Sauce ciego, mujer dormida (21 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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—Tú vas a escribir sobre una tía pobre —dijo—. Vas a encargarte de eso. Y, no sé, al menos a mí me parece que asumir esa responsabilidad implica ofrecer, a la vez, algún tipo de ayuda. ¿Y tú serías capaz de hacerlo? Si tú ni siquiera tienes una tía pobre de verdad.

Lancé un profundo suspiro.

—Lo siento —se disculpó.

—No te preocupes. Posiblemente tengas razón —admití yo.

Pues, sí. Porque yo no tengo una tía pobre de verdad…

Parece la letra de una canción.

2

Tal vez en tu familia tampoco haya una tía pobre. Éste sería, entonces, un punto que tú y yo tendríamos en común: el hecho de que nuestras familias carezcan de una tía pobre. Como punto en común es un poco raro. Como lo sería, por ejemplo, compartir un charco una apacible mañana.

Pero seguro que tú, al menos, sí habrás visto una tía pobre en alguna boda. Porque, al igual que en todas las librerías hay un libro que lleva mucho tiempo abandonado en un rincón sin que nadie lo hojee, al igual que en todos los armarios hay una camisa que apenas se usa, en todas las bodas hay una tía pobre.

Apenas se la presentan a la gente, apenas conversan con ella. Nadie le pide que pronuncie unas palabras. Se limita a permanecer sentada a la mesa como una botella de leche vacía. Toma el consomé a pequeños e inseguros sorbos, come la ensalada con el tenedor del pescado, las alubias se le escurren fuera de la cuchara y, al final, es la única que se queda sin la cucharilla del helado. Su regalo, con un poco de suerte, irá a parar al fondo de un armario y, si la fortuna le es adversa, acabará en la basura en la próxima mudanza junto con trofeos polvorientos de vete a saber qué.

En el álbum de bodas que hojearán de vez en cuando, también aparece su fotografía, claro está. Pero su imagen es tan fúnebre como la del cadáver de un ahogado que todavía esté en relativo buen estado.

«¿Y esa mujer quién es? Sí, ésa, la de la segunda fila, la que lleva gafas…».

«¡Ah!, no es nadie». Dirá el joven esposo. «Es sólo mi tía pobre».

No tiene nombre. Es sólo la tía pobre. Únicamente eso.

Claro que el nombre, un día u otro, desaparece. Esto lo puedo jurar.

Sin embargo, la desaparición puede producirse de diversas formas. En primer lugar, está aquella en la cual tu nombre desaparece al morir. Ésa es muy simple. «El río se ha secado y todos los peces han muerto», o «El bosque ha sido pasto de las llamas y todos los pájaros han muerto abrasados»… Y nosotros lamentamos sus muertes. A continuación, está aquella en la cual, un buen día, tú haces ¡puf! y te apagas de repente, pero, tal como sucede con un televisor viejo, incluso después de morir queda una luz blanca temblando en la pantalla. Tampoco ésa está mal. Se parece un poco a las pisadas de los elefantes de la India que se han extraviado, pero seguro que no está nada mal. Y, en último lugar, está aquella en la que el nombre se pierde antes de morir. Es decir, las tías pobres.

Sin embargo, yo también caigo a veces en ese estado de falta de nombre típico de las tías pobres. Al atardecer, entre la muchedumbre que abarrota la terminal, de súbito se me va de la cabeza adónde voy, cómo me llamo y dónde vivo. Claro que es por poco tiempo, unos cinco o diez segundos a lo sumo.

También puedes encontrarte con esto:

—Mira, es que no hay manera de que me acuerde de cómo te llamas —te dice alguien.

—Tranquilo. No pasa nada. Mi nombre tampoco es nada del otro mundo.

Él se señala repetidas veces la boca.

—No, si es que lo tengo en la punta de la lengua…

En esas situaciones me siento como si estuviera enterrado pero con la punta del pie izquierdo asomando por fuera. Alguien acabará, antes o después, tropezando con él y empezará a disculparse.

—¡Oh! Lo siento. Si es que lo tengo en la punta de la lengua…

Bueno, y entonces, los nombres que se pierden, ¿adónde van a parar? En el intrincado laberinto de las grandes ciudades, desde luego, tienen muy pocas probabilidades de sobrevivir. Unos acabarán aplastados en el asfalto por un camión de transporte, otros morirán como un perro abandonado por no llevar la calderilla suficiente para coger el tren, otros se hundirán en un río profundo al llevar los bolsillos lastrados por el orgullo.

Con todo, quizás algunos logren sobrevivir y se dirijan a la ciudad de los nombres perdidos donde formarán una silenciosa comunidad. Una ciudad pequeña, muy pequeña. Y seguro que en sus puertas plantarán este cartel:

PROHIBIDA LA ENTRADA A LAS PERSONAS AJENAS
.

Y quien entre por las buenas recibirá el pequeño castigo reglamentario.

O tal vez fuera un pequeño castigo pensado exclusivamente para mí. Yo llevaba pegada a mis espaldas una pequeña tía pobre.

