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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

Sauce ciego, mujer dormida (47 page)

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Y yo, posiblemente, buscaré de nuevo, en cualquier otro lugar, algo que tenga la forma de una puerta, o de un paraguas, o de un donut, o de un elefante. En cualquier lugar donde parezca que esto pueda hallarse.

La piedra con forma de riñón
que se desplaza día tras día

Junpei tenía dieciséis años cuando su padre se lo dijo. Pese a correr por sus venas la misma sangre, padre e hijo jamás habían estado lo bastante unidos como para abrirse el corazón el uno al otro, y, además, muy pocas veces su padre expresaba una opinión filosófica (porque aquello debía de serlo, posiblemente) sobre la vida, así que aquella conversación quedó grabada con nitidez en su memoria. Aun así, Junpei no logra recordar qué llevó a su padre a pronunciar aquellas palabras.

—Un hombre, a lo largo de su vida, sólo conoce a tres mujeres que signifiquen verdaderamente algo para él. Ni una más, ni una menos —dijo su padre. Mejor dicho. Lo afirmó. Pronunció estas palabras con tono monótono, pero tajante. Como si hubiera dicho que la tierra tarda un año en dar una vuelta completa alrededor del sol. Junpei lo escuchó en silencio. Estaba tan sorprendido ante esa repentina afirmación que, en aquel instante, no se le ocurrió qué manifestar al respecto.

—O sea, que si tú, en el futuro, cuando conozcas o salgas con mujeres —prosiguió su padre—, te equivocas de pareja, no harás más que perder el tiempo. Ten esto bien presente.

Más adelante, varias preguntas afloraron a la mente del joven: «¿Habrá encontrado mi padre ya a esas tres mujeres?». «¿Es mi madre una de ellas? En ese caso, ¿qué diablos ocurrió con las otras dos?». Pero a su padre no pudo formularle estas preguntas. Porque, y con ello volvemos a lo de antes, entre ambos no había la intimidad suficiente como para que hablaran con el corazón en la mano.

A los dieciocho años, Junpei dejó su casa e ingresó en una universidad de Tokio y, a partir de entonces, conoció y salió con varias mujeres. Entre ellas hubo una que «significó verdaderamente algo» para él. Junpei estaba convencido de ello entonces y todavía lo sigue estando ahora. Pero ella, antes de que Junpei pudiera dar una forma concreta a sus sentimientos y expresarlos (por naturaleza, él tardaba más que el resto de los mortales en darle una forma concreta a cualquier cosa), se casó con el mejor amigo de él. Y fue madre. Quedó, por lo tanto, excluida de las opciones vitales de Junpei. Y él tuvo que hacer de tripas corazón y quitársela de la cabeza. En consecuencia, el número de mujeres que pudieran «significar verdaderamente algo» en la vida de Junpei —de tomarse al pie de la letra la teoría de su padre— quedó reducido a dos.

Cada vez que conocía a una mujer, Junpei se hacía esta pregunta. Si aquella mujer significaba verdaderamente algo para él. Y la cuestión siempre le suponía un dilema. Porque, mientras esperaba a que la mujer que acababa de conocer «significara verdaderamente algo» (¿y quién no lo espera?), al mismo tiempo temía agotar, ya en la primera fase de su vida, las cartas que le quedaban. A causa de su fracaso en establecer relaciones con la primera mujer decisiva que había encontrado, Junpei empezó a dudar de su capacidad —de aquella capacidad que reviste un significado tan importante como el de saber materializar el amor en el momento adecuado y de la manera adecuada—. Tal vez era, en definitiva, una persona que dejaba escapar las cosas más importantes de la vida mientras se quedaba con un montón de cosas insignificantes. Lo pensaba a menudo. Y, cada vez que le sucedía, su corazón se hundía en un agujero falto de calor y de luz.

Por esta razón, después de salir varios meses con una mujer nueva, cuando encontraba en el carácter de ella, en sus palabras o en su proceder, algo, aunque fuera una única cosa y por más insignificante que ésta fuese, que no le gustara o que le irritase, Junpei sentía, en el fondo de su corazón, cierto alivio. En consecuencia, establecer relaciones tibias e indecisas con muchas mujeres se convirtió en una constante de su vida. Como si fuera probando, salía un tiempo con una mujer y, luego, al llegar a cierto punto, cortaba la relación con toda naturalidad. En el momento de la separación no había ni discordias ni discusiones. Porque, de buen principio, él evitaba relacionarse con mujeres con las que la ruptura pudiera ser conflictiva. Junpei poseía un olfato que le permitía elegir a la pareja conveniente.

Si esa facultad era innata o producto de las circunstancias, eso no podía decirlo ni el mismo Junpei. De ser fruto de las circunstancias, podía muy bien hablarse de una maldición de su padre. En la época en que se graduó por la universidad, Junpei tuvo una violenta disputa con su padre, a raíz de la cual cortó todo contacto con éste y únicamente su teoría de las «tres mujeres», cuyo fundamento continuaba siendo una incógnita, se había convertido en una idea obsesiva que lo perseguía. Incluso se había planteado, medio en broma, si decantarse por la homosexualidad. De ese modo podía escapar de esa estúpida cuenta atrás. Sin embargo, por suerte o por desgracia, a Junpei sólo le interesaban sexualmente las mujeres.

