—El padre de mi marido murió hace tres años atropellado por un tranvía —dijo la mujer. E hizo una pausa.
Yo no manifesté mi impresión al respecto. Me limité a mirarla fijamente a los ojos y a hacer dos pequeños movimientos afirmativos de cabeza. Durante el intervalo, comprobé si la media docena de lápices que descansaban en la bandeja de los lápices estaban bien afilados. Y, de la misma forma que un jugador de golf escoge el palo según la distancia, yo elegí con cuidado un lápiz. Uno que no tuviese la punta demasiado afilada ni tampoco demasiado roma.
—Me da vergüenza contarle esto —confesó la mujer.
No expresé mi opinión. Tomé el bloc de notas y, para probar el lápiz, escribí la fecha y el nombre de la mujer en lo alto de la hoja.
—Hoy en día, por Tokio apenas circulan tranvías. La mayoría han sido sustituidos por autobuses. Pero han dejado algunos. Como una especie de recuerdo. Pues bien, mi suegro fue atropellado por uno de esos tranvías —dijo la mujer, y lanzó un suspiro mudo—. La noche del uno de octubre de hace tres años. Llovía a cántaros.
Con el lápiz, anoté en el cuaderno los datos esenciales. «Padre, hace tres años, tranvía, lluvia torrencial, 1 de octubre, noche». Yo sólo sé escribir haciendo buena letra, así que soy un poco lento.
—Mi suegro estaba en aquellos momentos muy ebrio. De no ser así, no se hubiera tendido en la vía del tranvía una noche de lluvia. Eso es evidente.
Tras pronunciar estas palabras, la mujer volvió a quedar en silencio. Apretando los labios con fuerza y mirándome fijamente. Quizás esperaba a que yo asintiera.
—Sí, claro —dije—. Debía de estar muy ebrio.
—Tanto como para perder la conciencia.
—¿Solía llegar su padre político a ese estado?
—¿Se refiere a emborracharse hasta el extremo de perder la conciencia?
Asentí.
—Lo cierto es que a veces bebía mucho —reconoció la mujer—. Pero no se puede decir que lo hiciera con frecuencia, y menos hasta el punto de tenderse en la vía del tranvía.
¿Hasta qué punto tiene que emborracharse alguien para tenderse en la vía? Yo era incapaz de precisarlo. Además, ¿era un problema de cantidad? ¿De calidad? ¿O quizás era un problema de orientación?
—O sea, que bebía mucho, a veces, pero que normalmente no llegaba hasta ese punto —dije.
—Eso tengo entendido.
—¿Podría decirme su edad, señora?
—¿Me está preguntando cuántos años tengo?
—En efecto —dije—. Claro que si no quiere responder, no está obligada a ello.
La mujer alargó la mano y se frotó el puente de la nariz con el dedo índice. Era una nariz bonita, de líneas muy correctas. Posiblemente había sido objeto de una operación de cirugía estética en un pasado no muy lejano. Yo había salido un tiempo con una mujer que tenía la misma costumbre. A ella también le habían retocado la nariz y, cuando reflexionaba, siempre se frotaba el puente con el dedo índice. Como si se cerciorara de que la nueva nariz seguía en su sitio. Por esa razón, al ver su gesto, me asaltó un ligero
déjà vu
. Donde se mezclaban no pocos recuerdos de sexo oral.
—No tengo por qué ocultarla —dijo la mujer—. Tengo treinta y cinco años.
—¿Y qué edad tenía su padre político cuando falleció?
—Sesenta y ocho años.
—¿Y qué hacía su padre político? ¿De qué trabajaba?
—Era monje.
—¿Se refiere usted a que era monje budista?
—Sí. Era monje budista. De la secta
Jôdo
[24]
. Era superior de un templo en el distrito de Toshima.
—Debió de representar un duro golpe, imagino —dije yo.
—¿Se refiere a que mi suegro muriera, borracho, atropellado por un tranvía?
