Sin embargo, por más que transcurría el tiempo, la interpretación no remontaba. Conforme se acercaba el final, yo me iba impacientando y me decía: «¡No quiero que acabe de este modo!». Esperaba que su interpretación me ofreciera algo que pudiera recordar. Y, de seguir de aquel modo, sólo me dejaría una impresión muy tibia. O quizá nada en absoluto. Además, tal vez no volviera a tener otra oportunidad de escuchar a Tommy Flanagan en directo (de hecho, no la he tenido). Entonces se me ocurrió de repente. «Si tuviera la ocasión de pedirle a Tommy Flanagan que tocara dos melodías más, ¿cuáles elegiría?». Tras pasarme un rato dándole vueltas al asunto, opté por
Barbados
y
Star-Crossed Lovers
.
La primera es de Charlie Parker; la segunda, de Duke Ellington. Hay algo que quiero aclarar para los que no sean entendidos en jazz y es que ninguna de las dos son melodías muy conocidas. Se tocan en contadas ocasiones. La primera se puede escuchar a veces, aunque es una de las obras más discretas que dejó Charlie Parker, y, en cuanto a la segunda, creo que la mayoría de gente diría: «Ésa, yo no la he oído en mi vida». A lo que yo me refiero es, en resumen, a que elegí melodías muy «sobrias».
Por supuesto tenía una razón para escoger, en mis peticiones imaginarias, esas melodías tan «sobrias». Y es que Tommy Flanagan había grabado, en el pasado, una impresionante interpretación de ambas melodías. La primera está incluida en el álbum llamado
Dial J.J.5
(grabado en 1957), donde Tommy Flanagan estaba al piano con la banda de J.J. Johnson, y la segunda aparece en el álbum
Encounter!
(grabado en 1968), donde él forma parte del quinteto bicéfalo Pepper Adams & Zoot Sims. A lo largo de su extensa carrera, Tommy Flanagan ha interpretado y grabado como acompañante incontables melodías, pero eran los solos, inteligentes y frescos pese a su brevedad, que se encontraban en aquellas dos piezas los que se habían contado siempre entre mis favoritos. Por lo tanto, me hubiera parecido un sueño que las interpretara entonces ante mis ojos. Yo mantenía la vista clavada en él imaginando cómo bajaba del escenario, se dirigía directamente a mi mesa y me decía: «Hace rato que tengo la sensación de que quieres pedirme que toque algo, así que pídeme dos melodías». Por supuesto, las perspectivas de que mis sueños se hicieran realidad eran nulas.
Sin embargo, Flanagan, al final de la actuación, sin decir una palabra, sin lanzar una mirada hacia mí, ¡interpretó las dos melodías, una detrás de la otra! Primero, la balada
Star-Crossed Lovers
; luego, una (versión)
uptempo de Barbados
. Con la copa de vino en la mano, me quedé sin palabras. Supongo que los amantes del jazz me comprenderán, pero es que las posibilidades de que eligiera al final de una actuación esas dos piezas, una detrás de la otra, de entre un número de melodías de jazz tan alto como estrellas hay en el cielo, eran increíblemente pequeñas. Y, además, éste es otro punto interesante de la historia, que la suya fuera una interpretación tan maravillosa y llena de encanto.
El segundo acontecimiento tuvo lugar en un periodo de tiempo parecido y también está relacionado, ¡cómo no!, con el jazz. Una tarde, yo estaba buscando discos en una tienda de segunda mano que se encuentra cerca del conservatorio Berklee. Rebuscar por las estanterías llenas de viejos LP es uno de los pocos placeres por los que vale la pena vivir. Aquel día encontré un viejo LP de Pepper Adams llamado
10 to 4 at the 5 Spot
grabado por Riverside. Era una grabación de un concierto de música en vivo del apasionado quinteto de Pepper Adams, que incluía la trompeta de Donald Byrd, en el club de jazz Five Spot de Nueva York.
10 to 4
significa «las cuatro menos diez» de la mañana. O sea, que se apasionaron tanto en la actuación que prosiguieron hasta el amanecer. El disco era un original y el estado en que se encontraba era excelente, como si fuera nuevo. Creo que me costó unos siete u ocho dólares. Yo tenía la versión japonesa del disco, pero lo había escuchado tanto que estaba muy rayado y, además, encontrar un original en buen estado a aquel precio era, si se me permite la exageración, un pequeño milagro. Compré el disco sintiéndome el hombre más afortunado de la tierra y, al salir de la tienda, me crucé con un hombre joven que me dijo:
—
Hey, you have the time?