Lo supo más adelante, pero aquella mujer era mayor que él. Tenía treinta y seis años. Y Junpei, treinta y uno. Un conocido abrió un pequeño restaurante francés en una calle que lleva de Ebisu a Daikanyama y lo invitó a la fiesta de inauguración. Junpei se puso una camisa de seda azul marino Perry Ellis con una chaqueta de verano de la misma tonalidad. Y como el amigo con el que había quedado para juntarse en la fiesta, de repente, había cancelado su asistencia, él se encontró no sabiendo cómo matar el tiempo. Se sentó solo en un taburete del bar de la sala de espera con una gran copa de borgoña en la mano. Cuando, decidido a volver a casa, buscaba con la mirada al dueño del restaurante para despedirse, se le acercó una mujer alta con un cóctel púrpura, cuyo nombre desconocía, en la mano. La primera impresión que le vino a la cabeza fue que tenía muy buen tipo.

—Por allá he oído decir que eres novelista, ¿es cierto? —le preguntó ella acodándose en la barra.

—Pues, en cierto sentido, eso parece —le respondió él.

—Vamos, que eres novelista en
cierto sentido
.

Junpei asintió.

—¿Cuántos libros has publicado?

—Dos libros de relatos y una traducción. Pero ninguno se vende demasiado bien.

Ella estudió de nuevo el aspecto de Junpei. Y sonrió, al parecer, bastante satisfecha.

—En todo caso, es la primera vez en mi vida que conozco a un escritor.

—Encantado.

—Mucho gusto —dijo ella.

—Pero conocer a un novelista no tiene nada de interesante —dijo Junpei en tono de disculpa—. No posee ningún talento artístico especial. Un pianista puede tocar el piano, un pintor, aunque sólo sea un boceto, puede dibujar, un mago puede hacer un juego de manos sencillo… Pero un novelista no puede ofrecer nada.

—Pero, mira, quizá pueda apreciar tu aura artística.

—¿Mi aura artística? —preguntó Junpei.

—Sí, una especie de brillo que no se distingue en las personas normales.

—Cada mañana, cuando me afeito, veo mi cara reflejada en el espejo, pero nunca he notado que tuviera algo así.

Ella sonrió cálidamente.

—¿Qué tipo de novela escribes?

—La gente suele hacerme esta pregunta, pero mis novelas son muy difíciles de clasificar. No se adscriben a ningún género concreto…

Ella deslizó un dedo por el borde de su copa de cóctel.

—Vamos, que escribes obras de alta literatura.

—Quizás. Aunque eso me suena a «envía la carta a alguien o te sucederá una desgracia».

Ella volvió a sonreír.

—Me pregunto si habré oído tu nombre alguna vez.

—¿Lees revistas literarias?

Ella hizo un pequeño, pero resuelto, movimiento negativo de cabeza.

—Entonces, no lo creo. No soy tan famoso —dijo Junpei.

—¿Has sido candidato alguna vez al premio Akutagawa?

—Cuatro veces en cinco años.

—¿Pero no lo has ganado?

Él se limitó a sonreír en silencio. La mujer, sin pedirle permiso, se sentó en el taburete contiguo. Y se bebió, a pequeños sorbos, el resto del cóctel.

—¡Qué más da! Los premios, en realidad, son una cuestión comercial —dijo ella.

—Claro que si esta afirmación la hiciera una persona que hubiera obtenido realmente el premio ganaría en credibilidad.

Ella me dio su nombre. Se llamaba Kirie.

—Suena como si formara parte de una misa —dijo Junpei.

A simple vista, ella parecía medir unos dos o tres centímetros más que Junpei. Llevaba el pelo corto, estaba bronceada y su cabeza tenía una forma muy bonita. Vestía una chaqueta de lino de color verde pálido y una falda acampanada hasta la rodilla. Las mangas de la chaqueta se las había arremangado hasta el codo. Debajo de la chaqueta llevaba una sencilla camisa de algodón y, en la solapa, un pequeño broche con turquesas. El pecho no lo tenía ni grande ni pequeño. Vestía con estilo, sin detalles superfluos, pero, al mismo tiempo, su indumentaria reflejaba un gusto muy personal. Tenía los labios carnosos y, cada vez que terminaba de decir algo, los estiraba o fruncía. Eso le confería una viveza asombrosa y una gran frescura. Su frente era ancha y, cada vez que reflexionaba, se dibujaban en ella tres arrugas paralelas. Cuando terminaba de pensar, las arrugas se borraban de golpe.

Junpei se dio cuenta de que se sentía atraído por aquella mujer. Poseía algo que excitaba su corazón de una manera confusa, pero persistente. Su corazón, habiendo recibido aquella descarga de adrenalina, enviaba señales secretas emitiendo unos pequeños sonidos. De repente, Junpei sintió sed y pidió una Perrier a un camarero que pasaba por allí. Y se preguntó, como acostumbraba hacer, si aquella mujer significaría algo para él. Si sería una de las dos mujeres que le quedaban. O si representaría un segundo golpe fallido. Si debía dejar pasar la oportunidad o si tenía que aprovecharla.

