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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

Sauce ciego, mujer dormida (43 page)

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Sin embargo, a decir verdad, a ella nunca le gustó su hijo como persona. Lo quería, por supuesto. Nadie le importaba más en el mundo. Sin embargo, como persona —aunque lo cierto es que tardó mucho tiempo en reconocerlo ante sí misma— no lograba sentir simpatía hacia él. Si el chico no hubiera llevado su misma sangre, no lo hubiera querido ni ver. Era egoísta, le faltaba fuerza de concentración, nunca lograba acabar lo que empezaba. Evitaba hablar en serio y, a la mínima, se inventaba la mentira que más le convenía. Apenas estudiaba y, por lo tanto, sus notas eran deplorables. La única actividad que realizaba más o menos en serio era el surf y vete a saber cuánto tiempo hubiera durado. Como tenía las facciones dulces, nunca le faltaban chicas, pero él no pensaba más que en divertirse y, cuando se cansaba de una, la dejaba sin más, como si desechara un juguete. «Quizá lo mimé demasiado», se decía Sachi. Tal vez le dio demasiado dinero para sus gastos. Debería haberlo educado con más severidad. Pero lo cierto es que ella no sabía cómo podía haber sido más estricta con él. Sachi tenía demasiado trabajo y, además, desconocía completamente la mentalidad y el cuerpo de un muchacho.

Sachi estaba tocando en aquel restaurante cuando entraron los dos surfistas a comer. Era su sexto día en Hanalei. Ambos estaban muy bronceados y parecían mucho más decididos que la primera vez que los había visto.

—¡Anda! ¡Pero si toca el piano! —exclamó el chico rechoncho.

—¡Y qué bien lo hace! Es toda una profesional —comentó el alto.

—Toco para divertirme —dijo Sachi.

—¿Conoce alguna canción de los
B'z?

—No, para nada —dijo Sachi—. Pero, decidme, ¿no erais tan pobres? ¿Ya os llegará el dinero para comer aquí?

—Es que tengo la tarjeta Diners —dijo el alto con seguridad.

—¿No habíamos quedado en que era sólo para emergencias?

—¡Uf! Ya me las apañaré. Con estas cosas, ya se sabe. Una vez empiezas a usarlas se convierten en un vicio. Mi padre tenía toda la razón.

—Cierto. Bueno, veo que te lo tomas con tranquilidad —dijo Sachi admirada.

—Hemos pensado invitarla a comer —dijo el rechoncho—. Nos ha ayudado mucho y, eso, sin conocernos de nada. Pasado mañana a primera hora nos volvemos a Japón y antes nos gustaría invitarla para darle las gracias.

—Así que, si le apetece, podemos comer juntos ahora. También pediremos vino. Invitamos nosotros —dijo el alto.

—Ya he comido —dijo Sachi. Y alzó la copa de vino tinto que llevaba en la mano—. El dueño ya me ha invitado a una copa de vino. Pero me basta con la intención. Me considero invitada. Muchas gracias.

Un hombre blanco de gran estatura se acercó a su mesa y se plantó junto a Sachi. Llevaba un vaso de whisky en la mano. Rondaba los cuarenta años. Llevaba el pelo corto. Sus brazos eran tan gruesos como un poste eléctrico mediano y, en uno de ellos, lucía un gran tatuaje de un dragón. Debajo figuraban las iniciales USMC
[23]
. El color del tatuaje había palidecido. Al parecer, se lo habían hecho hacía mucho tiempo.

—Tocas muy bien —dijo él.

—Gracias —respondió Sachi tras echarle una ojeada al hombre.

—¿Japonesa?

—Sí.

—Yo he estado en Japón. Pero hace mucho tiempo. Dos años en Iwakuni.

—¡Vaya! Yo he estado dos años en Chicago. Pero hace mucho tiempo. Así que estamos empatados.

El hombre se lo pensó un poco. Luego, tras decidir que debía de tratarse de una broma, se rió.

—¡Va! Toca algo al piano. Algo que tenga marcha. ¿Conoces
Beyond the Sea
, de Bobby Darin? Es que la quiero cantar.

