En cuanto al estrés, yo no sabía lo que era. Cierto que tenía mucho trabajo acumulado. Pero no tanto como para acabar exhausto. Los asuntos con las chicas me iban bien. Una vez cada tres días, acudía a la piscina a nadar… No. No creo que tuviera estrés.
—Parece que no —admití.
—Yo sólo vomitaba —dijo él.
Durante dos semanas, él siguió vomitando y el teléfono continuó sonando. Al decimoquinto día, harto de ambas cosas, dejó el trabajo sin hacer y decidió que, ya que no podía librarse de las náuseas, intentaría librarse, al menos, de las llamadas, de modo que reservó una habitación en un hotel donde pudiera pasarse el día mirando la televisión y leyendo. Al principio la cosa funcionó. El sándwich de
roast beefy
la ensalada de espárragos que se comió para almorzar le sentaron bien. Quizás el cambio de ambiente hubiera surtido efecto, porque logró digerir la comida sin ningún problema. A las tres y media se encontró con la novia de un amigo íntimo en el salón de té del hotel y se echó al estómago una tarta de cerezas y un café solo. Volvió a sentarle bien. Luego se acostó con la novia de aquel amigo. Con el sexo tampoco hubo ningún problema. Cuando ella se marchó, él cenó solo. Fue a un restaurante que había cerca del hotel y comió tofu,
sawara
[10]
asada con
miso
dulce blanco al estilo de Kioto,
sunomono
,
misoshiru
y un bol de arroz. Siguió sin probar una gota de alcohol. Eran las seis y media de la tarde.
Volvió a su cuarto, miró las noticias de la televisión y, cuando acabaron, empezó a leer el nuevo libro de Ed McBain de la serie Distrito 87. Como a las nueve seguía sin tener náuseas, finalmente respiró con alivio. Después de dos semanas podía volver a disfrutar de la placentera sensación de tener el estómago lleno. Deseó que las cosas siguieran por el buen camino y que la situación volviera pronto a la normalidad. Cerró el libro, encendió la televisión y, tras permanecer unos minutos cambiando de canal con el mando a distancia, se decidió por una vieja película del Oeste. La película acabó a las once de la noche y después pusieron las últimas noticias. Cuando éstas acabaron, apagó el televisor. Tenía muchas ganas de tomarse un whisky y consideró la posibilidad de encaminarse al bar de abajo y pedir una copa antes de acostarse, pero se lo pensó dos veces y desistió. No quería arruinar un día tan perfecto por culpa del alcohol. Apagó la lamparilla junto a la cama y se escurrió entre las mantas.
El teléfono sonó a altas horas de la madrugada. Cuando abrió los ojos y miró el reloj, vio que eran las dos y cuarto. Al principio estaba tan atontado por el sueño que no podía entender cómo es que sonaba el teléfono en aquel lugar. A pesar de ello sacudió la cabeza y, medio sin saber lo que estaba haciendo, descolgó y se llevó el auricular a la oreja.
—Diga —contestó.
La voz aquella pronunció su nombre, como siempre, y, acto seguido, colgó. Sólo se oía como si el teléfono comunicara.
—Pero tú no le habías dicho a nadie que te alojabas en aquel hotel, ¿verdad? —pregunté.
—No, claro que no. A nadie. Exceptuando a la chica con la que me había acostado, claro.
—Tal vez ella se lo contara a alguien.
—¿Con qué motivo?
Ahora que lo decía, pues tenía razón.