La primera vez que fui consciente de ello ocurrió a mediados de agosto. No fue por nada especial. Simplemente, lo advertí de pronto: ¡Oh! En las espaldas llevo a una tía pobre.

La sensación no era nada desagradable. El peso era discreto, no me lanzaba un aliento apestoso detrás de las orejas. Se limitaba a estar firmemente adherida a mi espalda como una sombra pasada por lejía. Si no prestaba mucha atención, la gente ni siquiera advertía su presencia. Incluso los gatos que viven conmigo la miraban, los dos o tres primeros días, con recelo, pero en cuanto comprendieron que no tenía intención alguna de entrometerse en su territorio se acostumbraron a ella enseguida. Algunos amigos míos, sin embargo, no lograban relajarse en su presencia. Porque, mientras estábamos bebiendo, ella les iba echando rápidas ojeadas por encima de mi hombro.

—Pues yo no me siento cómodo.

—No te preocupes —dije yo—. Pero si es muy tranquila. Y, además, es completamente inofensiva.

—Eso ya lo sé. Pero… ¿cómo te diría? Es que me deprime.

—Pues no la mires.

—Ya, claro —replicaba él con un suspiro—. ¿Y dónde se te ha colgado eso a la espalda?

—No se trata de
dónde
—respondí—. Es sólo que estoy rumiando unas cosas todo el día. Sólo eso.

Él asintió y suspiró.

—Creo que ya sé lo que quieres decir. Si es que tú siempre has tenido ese carácter.

—Pues sí.

Y, sin excesivo entusiasmo, seguimos bebiendo whisky alrededor de una hora más.

—Oye —le pregunté yo—, ¿por qué la encuentras deprimente?

—Es que… Vamos, que me da la impresión de que mi madre no me quita los ojos de encima.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué debe de ser?

—¿¡Que por qué!? —exclamó él con cara de espanto—. Pues porque es mi madre lo que llevas pegado a la espalda.

Al contrastar las impresiones de varias personas (porque yo, por mí mismo, no podía mirarme la espalda), llegué a la conclusión de que lo que llevaba pegado detrás no era una tía pobre con una forma definida, sino una especie de ser etéreo que cambiaba de forma según las imágenes que tuviera en mente quien la miraba.

Para un amigo mío era una perra de raza akita, que se le había muerto de cáncer de esófago el otoño anterior.

—A los quince años. Ya era muy vieja, la pobre. Pero es que el cáncer de esófago es horroroso. ¡Pobre bicho!

—¿De cáncer de esófago?

—Sí. Un cáncer que se forma en el esófago. Algo terrible. ¡Dios me libre de algo parecido! La pobre se pasaba el día gimiendo. «Hi-hi-hi», hacía. Yo quería matarla para que no sufriera más. Pero mi madre no quiso.

—¿Y por qué no?

—¡Vete a saber! No debía de querer ensuciarse las manos —respondió él con acento sombrío.

—Total, que estuvo dos meses con el gota a gota enchufado. Uno que se coloca en el suelo. ¡Olía que apestaba! —En este punto, se calló por unos instantes—. No es que fuera un buen perro. En absoluto. Era una cobardica y ladraba a todo bicho viviente. Vamos, que no servía para nada. También pilló una enfermedad en la piel…

Asentí.

—La pobre habría sido más feliz si hubiera nacido cigarra. Al menos se habría podido pasar el día chillando sin que la molestara nadie. Y, además, no habría tenido cáncer de esófago…

Pero ella seguía siendo una perra y estaba montada a mi espalda con el tubo de la instilación colgándole de la boca.

Para cierto agente inmobiliario era una maestra que había tenido mucho tiempo atrás, en primaria.

—El año veinticinco de
Shôwa
[7]
. Sí, diría que fue el año en que empezó la guerra de Corea —dijo él enjugándose el sudor con una gruesa toallita—. Fue nuestra tutora durante dos años. ¡Qué tiempos aquéllos! Claro que, de ella, ya ni me acordaba.

Parecía tomarme por un pariente de la antigua maestra y me invitó a un
mugicha
[8]
.

—Pensándolo bien, era una pobre mujer. El mismo año en que se casó llamaron al marido a filas. Y él murió dentro de un buque de carga, a medio camino del frente. Eso debió de ser el año dieciocho de
Shôwa
[9]
. Ella siguió dando clases en primaria, pero, al año siguiente, se abrasó en los bombardeos. Se quemó desde la mejilla izquierda, así, así, brazo abajo. —Se trazó una larga línea con la punta del dedo desde la mejilla hasta el brazo izquierdo, se acabó la
mugicha
de un trago y volvió a enjugarse el sudor con la toallita—. Por lo visto, había sido muy guapa. ¡Pobre mujer! Pero dicen que hasta le cambió el carácter. Si aún vive, ahora debe de tener casi sesenta años. Sí, sí. Seguro que fue el veinticinco de
Shôwa…

Y así fue tomando la forma del plano de un rincón de la ciudad o de una participación de boda. Y, teniendo como base de operaciones mi espalda, la tía pobre fue ampliando, poco a poco, su círculo de influencia.