—Yo no trabajo aquí y, además, ahora estoy hablando con estos chicos. El pianista del restaurante es aquel caballero delgado, un poco calvo, que está sentado ante el piano. Si tienes alguna petición que hacer, dirígete a él. Y, luego, no te olvides de dejar propina.

El hombre sacudió la cabeza.

—Esa tarta de frutas no toca más que mariconadas. ¡Va! Quiero que tú me toques algo con marcha. Te doy diez pavos.

—No lo haría ni por quinientos —replicó Sachi.

—¿Ah, no? —dijo él.

—No —dijo Sachi.

—¡Ah! ¿Y entonces por qué no lucháis vosotros, los japoneses, para defender vuestro país? ¿Por qué tenemos que ir nosotros a Iwakuni a protegeros a vosotros?

—¿De modo que lo mínimo que yo puedo hacer es cerrar la boca y tocar?

—Correcto —dijo el hombre. Dirigió la mirada hacia los dos chicos que estaban sentados al otro lado de la mesa—. Y vosotros, ¿de qué vais? No servís para nada, todo el día con el coño del surfing. Los japos, vosotros venís a Hawai para hacer surfing, ¿y eso para qué? En Irak…

—Me gustaría hacerte una pregunta —intervino Sachi—. Hace un rato que me ronda una duda por la cabeza.

—Di.

Sachi giró la cabeza y miró de frente al hombre.

—Es la siguiente: ¿cómo diablos se forman los tipos como tú? Es algo que me intriga desde hace tiempo. Sois así de nacimiento o, a lo largo de vuestra vida, a raíz de una experiencia desagradable, os volvéis de este modo. ¿Cuál de las dos opciones es? ¿Tú qué piensas?

El hombre se quedó pensando unos instantes. Luego, con un golpe seco, dejó el vaso de whisky encima de la mesa.

—Escuche, señora…

Al oír que alguien vociferaba, el dueño del restaurante se acercó. Era un hombre bajito, pero agarró al antiguo marine por el brazo y se lo llevó. Al parecer se conocían y el hombre no opuso resistencia. Sólo dejó caer una o dos frases de protesta.

—Siento muchísimo lo que ha sucedido —dijo el propietario un poco después cuando se acercó a Sachi para disculparse—. No es un mal tipo, pero si bebe, cambia. Luego le llamaré la atención. Les invito a algo, para hacerles olvidar el mal rato.

—No pasa nada. Estoy acostumbrada a este tipo de cosas —dijo Sachi.

—¿Qué decía aquel tipo? —le preguntó el chico rollizo a Sachi.

—No he pillado nada —comentó el alto—. Bueno, sólo lo de «japo».

—No os habéis perdido gran cosa. No valía la pena —dijo Sachi—. ¿Y qué? ¿Habéis podido hacer surfing a gusto en Hanalei? ¿Os habéis divertido?

—¡Muchísimo! —respondió el rechoncho.

—¡Ha sido súper! —dijo el larguirucho—. Creo que me ha cambiado la vida. De veras.

—Pues eso es lo principal. Uno debe divertirse al máximo mientras pueda. Luego, ya te pasan factura.

—No hay problema. Tengo la tarjeta —dijo el larguirucho.

—¡Vaya par de benditos! —exclamó Sachi sacudiendo la cabeza.

—Oiga, señora. ¿Podemos hacerle una pregunta? —dijo el rollizo.

—¿De qué se trata?

—¿Ha visto alguna vez al surfista japonés con una sola pierna?

—¿Un surfista japonés con una sola pierna? —dijo Sachi achicando los ojos y mirando de frente al chico rollizo—. No, nunca.

—Nosotros lo hemos visto dos veces. Nos estaba mirando fijamente desde la playa. Llevaba una tabla roja Dick Brewer y le faltaba la pierna desde aquí. —El chico rollizo trazó una línea con el dedo unos diez centímetros por encima de la rodilla—. Como si se la hubieran amputado. Pero cuando nosotros llegábamos a la playa, había desaparecido. No aparecía por ninguna parte. Queríamos hablar con él, así que lo buscamos en serio, pero no logramos encontrarlo. Debe de tener nuestra misma edad, más o menos.