—Luego, en el cuarto de baño, lo vomité todo, absolutamente todo. El pescado, el arroz. Todo. Como si la llamada telefónica hubiera levantado una trampilla y dejado abierto el camino para que salieran los vómitos. Después de vomitar me senté en la bañera e intenté ordenar mis ideas. Lo primero que cabía pensar era que todo el asunto de las llamadas, fueran hechas en broma o con malicia, era la hábil maquinación de alguien. Cómo se había enterado esa persona de mi estancia en el hotel, eso ya lo decidiría más adelante, pero la cuestión era que las llamadas eran obra de alguien. La segunda posibilidad era que fueran alucinaciones auditivas. Me parecía ridículo planteármelo siquiera, pero si se analizaban los hechos con frialdad, no podía descartarse por completo esa hipótesis. O sea, que a mí me daba la sensación de que sonaba el teléfono, cogía el auricular y, entonces, sentía que alguien decía mi nombre. Pero nada de eso sucedía en realidad. En principio era posible, ¿no te parece?
—Bueno, sí, pero… —dije.
—Entonces llamé a recepción y les pedí que comprobaran si acababa de telefonear alguien a mi habitación. Pero no fue posible averiguarlo. El sistema telefónico del hotel registraba las llamadas que se efectuaban al exterior, pero no quedaba constancia de las que se recibían desde el exterior. O sea, que no tenía ninguna pista.
»Aquella noche fue el punto de inflexión a partir del cual empecé a considerar seriamente varias cuestiones. Sobre los vómitos y las llamadas. En primer lugar, que ambos hechos, no sabía si de manera parcial o total, debían de estar conectados en alguna parte. Luego, que tanto el uno como el otro eran algo mucho más serio de lo que yo había imaginado al principio. Eso lo había ido viendo cada vez con mayor claridad.
»Cuando, tras pasar dos noches en el hotel, volví a mi casa, las náuseas y las llamadas continuaron como de costumbre. A modo de prueba me alojé en varias ocasiones en casa de algún amigo, pero, con todo, las llamadas no se hicieron esperar. Y sucedía siempre que mis amigos no estaban presentes y yo me encontraba solo. Este hecho me fue inquietando cada vez más. Empezó a darme la impresión de que tenía algo invisible plantado a mis espaldas que espiaba todos mis movimientos y que aguardaba el momento propicio para telefonearme y meterme el dedo hasta la boca del estómago. Y ésos son, claramente, los primeros síntomas de la esquizofrenia, ¿verdad?
—Pero yo diría que no hay muchos esquizofrénicos que se inquieten preguntándose si padecen esquizofrenia, ¿no te parece?
—Exacto. Además, no se conoce ningún caso en el que la esquizofrenia vaya ligada a las náuseas. Eso me lo dijeron en el departamento de psiquiatría del Hospital Universitario. Los psiquiatras apenas me hicieron caso. Sólo tratan a pacientes que presentan una sintomatología más clara. Me dijeron que en cada uno de los trenes de la línea Yamanote hay, en cada vagón lleno, de 3,5 a 4 personas de promedio que presentan síntomas parecidos a los míos, y que el hospital no puede atenderlos a todos. Me aconsejaron que llevara los vómitos al departamento de medicina interna y que las llamadas las denunciara a la policía.
»Sin embargo, como tú quizá ya sepas, hay dos tipos de fechorías de los que la policía no se ocupa. Una es ese tipo de llamadas; y la otra, el robo de bicicletas. En ambos casos, el número contabilizado es excesivo y se trata de acciones de poca monta. Si se ocuparan de todas las denuncias, el funcionamiento policial se colapsaría. Así que a mí ni me escucharían. ¿La llamada de un demente? ¿Y qué le dice? ¿Su nombre? ¿Y nada más? Tenga, rellene este formulario. Y, si hay algo nuevo, póngase en contacto con nosotros. Eso sería, más o menos, lo que me dirían. Ni siquiera me prestarían atención si les señalara la cuestión de cómo era posible que aquel hombre supiera siempre dónde me encontraba. Y si insistiera demasiado, empezarían a sospechar que estoy mal de la cabeza.
