—No hay ninguna razón en particular. Sólo quería saber si estabas bien.
—Espera un momento —dijo la hermana. Y, por su voz, él se dio cuenta de que había estado llorando en silencio—. Lo siento, ¿esperas un momento?
Otro silencio. Mientras, él mantuvo el auricular pegado a la oreja. No se oía nada. No había señales de vida. Luego, la hermana preguntó:
—¿Estás libre ahora?
—Sí. No tengo nada que hacer —contestó él.
—¿Te importa que vaya a verte?
—En absoluto. Iré a buscarte en coche a la estación.
Una hora más tarde, él recogió a su hermana delante de la estación y la llevó a su casa. Tras diez años de no verse tuvieron que admitir que los dos habían cambiado. Los efectos del tiempo se manifestaban en ambos. Y uno podía verlos reflejados en la figura del otro, como en un espejo. Su hermana seguía siendo delgada y esbelta, y parecía cinco años más joven. Sin embargo, en sus mejillas hundidas había una severidad que antes no existía. También sus impresionantes y negras pupilas habían perdido su brillo. Él también aparentaba ser cinco años más joven, pero era evidente, a los ojos de cualquiera, que el nacimiento del pelo había retrocedido algo. Dentro del coche, los dos intercambiaron las consabidas frases tópicas. Que cómo iba el trabajo. Que si estaban bien los niños. Noticias de conocidos comunes. El estado de salud de los padres.
Al entrar en el piso, él se metió en la cocina y calentó agua.
—¿Todavía tocas el piano? —le preguntó ella al fijarse en el piano vertical que había en la sala de estar.
—Lo toco por afición. Piezas sencillas. Los dedos no me siguen en las complicadas.
La hermana levantó la tapa del piano y posó sus dedos sobre las teclas cuyo color había cambiado con el uso.
—Estabas convencido de que llegarías a ser un famoso concertista de piano.
—El mundo de la música es la tumba de los niños prodigio —dijo él moliendo el café—. Yo también lo sentí, claro. Renunciar a la idea de ser pianista supuso una gran decepción. Fue como si todo lo que había hecho hasta entonces se hubiera echado a perder. Ésa es la sensación que tuve. Hubiera querido desaparecer. Pero no me quedó otra opción que admitir que mi oído era superior a mis manos. Había mucha gente mejor que yo tocando el piano, pero nadie que tuviera el oído más fino. Lo descubrí poco después de ingresar en la universidad. Y entonces pensé lo siguiente: «Me irá mejor siendo un afinador de primera categoría que un pianista de segunda».
Sacó de la nevera crema de leche para el café y la vertió en una pequeña jarrita de porcelana.
—Parecerá extraño, pero fue al empezar a estudiar para afinador profesional cuando comencé a disfrutar de verdad tocando el piano. Me había matado estudiando piano desde pequeño. No creas. Practicar un día tras otro con el objetivo de ir mejorando, a su manera, era interesante. Pero nunca me había
divertido
tocando el piano. Lo tocaba únicamente con el objetivo de solucionar algunos problemas concretos. Para no colocar los dedos en la tecla equivocada o para no hacerme un lío con ellos. Total, para impresionar a la gente. Pero cuando renuncié a la idea de ser pianista descubrí, finalmente, el placer de tocar el piano. «¡Qué maravillosa es la música!», pensé. Me sentí como si me hubiera descargado un pesado fardo de la espalda. Mientras cargaba con él, no era consciente de que lo llevaba.
—Nunca me lo habías dicho.
—¿Ah, no?
La hermana sacudió la cabeza en silencio.
Tal vez no. Él pensó que quizá no le hubiera hablado nunca de eso. No, al menos, de aquella forma.
—Lo mismo me sucedió cuando descubrí que era gay —prosiguió él—. Algunas dudas que tenía y que nunca había podido explicarme se despejaron de golpe. «¡Ah, claro! Era eso», pensé. Y todo se volvió mucho más fácil. Un paisaje nublado que se despeja de golpe. Es posible que en el momento en que renuncié a ser pianista o en el que reconocí que era gay decepcionara a algunas de las personas que me rodeaban. Pero quiero que entiendas que ésa era la única manera de volver a ser yo mismo. De ser yo bajo mi forma natural.
Puso una taza de café delante de su hermana, que estaba sentada en el sofá. Trajo su propio tazón y tomó asiento a su lado.
—Quizá tendría que haberme esforzado más en entenderte —dijo su hermana—. Pero creo que, antes, deberías habernos explicado mejor las cosas. Sincerarte con nosotros. Explicarnos qué te rondaba por la cabeza…
—No quise dar ninguna explicación —la interrumpió él—. Quería que me comprendieseis sin tener que explicar, una a una, mis razones.
Especialmente
tú.
Ella enmudeció.
