, Yoshiko Fujisawa. A ella le sucedía igual. A mí me gustaba. Me gustaba estar con ella y hablar de lo que fuera. Podía contarle todo lo que sentía y ella me comprendía a la perfección. Podíamos pasarnos una eternidad hablando. Aquello era realmente maravilloso. Hasta que la conocí a ella, jamás había tenido un amigo con quien poder hablar en serio.
Él y Yoshiko Fujisawa eran gemelos espirituales. Habían crecido en ambientes sorprendentemente parecidos. Ambos tenían unas facciones perfectas, sacaban buenas notas, eran líderes por naturaleza. Eran las superestrellas de la clase. Tanto el uno como la otra provenían de familias acomodadas, pero los padres, en ambos casos, no se llevaban bien. Las dos madres eran algo mayores que los padres, y los padres tenían amante y apenas aparecían por casa. No se divorciaban sólo por guardar las apariencias. En casa, sus madres ostentaban el poder. Todo el mundo pensaba que ellos serían el número uno hicieran lo que hiciesen. Pero no tenían amigos íntimos. Los dos gozaban de popularidad. Pero no lograban hacer amigos. No entendían por qué. Seguramente los seres humanos imperfectos prefieren como amigos a otros seres humanos tan imperfectos como ellos. Ambos estaban siempre solos, en un continuo estado de tensión.
Pero, casualmente, congeniaron. Los dos se abrieron el uno al otro y acabaron haciéndose novios. Siempre comían juntos, salían de la escuela juntos. En cuanto disponían de un rato libre lo pasaban charlando, sentados uno al lado del otro. Tenían un montón de cosas de las que hablar.
Los domingos estudiaban juntos. Cuando estaban solos ellos dos era cuando más tranquilos se sentían. Comprendían a la perfección los sentimientos del otro. Y hablaban sin cansarse sobre la sensación de soledad y de pérdida que experimentaban, sobre sus inquietudes y sus sueños.
También empezaron a acariciarse una vez por semana. Solían hacerlo en su habitación, en casa de cualquiera de los dos. Casi nunca había alguien en ninguna de las dos casas (sus padres no estaban y sus madres solían salir), de modo que les era fácil poder hacerlo. Tenían, como regla, no quitarse la ropa. Y hacerlo usando sólo los dedos. Y, así, se abrazaban con pasión, como si durante diez o quince minutos fueran a devorarse mutuamente, y, luego, se sentaban, hombro con hombro, en la misma mesa y se ponían a estudiar.
—Bueno, ya está bien, ¿verdad? Vamos a estudiar —decía ella bajándose la falda.
Los dos sacaban por igual buenas notas y, por lo tanto, disfrutaban tanto con el estudio como si fuera un juego. A veces competían, reloj en mano, a ver quién resolvía primero un problema de matemáticas. Para ellos estudiar jamás fue una carga. Se trataba más bien de su segunda naturaleza. «Era muy divertido», dijo él. «Quizás a ti te parezca una estupidez, pero a nosotros no nos lo parecía. Claro que, tal vez, sólo personas como nosotros dos puedan comprender lo que nos divertíamos».
Pero él, sin embargo, no estaba satisfecho del todo con su relación. Sentía que le faltaba algo. Sí, él quería acostarse con ella. Deseaba un verdadero acto sexual. «Una comunión de nuestros cuerpos», lo llamaba él. «Lo necesitaba. Creía que nos haría sentir más libres y que, de esta forma, nos entenderíamos mejor el uno al otro. Para mí era un paso hacia delante de lo más natural».
Pero ella miraba las cosas desde una perspectiva completamente distinta. Apretaba los labios y hacía un pequeño gesto negativo con la cabeza.
—Te quiero de veras. Pero deseo llegar virgen al matrimonio —le decía ella en voz baja. Y, por más que él intentara convencerla, esgrimiendo un argumento u otro, ella no lo escuchaba.
—Te quiero. Mucho. Pero eso no tiene nada que ver con esto. Yo lo tengo muy claro. Lo siento, pero deberás aguantarte. Por favor. Si me quieres de veras, podrás hacerlo.
«Hablándome de este modo, a mí no me quedaba más remedio que respetar sus deseos», me contó él. «Era una cuestión de cómo quería vivir su vida y yo no podía decirle nada en contra. Para mí la virginidad carecía de importancia. Tampoco me hubiera molestado casarme con una chica que no fuese virgen. No soy una persona de ideas especialmente radicales, ni me considero un idealista, pero tampoco soy un hombre conservador. Sólo soy realista. Y creo que la virginidad de una mujer no es una cuestión que tenga una importancia real. Es mucho más importante que un hombre y una mujer se entiendan, el uno al otro, de verdad. Yo pensaba de esta forma. Claro que, al fin y al cabo, no dejaba de ser sólo mi opinión. No podía imponerle mis ideas a nadie. Ella tenía su propia visión de la vida. Y yo tuve que aguantarme. Introducir la mano por debajo de la ropa y acariciarla. Entiendes a lo que me refiero, ¿verdad?».
