Cuando tiene un momento libre, la doctora alarga la mano y acaricia con suavidad su superficie negra y lisa. Le cuesta cada vez más apartar los ojos de la piedra. Como si ejerciera sobre ella un poder hipnótico. Gradualmente, va perdiendo el interés por las otras cosas. Deja de leer. Ya no va al gimnasio. Aparte de la consulta, en la que consigue centrarse a duras penas, todos sus pensamientos están dominados por la inercia y la provisionalidad. Deja de interesarle hablar con sus colegas. No cuida su indumentaria. Pierde el apetito. Le produce fastidio que su amante la tome entre los brazos. Cuando no hay nadie a su alrededor, le habla a la piedra en voz baja y aguza el oído para escuchar lo que la piedra le cuenta sin palabras. De la misma manera que las personas solas les hablan a los perros y a los gatos. Ahora la piedra negra con forma de riñón controla la mayor parte de su vida.
«Esta piedra no debe de ser un objeto que proceda del exterior». Junpei llega a esta conclusión conforme va escribiendo el relato. El punto esencial es algo que se halla dentro de ella. Y ese algo de su interior está activando la piedra negra con forma de riñón. E impulsa a la doctora a hacer unas acciones concretas. Con este objetivo, envía señales sin cesar. Cambiando de sitio todas las noches.
Mientras escribe este relato, Junpei piensa en Kirie. Ella (o algo que está en su interior) hace avanzar la historia. Él lo siente. Porque, en principio, él no tenía la intención de escribir un relato tan alejado de la realidad. La historia que Junpei había esbozado en su mente era mucho más tranquila, un relato psicológico. Y en éste no tenía que aparecer, en absoluto, una piedra que se desplazara a su antojo.
El amor de la doctora por su amante, el cirujano casado y con hijos, posiblemente acabaría enfriándose, había imaginado Junpei. O tal vez ella empezara a odiarlo. Es probable que eso fuera lo que la doctora, inconscientemente, deseara.
Una vez tuvo una visión general de la historia, le resultó bastante fácil escribirla. Sentado ante el ordenador y escuchando sin parar, a bajo volumen, canciones de Mahler, Junpei escribió el final de la novela a una velocidad inusualmente rápida para él. Ella toma la decisión de separarse de su amante, el cirujano. Le dice que no pueden volver a verse. Él le pregunta si pueden hablar de ello. Ella le responde, tajante, que no. Un día libre, la doctora coge el ferry de la bahía de Tokio y, desde cubierta, arroja la piedra con forma de riñón al mar. La piedra se sumerge en las negras y profundas aguas y se hunde directa hacia el corazón de la tierra. Ella decide empezar una nueva vida. Siente un gran alivio al haberse desprendido de la piedra.
Sin embargo, al día siguiente, cuando acude a su despacho, la piedra la está esperando sobre la mesa. Está en su lugar exacto. Negra, pesada, con forma de riñón.
Al terminar de escribir el relato, Junpei llamó enseguida a Kirie. Tal vez a ella le apeteciera leerlo. Porque, en cierto sentido, ella le había hecho escribir la obra. Pero nadie se puso al teléfono. Sólo una voz grabada en una cinta: «La compañía telefónica le informa de que actualmente no existe ninguna línea en servicio con esta numeración». Junpei llamó repetidas veces. Pero el resultado fue el mismo. No había ninguna línea con aquel número. Debía de haberle ocurrido algo al teléfono, pensó Junpei.
Junpei decidió quedarse en casa, esperando a que Kirie se pusiera en contacto con él. Pero no lo hizo. Transcurrió un mes. Luego transcurrieron dos, y después tres. Empezó el invierno, llegó Año Nuevo. El relato que había escrito Junpei se publicó en una revista literaria, en el número del mes de febrero. En la propaganda de la revista que salía en el periódico figuraba el nombre de Junpei y el título del cuento: «La piedra con forma de riñón que se desplaza día tras día». Quizá Kirie viera el anuncio, comprara la revista, leyera el relato y lo llamara para comentarle sus impresiones. Junpei confiaba en esa posibilidad. Pero sólo consiguió que el silencio se sobrepusiera al silencio.