Él dijo:
—Yo, en aquellos momentos, no podía pensar en cómo se sentía cada una de las personas que me rodeaban. No estaba en situación de hacerlo. —Al acordarse de aquella época, su voz tembló un poco. Le entraron ganas de llorar. Pero se rehízo. Y prosiguió—: En muy poco tiempo, mi vida sufrió un cambio radical. Debía agarrarme a algo, fuera como fuese, para no precipitarme al vacío. Tenía mucho miedo, estaba aterrado. Y, en un momento así, no puedes ir dando explicaciones a los demás. Sientes que te vas a resbalar de un momento a otro y a caer fuera del mundo. Por eso sólo quería que me comprendieras. Que me abrazaras con fuerza. Sin razones o explicaciones de por medio. Pero nadie…
La hermana sepultó la cara entre las manos y empezó a llorar en silencio. Sus hombros temblaban. Él le posó con suavidad una mano en un hombro.
—Lo siento —dijo la hermana.
—Olvídalo —repuso él. Puso crema de leche en el café, lo removió con la cucharilla y se lo bebió despacio para serenar su ánimo—. No tienes por qué llorar. También fue culpa mía.
—Pero, oye, ¿a qué se debe que me llames hoy? —preguntó la hermana levantando la cabeza y mirándolo de frente.
—¿Hoy?
—Sí. ¿Por qué después de diez años sin hablarnos, me has llamado precisamente hoy?
—Es que ha sucedido algo y me he acordado de ti. Me he preguntado qué estarías haciendo. Y me han entrado ganas de oír tu voz. Sólo eso.
—¿Nadie te ha dicho nada?
La voz de la hermana poseía una resonancia especial que lo puso en guardia.
—No, nada. ¿Ha pasado algo?
Ella permaneció unos instantes en silencio para serenarse. Él esperó pacientemente a que empezara a hablar.
—La verdad es que mañana ingreso en el hospital —dijo la hermana.
—¿En el hospital?
—Pasado mañana me operan de cáncer de mama. Van a extirparme el seno derecho. Todo entero. Pero, incluso así, no es seguro que logren impedir que el cáncer se extienda. Aún no lo saben. Tienen que sacarlo y analizarlo primero.
Por unos instantes, él se quedó sin palabras. Todavía con la mano posada en el hombro de su hermana fue contemplando por orden, sin ningún significado en especial, uno tras otro, todos los objetos que había en la habitación. El reloj, los adornos, el calendario, el mando a distancia del estéreo. A pesar de ser objetos familiares de un cuarto que le era familiar, no podía calibrar la distancia que había entre uno y otro.
—Estuve mucho tiempo dudando entre llamarte o no —dijo la hermana—. Pero me dio la sensación de que era mejor que no lo hiciera y, al final, no te dije nada. Tenía muchas ganas de verte. Pensaba que debía hablar contigo con calma una vez. Y disculparme. Eso también. Pero… es que no quería que nuestro reencuentro se produjera en estas circunstancias. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Lo entiendo.
—Si teníamos que volver a encontrarnos, prefería que fuese en unas circunstancias más alegres, verte con una visión más positiva frente a las cosas. Por eso decidí no ponerme en contacto contigo. Pero, justo hoy, me has llamado tú…
Sin decir nada, él la rodeó con ambos brazos y la abrazó con fuerza, de frente. Pudo notar sus dos senos apretados contra su pecho. Ella sepultó la cara en su hombro y lloró. Los dos hermanos permanecieron largo tiempo en esa posición.
Finalmente, ella preguntó:
—¿Qué me decías que ha sucedido hoy para que te pusieras a pensar en mí? Si no te importa, cuéntamelo.
—¡Uf! ¿Cómo te lo contaría yo? No es algo que se pueda explicar en cuatro palabras. Es una tontería. Una serie de casualidades. Por azar, una coincidencia se ha sumado a otra y yo…
Ella sacudió la cabeza. El sentido de la distancia aún no había vuelto. El mando y los objetos de adorno estaban separados por un montón de años luz.
—No sabría explicarlo —dijo él.
—No importa —repuso la hermana—. Ha sido una suerte. Una verdadera suerte.
Él tocó el lóbulo de la oreja derecha de su hermana y, con la punta del dedo, rascó suavemente el lunar. Luego, como si enviara un susurro sin palabras a un lugar muy querido, le dio un cariñoso beso en la oreja.
—A mi hermana le extirparon el seno derecho en la operación. Por suerte, no se había producido metástasis y todo se solucionó con una quimioterapia bastante suave. Ni siquiera llegó a perder el cabello ni nada por el estilo. Ahora ya se encuentra totalmente restablecida. Fui a verla todos los días al hospital. Para una mujer debe de ser algo terrible perder un seno. Incluso después de que le dieran el alta, seguí yendo a visitarla con frecuencia a su casa. Me encariñé con mi sobrino y mi sobrina y ellos conmigo. Incluso estoy enseñándole piano a la niña. Qué voy a decir yo, pero mi sobrina tiene mucho talento. Y en cuanto a mi cuñado, pues una vez empecé a tratarlo, no me pareció tan odioso como creía. Ya sé que es un poco arrogante, y algo zafio, pero se mata a trabajar y adora a mi hermana. Además, parece que finalmente ha comprendido que la homosexualidad no es una enfermedad infecciosa y que no voy a contagiar a mis sobrinos. Y éste es un pequeño, pero significativo, paso hacia delante. —Al decirlo, se echó a reír—. Me da la sensación de que haberme reconciliado con mi hermana ha representado un gran avance en mi vida. Es como si ahora fuera capaz de vivir con mayor naturalidad que antes. Quizá sea porque he tenido que enfrentarme a algo. Ya que, en el fondo de mi corazón, durante mucho tiempo había acariciado la idea de reconciliarme con ella.