«Más o menos», le dije. «Algo recuerdo de eso».
Él se sonrojó un poco. Y sonrió.
«Eso, en sí mismo, no estaba mal. Pero, al tener que detenerme siempre allí, nunca podía relajarme. Para mí significaba quedarme a medias. Lo que yo quería era fundirme en un solo cuerpo con ella, sin ninguna traba. Pertenecerle y que ella me perteneciera. Quería esa señal. Por supuesto, la deseaba sexualmente. Pero no se trataba sólo de eso. Estoy hablando de una comunión de cuerpos. Nunca, en toda mi vida, había experimentado la sensación de fundirme con alguien. Siempre había estado solo. Y siempre había estado, alerta, dentro de un marco. Quería liberarme. Y me daba la sensación de que, liberándome, podría descubrir mi propio yo, ese yo que hasta entonces solo había vislumbrado de una manera muy vaga. Me daba la sensación de que, uniéndome estrechamente a ella, lograría apartar de mí el marco que había regulado hasta entonces mi vida».
«¿Pero fue inútil?», pregunté yo.
«Sí, fue inútil», dijo él. Y se quedó unos instantes contemplando los leños que ardían en la chimenea. Su mirada era extrañamente plana. «Inútil hasta el final», añadió.
Él estuvo pensando seriamente en casarse con ella. Y un día se decidió a planteárselo. Que al salir de la universidad podían casarse enseguida. No había ningún problema. Incluso podían prometerse antes. Ella se lo quedó mirando unos instantes. Luego esbozó una sonrisa. Una sonrisa radiante. No había ninguna duda de que se había sentido feliz al oír sus palabras. Pero, al mismo tiempo, aquella sonrisa traslucía cierta conmiseración e incomodidad, como si ella fuera una persona experimentada y escuchara los inmaduros razonamientos de una persona más joven. Al menos, eso le pareció a él.
—Escucha, eso es imposible. Yo no puedo casarme contigo. Yo debo casarme con alguien unos años mayor que yo y tú con alguien un poco más joven que tú. Eso es lo que suele hacerse. Las mujeres maduran antes y envejecen más pronto. Tú aún no sabes de qué va el mundo. Si nos casáramos justo al acabar la universidad, seguro que la cosa no funcionaría. Nada sería igual que ahora, tenlo por seguro. Pues claro que te quiero. En toda mi vida no he querido a nadie como te quiero a ti. Pero eso no tiene nada que ver (decir que
eso no tiene nada que ver con esto
era su latiguillo preferido). Nosotros ahora somos estudiantes de bachillerato y estamos muy protegidos. Pero el mundo de ahí fuera es distinto. Allí todo es mucho más grande y más real. Y nosotros tenemos que prepararnos para enfrentarnos a él.
A él le dio la impresión de entender lo que ella le estaba diciendo. Comparado con otros chicos de su edad, tenía una manera de pensar muy realista. Y si hubiera escuchado ese discurso en otra ocasión, de labios de otra persona, quizás hubiera estado de acuerdo. Pero eso no era un discurso en abstracto. Se trataba de un problema personal suyo.
—Pues a mí eso no me convence —replicó él—. Yo te quiero mucho, quiero que seamos una sola persona. Esto lo tengo muy claro, es algo terriblemente importante para mí. Aun suponiendo que sea poco realista en algunos aspectos, la verdad es que no me parece tan grave. Porque te quiero mucho. Te amo.
Ella volvió a sacudir la cabeza. Como si dijera que era imposible. Y le acarició el pelo. Le dijo que ellos no sabían nada del amor. Que aún no habían puesto a prueba el suyo. Que nunca habían asumido ninguna responsabilidad. Que todavía eran niños. Tanto él como ella.
Él no pudo replicarle nada. Sólo sintió tristeza. Tristeza por no haber podido derruir la pared que lo rodeaba. Hasta hacía unos instantes, había creído que aquel marco lo protegía. Pero en aquel momento le cerraba el paso. No pudo evitar sentir dolor ante su impotencia. «Ya no podré hacer nada jamás», pensó. «Quizá siga eternamente rodeado por este muro, incapaz de salir afuera, viviendo un día vacío tras otro».
Total, que su relación siguió siendo la misma hasta que acabaron el instituto. Se encontraban en la biblioteca, estudiaban juntos, seguían acariciándose por debajo de la ropa. Ella no parecía darse cuenta de lo incompleta que era su relación. O, incluso, quizá le gustara que las cosas siguieran de aquel modo. La gente que los rodeaba estaba convencida de que los dos vivían una juventud sin problemas. Mister Clean y Miss Clean. Él era el único que se hallaba inmerso en un mar de dudas.
Y en la primavera de 1967, él ingresó en la Universidad de Tokio y ella en una universidad femenina, de primera categoría, de Kobe. Por más que la universidad fuese de primera categoría, con sus calificaciones, ella eligió muy por debajo de sus posibilidades. De haberlo querido, incluso hubiera podido entrar en la Universidad de Tokio. Pero ni siquiera se presentó a los exámenes de ingreso. Lo encontraba innecesario.