—¿Querías ser escritor desde siempre? —preguntó Kirie.

—Sí. Nunca he querido ser otra cosa. No se me ocurría ninguna otra alternativa.

—Vamos, que tus sueños se han cumplido.

—Pues no sé qué decirte. Yo quería ser un gran escritor —explicó Junpei abriendo los brazos y dejando entre ambos unos treinta centímetros—. Pero me da la sensación de que me falta mucho todavía.

—Todo el mundo tiene un punto de partida. Aún te queda mucho tiempo por delante. Es imposible ser perfecto desde el principio —dijo ella—. ¿Cuántos años tienes?

Entonces, los dos se dijeron sus respectivas edades. A ella no le importó lo más mínimo ser mayor que él. Junpei tampoco le concedió al hecho la menor importancia. En realidad, prefería una mujer madura a una jovencita. Además, en la mayoría de los casos, a la hora de separarse, era más fácil hacerlo de una mujer de más edad.

—¿Y de qué trabajas? —le preguntó Junpei.

Kirie estiró los labios formando una línea recta y puso, por primera vez, cara seria.

—A ver. ¿De qué dirías que trabajo?

Junpei agitó el vaso e hizo dar una vuelta completa al vino en su interior.

—¿Me das una pista?

—Nada de pistas. ¿Te parece muy difícil? Pero tu trabajo consiste en esto, ¿no? En observar y juzgar.

—Eso no es cierto. La tarea de un novelista es observar, observar, volver a observar y, luego, posponer el juicio tanto como se pueda.

—Entiendo —dijo ella—. Entonces observa, observa, vuelve a observar e imagina. Porque supongo que esto no entrará en contradicción con tu ética profesional.

Junpei alzó la cabeza y volvió a observar, con gran atención, el rostro de su interlocutora intentando leer los signos secretos que había en él. Ella clavó sus ojos en los de Junpei y él clavó los ojos en los de ella.

—No es más que una intuición sin ningún fundamento, pero yo diría que eres una profesional de algún tipo —dijo él un poco después—. Vamos, que no haces un trabajo que pueda realizar cualquiera, sino algo que requiere un talento o técnica especiales.

—Has acertado de lleno. Realmente, no es algo que pueda hacer cualquiera. Tal como dices. Pero ¿no podrías precisar un poco más?

—¿Tiene que ver con la música?

—No.

—¿Diseñadora de ropa?

—No.

—¿Jugadora de tenis?

—No —respondió ella.

Junpei sacudió la cabeza.

—Estás muy bronceada. Tienes un cuerpo atlético, los brazos musculosos. Quizá sea porque haces mucho deporte al aire libre. Porque no me da la impresión de que trabajes en el exterior. No tienes ese aire.

Kirie se subió las mangas de la chaqueta, posó su brazos desnudos sobre la barra, les dio la vuelta y los observó.

—Vas por buen camino.

—Pero no logro dar con la respuesta correcta.

—Es importante tener pequeños secretos —dijo Kirie—. No voy a robarte el placer profesional de observar e imaginar… Pero una pista sí te la daré. A mí me sucede como a ti.

—¿Como a mí?

—Sí, que trabajo de lo que había querido hacer desde niña. Igual que tú. Aunque no me ha sido nada fácil llegar hasta aquí.

—¡Fantástico! —exclamó Junpei—. Esto es algo muy importante. El trabajo, de base, debe ser un acto de amor. No una boda de conveniencia.

—Un acto de amor —dijo Kirie admirada—. ¡Qué comparación tan preciosa!

—Oye, ¿crees que habré oído tu nombre alguna vez? —preguntó Junpei.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo creo. No soy tan conocida.

—Todo el mundo tiene un punto de partida.

—Exacto —dijo Kirie con una sonrisa. Luego se puso seria—. Pero, en mi caso, a diferencia del tuyo, desde el principio he tenido que ser perfecta. A mí no se me permite ningún error. O la perfección, o nada. No hay punto medio. No hay vuelta atrás posible.

—Esto debe de ser otra pista, supongo.

—Tal vez.

Se acercó un camarero que rondaba con una bandeja llena de copas de champán y ella cogió dos. Le ofreció una a Junpei y dijo: «Brindemos».

—Por nuestras profesiones —dijo Junpei.

Y entrechocaron sus copas. Con un tintineo ligero y secreto.

—Por cierto, ¿estás casado?

Junpei sacudió la cabeza.

—Yo tampoco —dijo Kirie.

Ella pasó la noche en la habitación de Junpei. Se bebieron el vino que les habían regalado como recuerdo de la inauguración, hicieron el amor y se durmieron. Cuando Junpei se despertó a las diez de la mañana pasadas, ella ya no estaba. A su lado sólo quedaba un hueco en la almohada con forma de falta de memoria. «Me voy a trabajar. Si quieres, llámame», rezaba una nota que había dejado en la almohada. También había apuntado su número de teléfono móvil.

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