—Sin embargo, ¿faltaba algo que propiciara vuestro reencuentro? —le pregunté.
—Exacto —respondió él. Y asintió repetidas veces—. Era fundamental que ocurriera ese algo. Y entonces lo pensé. Que una coincidencia fortuita tal vez sea un fenómeno normal y corriente. Es decir, que ese tipo de cosas ocurran constantemente, a diario, a nuestro alrededor. Sólo que nosotros no solemos prestarles atención y pasamos la gran mayoría por alto. Como sucede con los fuegos artificiales a pleno día, oímos un débil estallido pero, al alzar la vista al cielo, no vemos nada. Sin embargo, si estamos en una disposición de ánimo en la que necesitamos ardientemente que ocurra algo, tal vez envíen un mensaje dentro de nuestro campo visual y se hagan visibles. Que tomen una forma y un significado comprensible para nosotros. Y que nosotros, al percibirlo, exclamemos sorprendidos: «¡Menudas cosas pasan! ¡Qué raro!». Aunque en eso, de raro, no haya nada. No puedo evitar tener esta sensación. ¿Qué opinas? ¿Crees que estoy llevando las cosas demasiado lejos?
Reflexioné sobre lo que me había dicho.
—Pues sí. Tal vez tengas razón —fui capaz de responderle, pero no estaba muy seguro de que pudiera extraerse una conclusión sobre todo eso de una manera tan sencilla—. Mira, yo, por mi parte, opto por algo más simple y continúo creyendo en la teoría del dios del jazz —dije.
Él se rió.
—Ésa tampoco está nada mal. Espero que también exista un dios de los gays.
No sé qué fue de la mujer bajita que él había conocido en la cafetería del centro comercial. Hace más de medio año que no me hago afinar el piano y no he tenido la ocasión de hablar con él. Posiblemente continúe cruzando el río Tama y yendo a la misma cafetería todos los martes, y también es posible que se hayan vuelto a ver. Sin embargo, nada he oído todavía al respecto. Por lo cual, la historia acaba en este punto.
Sea el dios del jazz, o el dios de los gays —o cualquier otro dios, no importa cuál—, lo que deseo es que uno de ellos proteja a aquella mujer, en alguna parte, humildemente, bajo la apariencia de una casualidad. Lo deseo de corazón. De una manera muy simple.
El hijo de Sachi murió a los diecinueve años atacado por un gran tiburón en Hanalei Bay. Para ser exactos, el tiburón no llegó a devorarlo. Estaba haciendo surf, solo, en alta mar, cuando un tiburón le arrancó la pierna derecha y, de la impresión, el joven se ahogó. Así pues, la causa oficial de la muerte fue ahogamiento. El tiburón se tragó más de la mitad de la tabla de surf. A los tiburones no les gusta devorar hombres. La carne humana no es de su agrado. En la mayoría de los casos, al primer bocado, decepcionados, se van. Por eso hay muchos casos de personas que, siempre que no hayan sucumbido al pánico, han logrado sobrevivir al ataque de un tiburón habiendo perdido solamente un brazo o una pierna. Sólo que el hijo de Sachi se aterró de tal manera que le sobrevino un ataque al corazón, tragó gran cantidad de agua y murió ahogado.
Cuando recibió la noticia a través del consulado japonés de Honolulú, Sachi se hincó de rodillas en el suelo. Su mente quedó en blanco, fue incapaz de hilvanar sus ideas. Simplemente permaneció allí sentada, con la vista fija en un punto de la pared. No sabe cuánto tiempo estuvo en ese estado. Sin embargo, al final, volvió en sí y buscó el número de teléfono de una compañía aérea para reservar un billete con destino a Honolulú. Porque el consulado le había dicho que viajara allí lo antes posible a fin de identificar el cadáver. Que podía darse el caso de que se tratara de una confusión.
Sin embargo, como era un puente largo, no había billetes con destino a Honolulú, ni para aquel día ni para el siguiente. Igual suerte tuvo en las demás compañías. Sin embargo, cuando Sachi le explicó la situación al responsable de reservas de United, éste reaccionó: «Diríjase inmediatamente al aeropuerto. Intentaremos por todos los medios conseguirle un billete». Sachi metió cuatro cosas en una bolsa de viaje y se dirigió al aeropuerto de Narita donde ya la estaba esperando una empleada que le entregó un billete de clase ejecutiva. «Es el único que tenemos disponible en este momento. Sin embargo, le cargaremos la tarifa de clase turista», le dijo la empleada. «Deben de ser momentos muy duros para usted, señora. Intente no desfallecer». Sachi le agradeció su ayuda.