»Así que llegué a la conclusión de que no podía confiar ni en los médicos ni en la policía. En definitiva, que aquello tenía que resolverlo yo por mi cuenta. Lo decidí unos veinte días después de que empezara la «llamada de las náuseas». Me considero una persona bastante fuerte, tanto física como psicológicamente hablando, pero en aquellos momentos estaba a punto de derrumbarme, cosa que no es de extrañar.
—Pero con las novias de tus amigos todo iba bien, ¿verdad?
—Pues sí, más o menos. Justamente, uno de mis amigos estaba de viaje durante dos semanas en Filipinas por cuestiones de trabajo y, mientras tanto, su novia y yo nos lo pasamos muy bien.
—Mientras te divertías con ella, ¿recibiste alguna llamada?
—Jamás. Puedo comprobarlo mirando el diario, pero yo diría que no. Que no debe de haber ninguna. Siempre buscaba el momento en que yo estuviera completamente solo. Lo mismo sucedía con los vómitos. Entonces caí en la cuenta. ¿Cómo es que paso tanto tiempo solo? Lo cierto era que, de las veinticuatro horas del día, estaba solo, de promedio, unas veintitrés horas. Vivía solo, apenas mantenía relaciones laborales con nadie, las conversaciones de trabajo eran generalmente por teléfono, las novias eran novias de otros, las comidas, el noventa por ciento de las veces, las hacía fuera; el único deporte que practicaba consistía en dar, yo solo, una brazada tras otra; no tenía otro
hobby
más que escuchar, yo solo, discos antiguos; el trabajo, para poder concentrarme, lo tenía que hacer solo, tenía amigos, pero, a aquella edad, todos estaban muy ocupados y no podía verlos con mucha frecuencia… ¿Entiendes a qué tipo de vida me refiero?
—Pues, más o menos —asentí.
Se echó whisky sobre el hielo y, tras removerlo con la punta del dedo, tomó un sorbo.
—Entonces intenté plantearme en serio qué tenía que hacer. ¿Iba a seguir sufriendo solo las llamadas y las náuseas eternamente?
—Habrías podido buscarte una novia normal. Una novia para ti solo.
—También pensé en eso, claro. Me dije que tenía veintisiete años y que ésa no era una mala edad para sentar la cabeza. Pero me resultaba imposible. Yo no soy así. No podía soportar rendirme de ese modo. No me resignaba a cambiar de estilo de vida por unas absurdas e incomprensibles llamadas telefónicas. Y decidí luchar mientras me quedara un átomo de fuerza física y mental.
—¡Humm!
—¿Qué hubieras hecho tú?
—¡Uf! Vete a saber. No tengo la menor idea —contesté. Y no la tenía, de veras.
—Total, que las náuseas y los vómitos continuaron. Fui perdiendo peso. Espera… Sí, mira… El día cuatro de junio pesaba sesenta y cuatro kilos. El día veintiuno, sesenta y uno. El día diez de julio, cincuenta y ocho kilos. ¡Cincuenta y ocho kilos! Con mi estatura, es difícil de creer. Toda la ropa empezó a irme grande. Acabé teniendo que andar sujetándome los pantalones.
—Tengo una pregunta. ¿Por qué no conectaste un contestador automático o algo por el estilo?
—Porque no quería huir de él, por supuesto. Si lo hubiera hecho, habría pensado que me rendía. ¡Y eso nunca! Era: o él o yo. O se hartaba él o me iba al cuerno yo. Con los vómitos hice lo mismo. Me los tomé como si fueran una dieta ideal. Por suerte, no había perdido toda la fuerza física y podía seguir llevando la vida de costumbre y mantener mi ritmo de trabajo habitual. Volví a beber. Tomaba cerveza desde la mañana, al caer la noche me empapaba en whisky. Total, acabaría vomitando igualmente. Al beber me sentía aligerado y lo encontraba más consecuente, la verdad.