[¿Qué hora es?]
Eché un vistazo al reloj y le respondí automáticamente:
—
Yeah, it's 10 to 4
[21]
.
Al decírselo, me di cuenta de la coincidencia y tragué saliva. ¡Uf! ¿Qué diablos estaba ocurriendo a mi alrededor? ¿Estaba el dios del jazz —suponiendo que hubiera algo parecido en el cielo de Boston— guiñándome un ojo y dedicándome una sonrisa? «¿Qué, lo pillas?».
[Yo, you dig it?]
Ninguno de los dos sucesos posee ningún significado especial. Ni el uno ni el otro han provocado algún cambio en mi vida. Simplemente me chocaron aquellas extrañas coincidencias. «¡Vaya! Pues es verdad que a veces pasan cosas raras», me dije.
En realidad, soy una persona a la que le interesan muy poco los fenómenos ocultos. Nunca me ha atraído la adivinación. Antes que ir a un quiromántico a que me lea la mano, prefiero estrujarme los sesos y tratar de solucionar mis problemas yo solo. No tengo una gran cabeza, pero me da la impresión de que, incluso así, es más rápido. No me interesan los poderes paranormales. Hablando con franqueza, tampoco despiertan mi curiosidad ni la transmigración de las almas, ni los espíritus, ni los presentimientos, ni la telepatía, ni el fin del mundo. No es que sea un completo descreído. Es que no me importa si existen o no. Simplemente no tengo ningún interés personal en ello. Pero, sin embargo, un número significativo de fenómenos curiosos han dado una nota de color a mi modesta vida.
¿Me he puesto por ello a analizarlos activamente? No. Me he limitado a tomarlos tal cual venían y a seguir viviendo con completa normalidad. Pensando sin más: «Pues es verdad que pasan cosas raras», o «A lo mejor hay un dios del jazz o algo por el estilo».
A continuación voy a relatarles una historia que me refirió un conocido. Cuando, no sé por qué razón, le expliqué los dos episodios anteriores, él se quedó unos instantes reflexionando con expresión muy seria, y luego me dijo: «A decir verdad, a mí me sucedió algo parecido. Fue una experiencia fruto de la casualidad. No es que se trate de algo rarísimo, pero no me explico cómo pudo ocurrir. En todo caso, una suma de casualidades me condujeron a un lugar insospechado».
He introducido algunos cambios para evitar que pueda reconocerse la identidad de esta persona. Pero, aparte de esto, la historia ocurrió tal cual voy a contarla.
Él es afinador de pianos. Vive en la parte oeste de Tokio, cerca del río Tama. Tiene cuarenta y un años, y es gay. No oculta el hecho de que sea gay. Tiene un novio tres años más joven, pero éste trabaja en algo relacionado con bienes inmobiliarios y, por razones profesionales, no puede salir del armario. Así que viven separados. Él es afinador de pianos, pero se graduó en piano en el Conservatorio y no lo toca nada mal. Interpreta muy bien, con una gran carga expresiva y una considerable profundidad, a autores franceses como Debussy, Ravel y Erik Satie. Sin embargo, su preferido es Francis Poulenc.
—Poulenc era gay. Y no intentó ocultarlo jamás —me dijo una vez—. Aunque eso, en aquella época, no era nada fácil. Una vez dijo: «Mi música no puede abstraerse del hecho de que yo sea homosexual». Entiendo muy bien a qué se refería. En resumen, que tenía que ser tan honesto respecto a su homosexualidad como intentaba serlo con su música. La música es así, y así debe ser, también, tu vida.
A mí siempre me había gustado la música de Poulenc. Y, cuando él venía a afinar mi viejo piano, una vez había acabado su trabajo siempre me tocaba algunas piezas breves de Poulenc. Como la
Suite Francesa o la Pastoral
.