La desaparición de Kirie de la vida de Junpei le supuso a éste un dolor mucho más intenso de lo que había podido prever. El vacío dejado por ella lo hacía estremecerse. Muchas veces al día pensaba: «¡Si Kirie estuviera aquí!». Añoraba su sonrisa, las palabras que ella pronunciaba, el tacto de su piel cuando la tenía entre los brazos. Ni su música preferida, ni la lectura de las nuevas publicaciones de los autores que le gustaban conseguían consolarlo. Le parecía que todas las cosas pertenecían a un mundo remoto, muy alejado de él. «Kirie debía de ser la mujer número dos», pensó Junpei.
Volvió a encontrar a Kirie una tarde de principios de primavera. No, hablando con exactitud, no se la volvió a encontrar. Escuchó su voz.
Junpei se hallaba en un taxi. En medio de un embotellamiento. El joven taxista tenía puesto un programa de FM. Se oía una voz de mujer. Al principio, Junpei no estaba seguro. «Tiene la voz parecida», se limitó a pensar. Sin embargo, cuanto más la escuchaba, más se convencía de que era la voz de Kirie, de que aquélla era su manera de hablar. Su voz bien modulada, su tono relajado. Sus pausas características.
—Oye, ¿puedes subir un poco el volumen, por favor? —le preguntó al conductor.
—Sí, claro —dijo el conductor.
Era una entrevista en los estudios de una emisora de radio. Una locutora le hacía preguntas.
—¿Así pues, usted, desde pequeña, se ha sentido atraída por los lugares elevados? —le preguntó la presentadora.
—Sí, en efecto —respondió Kirie, o una mujer que tenía la voz idéntica a la de Kirie—. Desde que tengo uso de razón, me han gustado las alturas. De niña, cuanto más alto era el lugar, más a gusto me sentía en él. Así que siempre estaba pidiéndoles a mis padres que me llevaran a edificios altos. Debía de ser una criatura un poco rara.
(Risas)
—Por eso empezó usted a hacer este trabajo.
—Primero trabajé como analista en una compañía de valores. Pero comprendí que aquel trabajo no estaba hecho para mí. Así que, tres años después, dejé la empresa y empecé a trabajar como limpiacristales de edificios. En realidad hubiera querido trabajar en la construcción, pero aquél es un mundo de hombres y no admiten fácilmente a las mujeres. Así que, de momento, empecé trabajando a media jornada como limpiacristales.
—Un gran cambio: de analista a limpiacristales.
—A decir verdad, esto último es mucho más fácil. A diferencia del mercado de valores, si te caes, te caes tú sola.
(Risas)
—Por limpiacristales se refiere usted a esas personas que están subidas a una plataforma y que van deslizándose hacia abajo desde el tejado, ¿no es así?
—Exactamente. Estamos sujetos por un arnés de seguridad, claro está. Pero hay lugares en los que tenemos que soltarnos. A mí no me importa en absoluto desatarme. Por más alto que sea el lugar no paso miedo. Por eso soy muy apreciada en mi trabajo.
—¿Hace usted alpinismo?
—Las montañas no me interesan especialmente. He intentado escalar en varias ocasiones, siempre porque me lo han propuesto, y no me gusta. Por muy alta que sea la montaña, no me divierto. Lo que a mí me interesa son las estructuras arquitectónicas de gran altura construidas por el hombre. Aunque no sabría decirle por qué.
—En la actualidad, usted dirige una empresa de limpieza especializada en rascacielos en el área metropolitana de Tokio, ¿verdad?