—Sí.
—Por supuesto que fue un golpe. Especialmente para mi marido —dijo ella.
Lo apunté a lápiz. «68 años, monje budista, secta Jôdo».
Ella estaba sentada en un extremo de un sofá de dos plazas. Yo me encontraba ante la mesa, en una silla giratoria. Entre ambos había unos dos metros de distancia. Ella vestía un traje sastre bien cortado de color verde. Sus piernas, enfundadas en medias, eran bonitas, los zapatos negros de tacón le sentaban bien. Los tacones eran tan afilados como armas mortíferas.
—¿Desea usted, entonces —pregunté—, hacerme un encargo con relación a su padre político?
—No, en absoluto —dijo ella. Y sacudió la cabeza en un pequeño pero rotundo ademán para subrayar la negación—. Es referente a mi marido.
—¿Su marido también es monje budista?
—No. Trabaja en Merrill Lynch.
—¿La compañía de valores?
—Sí —respondió ella. En su voz se advertía cierta impaciencia. Como si quisiera decirme: «¿Acaso hay otra Merrill Lynch en el mundo que no sea la compañía de valores?»—. Vamos, que trabaja como corredor de bolsa.
Comprobé el estado en que se encontraba la punta del lápiz y, sin decir nada, esperé a que prosiguiera.
—Mi marido es hijo único, pero el cambio de valores le interesaba más que el budismo y, por lo tanto, no sucedió a su padre en sus responsabilidades como superior del templo.
Ella me miró como diciendo: «Cosa del todo lógica, ¿no le parece?», pero yo, como no sentía un gran interés ni por el cambio de valores ni por el budismo, no expresé mi parecer. Me limité a mostrar una expresión neutra que venía a decir: «La estoy escuchando atentamente, señora».
—Tras la muerte de su marido, mi suegra se mudó al mismo edificio donde vivimos nosotros, en el distrito de Shinagawa. Vivimos en el mismo bloque, pero en apartamentos separados. Nosotros, el matrimonio, en el piso veintiséis y mi suegra, en el veinticuatro. Ella vive sola. Hasta entonces vivía con mi suegro en el templo, pero cuando llegó otro monje enviado del templo principal para asumir las funciones de superior, ella se mudó aquí. Mi suegra tiene actualmente sesenta y tres años. Y, de pasada, le diré que mi marido tiene cuarenta. Si no sucede nada, el mes que viene cumplirá los cuarenta y uno.
Apunté en mi cuaderno: «suegra, piso 24; 63 años. Marido, 40; Merrill Lynch, piso 26, Shinagawa». Ella esperó pacientemente a que yo acabara de escribir.
—Mi suegra, desde que murió su marido, padece ataques de ansiedad. Los síntomas se le agravan especialmente las noches de lluvia. Puede que se deba a que mi suegro murió en una noche así. Supongo que es algo lógico.
Hice un ligero movimiento afirmativo de cabeza.
—Cuando se le agravan los síntomas, es como si se le aflojaran los tornillos de la cabeza. Nos llama por teléfono y entonces, o bien mi esposo o bien yo, vamos a su apartamento, dos pisos más abajo, y la atendemos. La tranquilizamos, la convencemos. Si mi marido está en casa, va él, y si no, bajo yo.
Ella hizo una pausa, esperando mi reacción. Yo guardaba silencio.
—Mi suegra no es mala persona. Jamás he pensado nada malo de ella. Sólo que tiene los nervios delicados y siempre ha dependido mucho de los demás. Creo que usted puede hacerse cargo de la situación.
—Me hago cargo —dije.
Ella cruzó y descruzó las piernas velozmente, esperó a que yo apuntara algo en el cuaderno. Pero esa vez no escribí nada.
—Nos llamó el domingo, a las diez de la mañana. También entonces estaba lloviendo bastante fuerte. Fue hace dos domingos. Hoy es jueves y, por lo tanto, debe de hacer diez días de eso.