—¿Y qué pierna le faltaba? ¿La derecha? ¿O la izquierda?

El rechocho reflexionó un momento.

—Pues yo diría que era la derecha. ¿Verdad?

—Sí, seguro. Era la derecha —respondió el alto.

—Ya —dijo Sachi. Se humedeció la boca con un poco de vino. El corazón le latía con un sonido duro y seco—. ¿Y seguro que era japonés? ¿No sería un hawaiano de origen japonés?

—Seguro. Eso se ve enseguida. Era un surfista venido de Japón. Como nosotros —dijo el alto.

Sachi mantuvo, por unos instantes, los labios apretados con fuerza. Luego dijo con voz seca.

—Me parece muy extraño. En una ciudad tan pequeña, a un surfista japonés cojo lo verías aunque no quisieras.

—Sí, ya —dijo el chico rollizo—. Algo así llamaría mucho la atención. Por eso nos ha extrañado tanto. Pero estaba. Seguro. Lo hemos visto los dos.

El alto comentó:

—Usted también se queda mucho rato sentada en la playa. Siempre en el mismo lugar. Pues, un poco más allá, estaba el chico ese, de pie sobre su pierna. Y siempre nos miraba a nosotros. Apoyado en el tronco de un árbol. Estaba por la zona donde se encuentran las mesas de picnic, debajo de aquel grupo de árboles de hierro.

Sachi tomó un sorbo de vino sin decir nada.

—Pero ¿cómo podrá tenerse en pie con una sola pierna encima de una tabla? No lo entiendo. Con dos ya cuesta lo suyo —dijo el rechoncho.

Después de aquello, Sachi recorrió todos los días, de la mañana a la noche, aquella larga playa, arriba y abajo. Pero no logró encontrar al surfista cojo. Iba preguntando a los surfistas del lugar: «¿Habéis visto a un surfista japonés con una sola pierna?». Pero todos sacudían la cabeza con cara de extrañeza. «¿Un surfista japonés con una sola pierna? No, no lo he visto. Si lo hubiera visto, me acordaría. Llamaría mucho la atención. Pero ¿cómo diablos puede hacer surfing faltándole una pierna?».

La noche antes de volver a Japón, después de hacer el equipaje, Sachi se metió en la cama. Se oían los chillidos de los lagartos gecko mezclados con el rumor de las olas. Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Sachi. Se dio cuenta de que estaba llorando al ver la almohada humedecida por las lágrimas. «¿Por qué no puedo ver yo a mi hijo?», pensó llorando. «¿Por qué pueden verlo aquel par de tontos y yo no? ¡Es injusto!». Recordó el cuerpo de su hijo en el depósito de cadáveres. De haber podido, lo hubiera sacudido fuertemente por el hombro hasta despertarlo y le hubiera preguntado a gritos: «¿Por qué? Dime, ¿por qué? ¡Esta vez has ido demasiado lejos!».

Sachi permaneció largo tiempo con la cara hundida en la almohada mojada por las lágrimas, sofocando el llanto. «¿Acaso yo no tengo derecho a verlo?». No lo sabía. Lo único que le quedaba claro era que debía aceptar aquella isla. Tal como le había indicado, en voz baja, aquel policía de origen japonés, ella debía aceptar, tal como eran, las cosas de la isla. Tal cual eran. Justas o injustas. Con derecho o sin él. A la mañana siguiente, Sachi se despertó como una mujer sana de mediana edad. Cargó su maleta en el asiento posterior del Dodge Neon y dejó atrás Hanalei Bay.

Ocho meses después de regresar a Japón, Sachi se encontró en Tokio al chico rollizo. Estaba tomando un café en un Starbucks, cerca de la estación de metro de Roppongi, huyendo de la lluvia, cuando descubrió al chico rechoncho sentado a una mesa cercana. Se lo veía muy atildado con una camisa de Ralph Lauren bien planchada y unos pantalones chinos nuevos, y lo acompañaba una chica menuda de facciones agraciadas.

