La música parecía venir de la montaña. De la pequeña aldea enclavada en la cima a la que nosotros solíamos ir para estirar las piernas. Me quedé unos instantes plantado en la encrucijada, sin saber qué hacer. Sin saber qué dirección tomar. Pensé que también Izumi debía de haber oído aquella música en aquel lugar, igual que yo. Y me dio la impresión de que, si la había oído, se habría encaminado hacia allí, de eso no me cabía la menor duda. Porque, al claro de luna, todo estaba tan brillantemente iluminado como si fuera pleno día y aquella música poseía una resonancia que aceleraba el corazón de las personas.
Tomé con resolución el desvío de la derecha y avancé por la suave cuesta que tan bien conocía. No había árboles, sólo unos matorrales que me llegaban hasta la rodilla y que crecían furtivamente entre las rocas, llenos de secas espinas. Conforme iba avanzando, la música sonaba cada vez más alta y clara. También se distinguía mejor la melodía. La música poseía un esplendor festivo. Imaginé que debía de celebrarse algún banquete en el pueblo. Y de repente me acordé. «¡Pues, claro! La boda». Aquel día habíamos visto un bullicioso cortejo nupcial cerca del puerto. Posiblemente, el banquete había proseguido hasta la madrugada.
Y, de súbito, me perdí a mí mismo de vista.
Quizá se debiera a la luz de la luna. O quizá fuera la música nocturna. A cada paso que daba me iba adentrando más en el desierto de la profunda pérdida del yo, la misma sensación que había experimentado mientras volábamos por el cielo de Egipto. El yo que avanzaba bajo la luz de la luna no era yo. No era mi auténtico yo, sino un yo provisional hecho de estuco. Me pasé la palma de la mano por la cara. Pero no era mi cara. Aquella mano no era mi mano. El corazón me latía con fuerza. Enviaba sangre a cada rincón de mi cuerpo a una velocidad demencial. Mi cuerpo era una figurilla de tierra a la que alguien había insuflado vida de modo provisional mediante un hechizo, tal como hacen los brujos de las islas de la India Occidental. Allí no ardía la llama de la vida. Lo único que había era el movimiento ficticio de unos músculos provisionales. Lo único que había, en definitiva, era una figurilla de tierra provisional que iba a ser destinada al sacrificio.
«¿Y dónde está mi auténtico yo?», pensé. «Tu yo real ha sido devorado por los gatos», me susurró la voz de Izumi desde alguna parte. «Aunque tú estés aquí, tu verdadero yo ha sido devorado por los gatos hambrientos. De ti no ha quedado nada más que los huesos». Eché una mirada a mi alrededor. Pero era una alucinación auditiva, por supuesto. En torno a mí, lo único que se veía eran unos matojos de poca altura que crecían en el suelo rocoso, y la pequeña sombra que proyectaban. Era una voz que mi mente había creado a su capricho. Volví a pensar en una gran pistola. Recordé la frialdad del cañón. Imaginé cómo me lo introducía en la boca y apretaba el gatillo. Imaginé cómo explotaba mi cerebro, mis huesos, mis globos oculares. Imaginé la negra paz que me visitaría un instante después.
«¡Basta de pensamientos deprimentes!», me dije a mí mismo. «Te sumergirás en el mar como si quisieras evitar una ola gigantesca y permanecerás agarrado a una roca, conteniendo el aliento. De ese modo la ola pasará de largo. Estás cansado y tienes los nervios alteradísimos. Eso es todo. Atrapa la realidad. Cualquier cosa sirve, pero tienes que asirte a algo real». Me metí la mano en el bolsillo y agarré un puñado de calderilla. Las monedas quedaron al instante húmedas de sudor.
Me esforcé en pensar en otra cosa. Pensé en mi casa soleada de Unoki. Pensé en la colección de discos que había dejado allí. Yo tenía una colección bastante buena de jazz. Me había especializado en pianistas blancos de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Había ido reuniendo pacientemente álbumes de pianistas, desde Lennie Tristano a Al Haig o bien Claude Williamson, Lou Levy, Russ Freeman, André Previn. La mayoría de los discos ya estaban descatalogados y había empleado mucho tiempo y dinero en reunirlos. Había aumentado poco a poco la colección a base de ir recorriendo con la diligencia de una hormiga tiendas de discos, y de ir intercambiando objetos con otros coleccionistas. La mayoría de las piezas que había dejado no eran de primera categoría, ni mucho menos. Pero yo amaba aquel aire íntimo tan especial que se desprendía de aquellos viejos y mohosos discos. Mi humilde justificación era que si el mundo se compusiera únicamente de cosas de primera calidad, seguro que sería muy insípido. Me acordaba al detalle del diseño de las fundas de cada uno de esos discos. También podía recordar con precisión el peso y el tacto de aquellos discos de vinilo sobre mi mano.
Pero todo eso ha desaparecido ahora. En realidad, fui yo quien lo borró con mis propias manos. Y es probable que no vuelva a escuchar jamás esos discos.