Eché una ojeada al calendario que tenía sobre la mesa.
—El domingo tres de septiembre, ¿no es así?
—Exacto. El día tres. Ese domingo, a las diez de la mañana, llamó mi suegra —dijo la mujer. Luego cerró los ojos como si estuviera rememorando algo. Si hubiera sido una película de Alfred Hitchcock, la pantalla hubiera empezado a ondularse justo antes de que comenzara la escena retrospectiva. Pero, como no era una película, la mujer abrió los ojos sin que llegara a iniciarse la escena—. Se puso mi marido. Aquel día tenía que haber ido a jugar al golf, pero, como llovía muy fuerte desde el amanecer, había cancelado la partida y se encontraba en casa. Si hubiera hecho buen tiempo, no habría sucedido nada. Claro que de poco sirve hacer conjeturas a posteriori.
«3 septiembre, golf, lluvia, cancelado; madre llamada», anoté en el cuaderno.
—Mi suegra le dijo a mi marido que se ahogaba. Que tenía vértigo y que no podía levantarse de la silla. Entonces mi marido, sin afeitarse siquiera, se vistió y bajó a su apartamento, dos pisos más abajo. Cuando se disponía a salir de casa, me dijo que no creía que le llevara mucho tiempo y que yo ya podía ir preparando el desayuno.
—¿Cómo iba vestido su marido? —le pregunté.
Ella volvió a frotarse suavemente el puente de la nariz.
—Llevaba un polo de manga corta y unos chinos. El polo era gris oscuro y los pantalones de color crema. Ambos, comprados por catálogo en J. Crew. Mi esposo es miope y lleva siempre gafas. Unas Armani de montura metálica. Los zapatos eran unos New Balance de color gris. Iba sin calcetines.
Apunté detalladamente esa información en el cuaderno.
—¿Quiere saber su estatura y su peso?
—Me sería de gran utilidad —dije.
—Mide un metro setenta y tres y pesa unos setenta y dos kilos. Antes de casarse, sólo pesaba sesenta y dos, pero, durante estos diez años, ha engordado un poco.
También tomé nota de ello. Luego comprobé el estado de la punta de mi lápiz y lo sustituí por otro nuevo. Jugueteé un poco con el lápiz, para familiarizarme con él
—¿Puedo proseguir? —preguntó la mujer.
—Adelante, por favor —dije yo.
La mujer volvió a cruzar y descruzar las piernas.
—Cuando llamó por teléfono, yo estaba a punto de hacer crepes. Los domingos por la mañana siempre hago crepes. Los domingos que no va a jugar al golf, mi marido siempre se come un montón de crepes. A mi marido le encantan los crepes. Acompañados de bacon bien crujiente.
«Con razón ha engordado diez kilos», me dije, pero, evidentemente, no le expresé mis pensamientos.
—Veinte minutos después llamó mi marido. Me dijo que su madre ya estaba más tranquila, que subía de inmediato las escaleras y volvía a casa. Que le preparara enseguida el desayuno porque tenía mucho apetito. Al oírlo, puse la sartén al fuego y empecé a hacer los crepes. También sofreí el bacon. Calenté el jarabe de azúcar de arce. Los crepes no son difíciles de hacer, pero es fundamental respetar el orden y el tiempo de cocción correctos. Sin embargo, por más que esperé, mi marido no apareció. Los crepes se fueron quedando fríos y duros en el plato. Entonces decidí llamar a mi suegra. Le pregunté si mi marido todavía estaba con ella. Mi suegra me dijo que hacía rato que se había ido.
Ella me miró a la cara. Yo esperaba, en silencio, a que prosiguiera. La mujer se sacudió con la mano una mota de polvo metafísica de imaginarios contornos que tenía sobre la falda a la altura de la rodilla.
—Mi marido se esfumó allí. Como el humo. Desde entonces no sé absolutamente nada de él. Desapareció de nuestra vista, sin dejar ni rastro, en el tramo de escalera que va del piso veinticuatro al veintiséis.