—¡Caramba, señora! —Con cara de alegría, se levantó de su asiento y se acercó a la mesa de Sachi—. ¡Qué casualidad! ¡Mira que encontrarnos aquí!

—Y que lo digas. ¿Cómo va todo? —dijo ella—. ¿Qué le ha pasado a tu pelo? Lo llevas mucho más corto, ¿no?

—Es que pronto termino la universidad, ¿sabe? —respondió el chico rollizo.

—No me digas que vas a sacarte una carrera.

—Bueno, pues eso parece. Hasta aquí llego —dijo tomando asiento a su lado.

—¿Has dejado el surfing?

—Lo practico los fines de semana. Pero ahora tengo que buscar trabajo. Ha llegado la hora de reformarme.

—¿Y tu amigo, el timidito?

—¡Ése tiene una suerte! No debe preocuparse por el empleo. Su padre es dueño de una pastelería occidental muy grande en Akasaka. Y dice que, si sigue con el negocio, le comprarán un BMW. ¡Qué suerte! Mi situación es diferente.

Sachi dirigió los ojos hacia el exterior. La lluvia pasajera de verano había teñido el pavimento de negro. Las calles estaban atestadas de coches y los taxistas hacían sonar, impacientes, el claxon.

—¿Aquella chica es tu novia?

—Sí, bueno, estoy en ello —dijo el chico rollizo rascándose la cabeza.

—Es muy mona. Quizá demasiado guapa para ti. Seguro que no te deja hacer todo lo que quieres, ¿me equivoco?

Él alzó los ojos al techo, inconscientemente.

—Usted sigue como siempre, ¿eh? Soltando todas las lindezas que se le ocurren, ¿no? Pero lleva toda la razón del mundo. ¿No tendrá un buen consejo que darme? ¿Qué debo hacer para que las cosas progresen entre ella y yo?

—Para que las cosas te vayan bien con una chica hay tres maneras. La primera, callarte y escuchar lo que te dice. La segunda, alabar la ropa que lleva. La tercera, invitarla a una buena comida. Es sencillo, ¿no? Y si así no te va bien, mejor que te resignes y lo dejes correr.

—Es un método muy práctico y fácil de entender. ¿Puedo apuntármelo en la agenda?

—Por mí, no hay problema. Pero ¿ni eso eres capaz de retener?

—No. Soy como una gallina. Doy tres pasos y ya se me ha ido todo de la cabeza. Por eso lo apunto todo. Por lo visto, Einstein hacía lo mismo.

—Conque Einstein, ¿eh?

—«Ser olvidadizo no es ningún problema. El problema es olvidar».

—Haz lo que quieras —repuso Sachi.

El rechoncho se sacó una agenda del bolsillo y apuntó con cuidado lo que Sachi le había dicho.

—Muchas gracias por darme siempre tan buenos consejos —dijo él.

—Espero que te funcione.

—Haré lo posible —dijo el rollizo. Se puso en pie con la intención de volver a su mesa y, tras dudar un instante, le ofreció la mano—. Y usted también, señora. Haga todo lo posible.

Sachi le estrechó la mano.

—Me alegro mucho de que no se os comiera un tiburón en Hanalei Bay.

—¿Qué? ¿Hay tiburones allí? ¿De verdad?

—Sí, los hay —dijo Sachi—. De verdad.

Todas las noches, Sachi se sienta ante el teclado de ochenta y ocho teclas, de color marfil y negras, y mueve los dedos casi automáticamente. Mientras tanto, no piensa en nada. Sólo el eco de las notas del piano cruza su conciencia. Entran por esta puerta, salen por la otra. Cuando no está tocando el piano, piensa en su estancia de tres semanas, a finales de otoño, en Hanalei. Piensa en el rumor de las olas que se acercan y en el susurro de los árboles de hierro. En las nubes barridas por el viento, en los albatros que surcan el cielo con sus grandes alas desplegadas. Y piensa en lo que le aguarda allí. Esto es lo único en lo que Sachi puede pensar en estos momentos. Hanalei Bay.

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