Saqué algunos ahorros del banco, fui a una tienda de ropa y me compré un traje de mi nueva talla y dos pares de pantalones. Al mirarme en el espejo de la tienda me dije que no me sentaba tan mal la delgadez. Pensándolo bien, las náuseas no eran tan graves. Eran mucho menos dolorosas que las hemorroides o las caries, y más elegantes que la diarrea. Era cuestión de relativizarlo. Una vez resuelto el problema nutricional y descartado el peligro del cáncer, los vómitos, en sí mismos, eran algo inofensivo. Total, en América venden píldoras para adelgazar que provocan el vómito.
—Entonces —dije—, las náuseas y las llamadas continuaron hasta el día catorce de julio, ¿verdad?
—Para ser exactos… Espera un poco… Para ser exactos, el último vómito fue el día catorce de julio a las nueve y media de la mañana, devolví tostadas, una ensalada de tomate y leche. Y la última llamada tuvo lugar esa misma noche a las diez y veinticinco minutos, y yo, en aquellos momentos, estaba escuchando
Concert by the Sea
, de Erroll Garner, y tomándome un Seagram VO. ¿Qué? ¿Qué me dices? Eso de llevar un diario es útil, ¿verdad?
—Pues, sí. Mucho —asentí—. Entonces, tanto las llamadas como las náuseas se cortaron en seco, ¿no?
—Sí, en seco. Como en
Los pájaros
de Hitchcock, una buena mañana abres la ventana y todo ha pasado. Ni los vómitos ni las llamadas volvieron a repetirse. Yo recuperé peso hasta los sesenta y tres kilos y dejé colgados dentro del armario el traje y los pantalones. De recuerdo.
—¿Con la voz del teléfono sucedió lo mismo?
Él hizo un leve movimiento con la cabeza de izquierda a derecha. Y me dirigió una vaga mirada.
—No —contestó—. La última llamada, sólo ésa, fue distinta de las demás. Primero mencionó mi nombre. Como siempre. Pero luego el tipo me dijo: «¿Sabes quién soy?», y guardó silencio durante unos instantes. Yo también callaba. Ambos permanecimos unos diez o quince segundos sin pronunciar palabra. Luego colgó. Y sólo se oía cómo comunicaba el teléfono.
—¿De verdad te dijo eso: «¿Sabes quién soy?».
—Palabra por palabra. Exactamente eso. De una manera muy lenta y muy clara. «¿Sabes quién soy?». Pero yo no recordaba haber oído nunca aquella voz. Al menos, seguro que no pertenecía a alguien que hubiese tratado durante los cinco o seis últimos años. No puedo asegurarte que no se tratara de algún conocido de cuando era niño o de alguien a quien apenas le hubiera oído la voz, pero, entre éstos, no se me ocurría nadie que tuviera razones para odiarme. No recordaba haberle hecho una mala pasada a nadie, y tampoco tengo tanto volumen de trabajo como para despertar el odio entre los de mi mismo ramo. Sí, ya lo sé. Está lo de las mujeres. Como bien sabes, no tengo la conciencia completamente tranquila. Lo admito. No hay nadie que, a los veintisiete años sea inocente como un bebé. Pero, tal como te he dicho antes, conozco las voces de todos mis amigos. Los reconocería de inmediato.
—Pero una persona formal no tiene como especialidad acostarse con las parejas de sus amigos.
—En ese caso —dijo él—, ¿tú apuntarías a la posibilidad de que fuera una especie de sentimiento de culpa… Un sentimiento de culpa que ni yo mismo soy consciente de tener…, que se materializase en las náuseas y las alucinaciones auditivas?
—Eso no lo he dicho yo, sino tú —lo corregí.
—¡Humm! —dijo, se metió un trago de whisky en la boca y alzó la vista al techo.
—También hay otras posibilidades. Por ejemplo, que uno de tus amigos contratara un detective privado para que te siguiera, y que, para escarmentarte o a modo de advertencia, hiciera que éste te llamara por teléfono. Y las náuseas podían ser una simple indisposición física que coincidiera, casualmente, con las llamadas.