Luego recordé el olor a tabaco de cuando besaba a Izumi. Me acordé del tacto de sus labios y de su lengua. Cerré los ojos. Deseé que estuviera a mi lado. Deseé que me sujetara la mano todo el tiempo, como en el avión cuando sobrevolábamos Egipto.
Cuando aquella gigantesca ola pasó finalmente por encima de mi cabeza, la música ya había cesado. A la que me di cuenta, ya había desaparecido. Ahora oprimía los alrededores un silencio tan profundo que me hería los tímpanos. La luz de la luna llena bañaba inexpresivamente todo cuanto me rodeaba. Estaba de pie, solo, en lo alto de la colina. Desde allí se veía el mar, el puerto, la ciudad con las luces apagadas, la luna. En el cielo seguía sin haber una sola nube. Nada había cambiado en el paisaje. Sólo que había dejado de oírse la música.
¿Habían dejado de tocar de repente? Quizá. Ya casi era la una de la madrugada. O a lo mejor esa música no había existido jamás. Eso tampoco era, en absoluto, descartable. En aquellos momentos, no confiaba mucho en mis oídos. Cerré los ojos y sumergí una vez más mi conciencia en el interior de mi cuerpo. Dentro de las tinieblas suspendí con suavidad un fino sedal que sujetaba una plomada. Pero, tal como suponía, no se oyó nada. Ni siquiera el eco que dejaba atrás. Lo único que había era un silencio tan profundo que nada podía romperlo.
Eché una mirada a mi reloj de pulsera. Pero en mi muñeca no había ningún reloj. Lancé un suspiro y me embutí las manos en los bolsillos. No es que quisiera saber la hora en realidad. Alcé la vista al cielo. La luna era un globo helado de piedra, cuya piel estaba erosionada por la crueldad de los años. Las sombras que se producían en su superficie parecían focos de infección del cáncer extendiendo sus aciagos tentáculos hacia el fondo de la conciencia. Y sembraban por la superficie, como si de un hombre sonámbulo se tratara, partículas de venganza. La luz de la luna distorsiona los sonidos, confunde la mente de los hombres. «Y hace desaparecer a los gatos. Quizás, a partir de aquella noche, todo estuviera minuciosamente planeado», pensé.
Era incapaz de decidir si seguir hacia delante o si volver por donde había venido. Cansado de pensar, me senté. ¿Dónde se habría metido Izumi? Su ausencia me afectaba de forma terrible. Si ella no volvía a aparecer jamás, ¿cómo diablos viviría yo en el futuro, solo en aquella isla absurda? Lo que allí había no era más que mi yo provisional. Era Izumi quien, mal que bien, me conservaba en aquella vida provisional. Si ella desaparecía definitivamente, mi conciencia ya no tendría un cuerpo al que regresar.
Pensé en los gatos hambrientos. Imaginé cómo se comían el cerebro de mi verdadero yo, cómo roían su corazón, sorbían su sangre, devoraban su pene. Pude oír cómo, en un lugar remoto, sorbían mis sesos. Tres ágiles gatos rodeaban mi cabeza y sorbían esa sopa espesa. La rasposa punta de su lengua lamía las blandas paredes de mi conciencia. Y a cada lametón, mi conciencia temblaba como la calina e iba flaqueando.
Izumi no estaba en ninguna parte. La música tampoco se oía.
Ya debían de haber dejado de tocar.
1
Al comienzo de todo, teníamos un día radiante, perfecto. Era un domingo de julio por la tarde. El primer domingo del mes. Tres o cuatro nubecillas blancas flotaban a lo lejos como unos exquisitos signos de puntuación puestos con cuidado. El sol vertía sus rayos sobre el mundo con entera libertad, sin nada que se interpusiera en su camino. En ese reino de julio, incluso el envoltorio plateado de chocolate, hecho una bola y arrojado sobre el césped, lanzaba orgullosos destellos como un cristal legendario del fondo de un lago. Si fijabas la vista, te dabas cuenta de que la luz contenía otra luz distinta en su interior, algo parecido a una caja dentro de otra. La luz que había dentro de la luz estaba compuesta de diminutos e incontables granos de polen. Unos granos de polen opacos y blandos. Y esos granos flotaban sin rumbo en el cielo para acabar posándose poco después, despacio, tomándose su tiempo, en la superficie de la tierra.
Al volver del paseo me acerqué a la plaza que hay delante de la galería de pintura. Sentados al borde del estanque, mi compañera y yo nos quedamos contemplando perezosamente las dos estatuas de bronce de los unicornios que había al otro lado. La larga estación de las lluvias por fin había terminado. El vientecillo del verano recién estrenado mecía con suavidad las hojas de los robles y levantaba, de vez en cuando, algún rizo en la superficie de aquel estanque poco profundo. De forma idéntica, el tiempo avanzaba y se detenía, se detenía y avanzaba. En el fondo de las aguas transparentes había algunas latas de Coca-Cola. A mí me recordaron las ruinas de alguna ciudad antigua sumergidas bajo el agua. Por delante de nosotros desfilaron los miembros uniformados de un equipo de béisbol sobre hierba, un niño montado en una bicicleta, un anciano que paseaba un perro, un joven extranjero con pantalones cortos de
jogging
. De un enorme transistor que había sobre el césped llegaba débilmente, transportada por el viento, la dulzona melodía de una canción pop. Una canción que hablaba de amores perdidos o de amores que estaban a punto de perderse. Me parecía haber oído antes aquella melodía, pero no lo habría jurado. Tal vez fuera otra similar. La escuché distraído. Podía sentir cómo los rayos del sol me succionaban los brazos desnudos. Sin que se oyera un sonido, de una forma muy apacible, tranquila. De vez en cuando alzaba ambos brazos y los estiraba hacia delante. Había llegado el verano.