Pero, al mismo tiempo, mis amigos se fueron apartando de mi lado, uno tras otro, de la misma forma que un peine va perdiendo sus púas.

—No, si no es mal tipo —decían—. Pero cada vez que lo veo me encuentro frente a la deprimente estampa de mi madre (o de la vieja perra muerta de cáncer de esófago o de la maestra con la cara quemada).

Tenía la sensación de haberme convertido en el sillón de un dentista. Nadie me recriminaba nada. Nadie me odiaba. Pero todos me evitaban como la peste y, si me topaba con ellos, me daban cualquier excusa verosímil y ponían pies en polvorosa.

—Es que, cuando estoy contigo, me agobio, ¿sabes? —me dijo una chica con tono remiso, pero no exento de sinceridad—. Si lo que llevas a la espalda fuera un paragüero, pues aún podría soportarlo. Pero eso…

¡Un paragüero!

«¡Qué le vamos a hacer!», pensé. Las relaciones sociales nunca habían sido mi fuerte. Además, no quería vivir con un paragüero colgado a la espalda.

Tal como he dicho, mis amigos me evitaban, pero, a cambio, empezaron a disputárseme los medios de comunicación. Revistas en su mayoría. Un día sí otro no venían a fotografiamos a la tía pobre y a mí, se exasperaban al ver que ella no salía bien en las fotos, me acribillaban a preguntas que no venían a cuento y se iban. Yo esperaba que el hecho de salir en las revistas me conduciría a descubrir algo nuevo o a que se desarrollase algo con respecto a la tía pobre. Pero no se produjo ningún descubrimiento y tampoco hubo evolución alguna. Lo único que conseguí fue agotarme.

Incluso salimos en el
Morning Show
de la televisión. Me tuve que levantar a las seis de la mañana, me montaron en un coche, me llevaron a los estudios de televisión y me hicieron tomar un café dudoso. Unos tipos incomprensibles me rodearon llevando a cabo cosas incomprensibles. Me entraron ganas de coger la puerta y largarme. Pero, antes de que tuviera la posibilidad de hacerlo, llegó mi turno. El presentador, cuando no le enfocaban las cámaras, era un tipo malhumorado, arrogante y superficial. No perdía la ocasión de meterse con quienes le rodeaban. Nada más verlo, le cogí antipatía. Pero en cuanto se encendió la luz roja experimentó una brusca transformación. Se convirtió en un sonriente, simpático e inteligente hombre de mediana edad.

—Vamos a dar inicio a la sección «Cosas así también existen» —dijo dirigiéndose a las cámaras—. Empezaremos con nuestro invitado, el señor… que se encontró de pronto con que tenía a una tía pobre cargada a la espalda. Y, ciertamente, pocas son las personas que se hallan en semejante situación. Esta mañana desearía que nos contara cómo sucedió todo y, también, las dificultades que ha tenido que afrontar. ¿Qué le parece a usted? ¿Encuentra muy incómodo llevar a una tía pobre a la espalda?

—Pues no es particularmente incómodo o problemático, la verdad —dije—. Pesa poco, no come ni bebe.

—¿Tampoco le duele a usted la espalda?

—No.

—¿Desde cuándo la lleva usted pegada ahí?

Intenté explicarles de forma concisa la historia de la plaza de las estatuas de los unicornios, pero el presentador no pareció entender su significado.

—En resumen —dijo tras un carraspeo—, que usted se encontraba sentado en el borde de un estanque y que la tía pobre que estaba oculta en su interior se le subió a la espalda y lo poseyó.

—Que no. No es eso —le dije sacudiendo la cabeza.

«¡Uf!», pensé. «Lo sabía. No tendría que haber venido a este sitio. Total, lo único que esperan es algo que les haga reír o una historia de terror de segunda categoría».

—La tía pobre no es un fantasma. Ni estaba oculta en ninguna parte ni ha poseído a nadie. Está hecha sólo de palabras —expliqué con hastío—. Únicamente palabras.

Nadie abrió la boca.

—O sea, que puesto que las palabras son como electrodos que conectan con la mente, si a través de ellas envías el mismo estímulo una y otra vez, se producirá sin falta una reacción. No hace falta decir que esta reacción será completamente distinta según la persona. En mi caso ha adoptado la forma de un ser independiente. Exactamente igual que si la lengua se te fuera hinchando deprisa dentro de la boca. Lo que se me pegó a la espalda, en definitiva, fueron las palabras «tía pobre». Unas palabras sin significado, sin forma. Iría más allá y diría que son un signo conceptual.

El presentador puso cara de apuro.

—Usted dice que no tienen ni significado ni forma, pero nosotros podemos ver claramente una especie de figura colgada a su espalda, y eso tiene un significado para cada uno de nosotros.

Me encogí de hombros.

—Y eso es un signo, ¿no le parece?

—En ese caso —saltó a mi lado una joven colaboradora deseosa de reconducir la situación al ver que entrábamos en terreno estéril—, si usted lo desea, podrá hacer desaparecer a su antojo esta imagen o este ser.

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