—Ha dado parte a la policía, imagino.
—Por supuesto —dijo la mujer y torció levemente los labios—. Como a la una de la tarde mi marido seguía sin volver, llamé a la policía. Pero, a decir verdad, la policía no se afanó mucho en su búsqueda. Vinieron unos agentes de la comisaría del barrio, pero, al no encontrar señales de lucha, perdieron enseguida el interés. Me dijeron que esperara un par de días y que si por entonces mi marido seguía sin volver, denunciara su desaparición. Los policías, por lo visto, creyeron que mi marido se había marchado a alguna parte obedeciendo a un impulso momentáneo. Creyeron que se había marchado porque estaba harto de su vida o algo por el estilo. Pero piénselo bien. Esto no tiene ningún sentido. Mi marido se fue a casa de su madre con las manos vacías, sin llevarse ni la cartera, ni el carnet de conducir, ni las tarjetas de crédito, ni el reloj. Ni siquiera se había afeitado. Además, acababa de llamar y de decirme que hiciera ya los crepes, que venía enseguida. Un hombre que se dispone a fugarse de casa no va a decir eso por teléfono. ¿No es cierto?
—Tiene usted toda la razón —asentí—. Por cierto, cuando va al piso veinticuatro, ¿su marido baja siempre por las escaleras?
—Mi marido no usa jamás el ascensor. Detesta los ascensores. Siempre dice que no soporta estar encerrado en un lugar tan pequeño.
—Sin embargo, decidió vivir en la planta veintiséis de un rascacielos, ¿no es cierto?
—Sí. Pero mi marido siempre sube y baja por las escaleras. Eso no le representa ningún problema. Así se le fortalecen las piernas y también le va bien para rebajar peso. Claro que le lleva cierto tiempo desplazarse, eso sí.
Escribí: «Crepes, diez kilos, escaleras, ascensor». Me representé la imagen de los crepes acabados de hacer y la del hombre subiendo por las escaleras.
La mujer dijo:
—Ésta es la situación en la que me encuentro. ¿Se encargará usted del caso?
No era preciso que me lo pensara demasiado. Era el tipo de caso que estaba esperando. Pero fingí que echaba un vistazo a la agenda y que hacía algunas comprobaciones. Si hubiera asentido de inmediato, ella habría sospechado que allí había gato encerrado.
—Hoy, afortunadamente, tengo libre hasta la tarde —dije. Y eché un vistazo al reloj de pulsera—. Ahora son las once y treinta y cinco. ¿Le parece bien conducirme ahora hasta su casa? Ante todo, me gustaría ver el lugar donde estuvo su marido por última vez.
—Claro que sí —dijo la mujer. Luego hizo una pequeña mueca—. ¿Significa eso que se encarga del caso?
—Sí —respondí.
—Pero, todavía no hemos hablado de sus honorarios.
—No son necesarios.
—¿Cómo dice usted? —preguntó la mujer mirándome fijamente a la cara.
—Que no voy a cobrarle nada —dije, y sonreí.
—Pero ésta es su profesión, ¿no es así?
—En realidad, no. No lo es. Yo soy un voluntario. Por eso no le cobraré nada.
—¿Un voluntario?
—Exacto.
—Sin embargo, con todo, usted tendrá algunos gastos…
—Tampoco necesito dinero para gastos. Soy un voluntario auténtico y, por lo tanto, no acepto ni remuneración ni gratificaciones de ningún tipo.
La mujer ponía cara de pasmo.
Se lo expliqué:
—Por suerte, obtengo de otra parte los ingresos necesarios para vivir. Mi objetivo al hacer esto no es ganar dinero. Yo tengo un interés particular en encontrar a personas que han desaparecido. —Lo cierto es que me interesaban cierto tipo de desapariciones. Pero tratar de precisar hasta ese punto habría complicado la historia—. Y dispongo de cierto talento para ello.