—Exacto —dijo ella—. Ahorré dinero de mi trabajo de media jornada y, hace unos seis años, me independicé y abrí una pequeña empresa. Yo también salgo a trabajar, claro está, pero ahora, ante todo, llevo la empresa. Ahora no tengo que recibir órdenes de nadie y puedo decidir las normas. Es muy práctico.
—¿Como poder soltarse del arnés de seguridad cuando uno quiera?
—En resumen.
(Risas)
—¿A usted no le gusta estar sujeta al arnés de seguridad?
—No. Hace que me sienta como si fuera otra persona. Se parece a llevar un corsé ajustado.
(Risas)
—A usted realmente le gustan las alturas, ¿verdad?
—Sí, me gustan. Estar en un lugar alto es mi vocación. No me imagino trabajando en otra cosa. El trabajo tiene que ser un acto de amor. No un matrimonio de conveniencia.
—Y ahora vamos a poner un poco de música —dijo la locutora—.
Up on the Roof
, de James Taylor. Y, luego, seguiremos escuchando más sobre funambulismo.
Mientras sonaba la música, Junpei se inclinó hacia delante y le preguntó al taxista:
—¿Qué diablos hace esta mujer?
—Pues tensa una cuerda entre dos edificios altos y anda por ella —le explicó el taxista—. Lleva un palo largo en las manos para mantener el equilibrio. Es una especie de
performer
. Yo tengo acrofobia y, sólo con montarme en un ascensor de cristal ya me da algo. Realmente, en este mundo hay para todos los gustos. Pero ésa es un poco rara. Además, parece que ya no es muy joven.
—¿Y trabaja de eso? —preguntó Junpei. Se daba cuenta de que su voz sonaba seca, desprovista de todo peso. Parecía la voz de un extraño que se colara por una rendija del techo.
—Pues sí. Por lo visto tiene varios patrocinadores y va trabajando por ahí. Hace poco, en Alemania, lo hizo en una catedral famosa. La verdad es que quería cruzar unos edificios más altos todavía, pero, según ha dicho, las autoridades de allá le denegaron el permiso, porque, al parecer, llegada a cierta altura, la red de seguridad ya no sirve para nada. Y ella quiere cruzar por lugares cada vez más altos, intentando superar su propio récord. Pero, como sólo del funambulismo no se puede vivir, tal como ha dicho antes, dirige su empresa de limpieza de cristales de grandes edificios. Dice que en un circo no le gustaría trabajar, porque sólo le interesan los edificios altos. ¡Mira que es rara esa mujer!
—Lo más magnífico de todo es que, cuando estás allí, se produce un cambio en ti como ser humano —le explicaba Kirie a la locutora—. Porque, si no cambias, no puedes sobrevivir. Cuando me hallo en lo alto de un edificio, allí sólo estamos el viento y yo. No hay nada más. El viento me envuelve, me sacude. El viento me comprende. Y, al mismo tiempo, yo lo comprendo a él. Y nosotros nos aceptamos el uno al otro, decidimos vivir juntos. El viento y yo. No hay lugar para nada más. Ése es el instante que más me gusta. No, no tengo miedo. Una vez piso un lugar alto y me sumerjo por completo en ese estado de concentración, el miedo desaparece. Nosotros estamos en un íntimo vacío. Ese instante lo prefiero a cualquier otra cosa.
Junpei no sabía si la locutora comprendía el sentido de las palabras de Kirie. Pero, en cualquier caso, Kirie seguía hablando con naturalidad. Cuando acabó la entrevista, Junpei bajó del taxi e hizo el resto del camino a pie. De vez en cuando levantaba la vista hacia los edificios altos, contemplaba las nubes que cruzaban el cielo. «Entre ella y el viento no hay lugar para nadie más», pensó. Y sintió un violento ramalazo de celos. ¿Pero de qué estaba celoso? ¿Del viento? ¿Quién iba a tener celos del viento?