No tengo la menor idea de por qué un domingo como aquél una tía pobre, precisamente, tuvo que robarme el corazón. A mi alrededor no había ninguna tía pobre, ni siquiera había nada que me sugiriera su existencia. Pero, a pesar de ello, la tía pobre llegó y se marchó. Fue sólo durante unas centésimas de segundo, pero estuvo en mi corazón. Y al marcharse dejó atrás un extraño vacío con forma humana. Una sensación parecida a cuando alguien pasa un instante por debajo de tu ventana y desaparece. Tú corres a la ventana y te asomas hacia fuera. Pero allí ya no hay nadie.
¿Una tía pobre?
Tras echar otra mirada a mi alrededor, alcé la vista al cielo. Había llegado y se había ido. Las palabras habían sido absorbidas por aquella tarde de domingo como la trayectoria transparente de una bala. Los principios siempre son así. En un momento determinado, todo existe; un instante después, todo se ha perdido.
—Quiero escribir algo sobre una tía pobre —le dije a mi compañera, decidido a traducir mis pensamientos en palabras. Yo soy de esas personas que intentan escribir novelas.
—¿Sobre una tía pobre? —preguntó ella ligeramente sorprendida. Se quedó unos instantes mirándome a los ojos como si estuviese midiendo algo—. ¿Y por qué? ¿Por qué sobre una tía pobre?
¿Por qué? Eso no lo sabía ni yo. Por una razón u otra, las
cosas que no comprendía
solían ser las que me robaban el corazón.
Permanecimos unos instantes en silencio. Mientras, estuve bosquejando con la punta del dedo el vacío con forma humana que había dejado en mi pecho.
—Y esa historia, ¿crees que querrá leerla alguien? —dijo ella.
—La verdad, mucho atractivo no creo que tenga —reconocí yo.
—¿Por qué quieres escribirla entonces?
—Eso no puedo explicártelo bien con palabras —dije—. Para poder explicarte las razones de por qué quiero escribir una novela sobre esto, primero tengo que escribirla; y si escribo una novela sobre esto, ya no habrá ninguna razón para explicarte las razones de por qué quiero escribirla, ¿entiendes?
Ella sonrió sin decir nada, se sacó un pitillo arrugado del bolsillo y lo encendió. Ella siempre los arruga. A veces están tan desmenuzados que ni siquiera puede encenderlos. Pero esa vez lo prendió sin dificultad.
—Por cierto —dijo ella—. ¿Tienes alguna tía pobre?
—No —respondí.
—Yo sí. Un ejemplar auténtico. Una verdadera tía pobre. Estuvo viviendo unos años con nosotros.
La miré a los ojos. Su mirada era tan serena como de costumbre.
—Pero yo no quiero escribir nada sobre mi tía —dijo ella—. No pienso escribir ni una palabra.
En el transistor empezó a sonar otra canción. Se parecía a la anterior, pero ésta no recordaba haberla oído nunca.
—Tú no tienes ninguna tía pobre —prosiguió ella—. Pero quieres escribir algo sobre una. En cambio, yo tengo una auténtica tía pobre. Pero no quiero escribir nada sobre ella. ¿No te parece un poco extraño todo esto?
Asentí.
—¿Por qué será?
En vez de responder, ella se limitó a ladear un poco la cabeza. De espaldas a mí, sumergió sus finos dedos en el agua. Fue como si la pregunta pasara a través de sus dedos hasta ser absorbida por las ruinas del fondo del agua. Seguro que mi señal de interrogación aún sigue allí, sumergida en el fondo del estanque lanzando brillantes destellos como un fragmento de bruñido metal. Y, posiblemente, les haga la misma pregunta a las latas a su alrededor.
¿Por qué será? ¿Por qué será? ¿Por qué será?
Ella dejó caer al suelo las cenizas desmenuzadas de la punta de un cigarrillo desmenuzado.
—A decir verdad, hay unas cuantas cosas que también a mí me gustaría contar sobre mi tía. Pero yo no sabría encontrar las palabras adecuadas. A mí eso me supera. Porque yo conozco a una tía pobre de carne y hueso —dijo ella mordisqueándose los labios—. Pero creo que eso va mucho más lejos de lo que tú te piensas.
Alcé la vista de nuevo hacia las estatuas de los unicornios. Ambos estaban agitando las patas delanteras al viento, irritados por el paso del tiempo que los había abandonado en algún lugar del pasado. Tras frotarse varias veces contra las mangas de la camisa los dedos que había sumergido en el agua, ella se volvió hacia delante.