Junpei se pasó unos meses esperando que Kirie se pusiera en contacto con él. Quería verla, hablar con ella de muchas cosas. De la piedra con forma de riñón, por ejemplo. Pero el teléfono no sonó. Si intentaba llamarla él, seguía sin «existir la línea». Al llegar el verano, él ya había perdido las esperanzas. Kirie no quería volver a verlo. Sí. Sin disputas, sin discusiones, su relación había acabado de un modo pacífico. Pensándolo bien, era así como él se había comportado con las mujeres durante mucho tiempo. Un buen día dejaba de llamar. Y todo terminaba de un modo apacible y natural.
¿Tenía que incluirla en su cuenta atrás? ¿Era una de las tres mujeres que significarían algo en su vida? A Junpei le torturó la duda. Sin embargo, fue incapaz de sacar una sola conclusión. Optó por aplazarlo medio año. Ya lo decidiría más adelante.
Durante ese medio año siguió trabajando muy concentrado y escribió una gran cantidad de relatos. Cuando, sentado ante la mesa, se disponía a depurar el estilo, pensaba que, tal vez, en aquellos instantes Kirie se encontraba en las alturas acompañada del viento. Que mientras él estaba allí escribiendo la novela, ella se encontraba en el lugar más alto que había alcanzado nadie, completamente sola. Sin arnés de seguridad. «Una vez me concentro, no tengo miedo. Sólo estamos el viento y yo». Junpei recordaba a menudo sus palabras. Y acabó dándose cuenta de que sentía por Kirie algo muy especial, algo que jamás había sentido por ninguna otra mujer. Un sentimiento muy profundo, de claros contornos, provisto de respuesta. Junpei no sabía cómo llamarlo. Pero, como mínimo, aquél sentimiento no podía cambiarse por nada. Aunque no pudiera volver a ver a Kirie jamás, ese sentimiento permanecería eternamente dentro de su corazón o, quizás, en la médula de sus huesos. Y él continuaría sintiendo siempre la ausencia de Kirie en algún lugar de su cuerpo.
Cuando se acercaba fin de año, Junpei lo decidió. Ella era la segunda mujer. Kirie había sido una de las mujeres que «significaban algo» para él. Segundo golpe fallido. Ahora sólo le quedaba una. Sin embargo, ya no tenía miedo. Lo importante no era el número. La cuenta atrás carecía de sentido. Lo importante era la determinación de aceptar a alguien sin reservas. Junpei lo había comprendido. Siempre es la primera vez y, siempre, ha de ser la última.
Por la misma época, la piedra negra con forma de riñón desapareció de la mesa de la doctora. Una mañana, ella se dio cuenta de que la piedra ya no estaba allí. Ya no iba a volver jamás. Y, eso, ella ya lo sabía.
A veces no lograba recordar su nombre. En particular, cuando alguien se lo preguntaba de improviso. Por ejemplo, en una boutique, cuando tenían que arreglarle las mangas del vestido que acababa de comprar y la dependienta le preguntaba: «Perdone, ¿me puede decir su nombre?». O en el trabajo, ante el teléfono, cuando al final de una conversación alguien le decía: «¿Podría repetirme su nombre, por favor?». En estos casos, su nombre se le borraba repentinamente de la memoria. Dejaba de saber quién era. De modo que, a fin de recordar cómo se llamaba, tenía que sacar el carnet de conducir de su billetero, cosa que, como es natural, hacía que su interlocutor pusiera cara de perplejidad o, si se trataba de una conversación telefónica, se extrañara ante el silencio perplejo que se había abierto al otro lado de la línea.
Nunca le ocurría cuando era ella quien daba su nombre primero. Si estaba prevenida, lograba recordarlo sin problemas. Sin embargo, con las prisas, cuando no estaba en guardia y se lo preguntaban de manera inopinada, era como si se le fundieran los plomos y su mente quedara completamente en blanco. No lograba acordarse de su nombre de ninguna de las maneras. Cuantos más indicios buscaba, más la engullía aquel vacío sin contornos.