«Descubrió» que era gay después de ingresar en el Conservatorio. Hasta entonces nunca había contemplado siquiera la posibilidad de serlo. Era guapo, de buena familia, de ademanes tranquilos, así que en el instituto, era muy popular entre las chicas. En aquella época, no tuvo ninguna novia fija, pero salió con varias. Le gustaba tener una chica a su lado. Contemplar muy de cerca sus peinados, aspirar el olor de sus nucas, coger sus pequeñas manos. Pero nunca llegó a iniciarse en el sexo. Tras unas cuantas citas, se daba cuenta de que la chica esperaba algo más. Pero él no daba un paso hacia delante porque no sentía la necesidad de hacerlo. A su alrededor, todos los chicos sin excepción, poseídos por sus demonios sexuales, lograban, a duras penas, dominar sus impulsos, o bien se abandonaban activamente a ellos. Pero él nunca sintió esa urgencia. Pensaba que debía de ser un poco infantil para su edad. O que, tal vez, aún no había encontrado a la persona adecuada.
Tras ingresar en la universidad empezó a salir con una chica de su mismo curso, del departamento de percusión. A ambos les gustaba hablar, se sentían muy próximos. Poco después de conocerse, hicieron el amor en la habitación de la chica. Fue ella quien tomó la iniciativa. También habían bebido. El acto sexual se desarrolló sin incidentes, pero él no lo encontró tan placentero y excitante como decía todo el mundo. Más bien le pareció rudo y grotesco. El tenue olor que despedía el cuerpo de la chica al excitarse le había desagradado. Más que realizar directamente el acto sexual hubiera preferido charlar de cosas íntimas con ella, tocar algo juntos o ir a comer los dos. Y, conforme pasaban los días, más difícil le resultaba hacer el amor con ella.
Con todo, él continuaba pensando que debía de ser indiferente al sexo. Hasta que un día… Pero, dejémoslo. Si saco el tema, me extenderé demasiado y, además, no guarda relación directa con la historia. En definitiva, que ocurrió algo y él descubrió que era, sin ningún género de duda, homosexual. Y, como le parecía muy fastidioso ir buscando pretextos, le confesó abiertamente a la chica: «Soy homosexual». Una semana después, casi todas las personas de su entorno ya se habían enterado de que era
gay
. La noticia fue rodando de boca en boca hasta llegar a su familia. Por este motivo, perdió algunos amigos y tuvo conflictos familiares, pero, en definitiva, quizá fuera mejor así. Por su carácter, era preferible esa situación a vivir escondiendo una verdad manifiesta en el fondo del armario.
Sin embargo, lo que más le afectó fue pelearse con su hermana; ella, dos años mayor, era con quien mejor se llevaba de toda la familia. La familia del prometido de la hermana se enteró de que él era gay y la boda, que debía celebrarse en breve, estuvo a punto de suspenderse. Al final, lograron convencer a los padres del novio y hubo boda, pero, con todo el alboroto, la hermana sufrió un ataque de nervios y se enfadó muchísimo con su hermano pequeño. Le reprochó a gritos que se interpusiera en su felicidad al elegir un momento tan poco apropiado para confesarlo todo. Su hermano tenía, por supuesto, sus razones. Pero entre ambos ya nunca volvió a haber la intimidad que había existido en el pasado. Él ni siquiera asistió a la boda de su hermana.
Él se sentía satisfecho con su típica vida de gay que vive solo. Vestía bien, era amable y educado, tenía sentido del humor, casi siempre iba con una sonrisa agradable en los labios, por lo cual, la gran mayoría de personas —exceptuando esos individuos que tienen una aversión instintiva hacia los homosexuales— sentían por él una simpatía natural. En su trabajo, era un profesional de primera categoría, tenía muchos clientes y unos ingresos estables. Incluso varios pianistas famosos requerían sus servicios. Ya casi había amortizado por completo la hipoteca de la casa de dos dormitorios que había comprado en la ciudad universitaria. Poseía un aparato de audio de primera calidad, sabía preparar platos de comida orgánica e iba cinco días a la semana al gimnasio a quemar las grasas superfluas. Tras salir con varios hombres, diez años atrás conoció a su pareja actual, con quien mantiene una relación estable y satisfactoria.
Los martes se montaba en su Honda descapotable de dos asientos (verde, de conducción manual), cruzaba el río Tama e iba a un centro comercial de saldos de la prefectura de Kanagawa. Allí se concentraban grandes tiendas como
Gap
,
Toys R us
,
The Body Shop
. Los fines de semana, el centro estaba atestado de gente y era muy difícil encontrar sitio para aparcar, pero los días laborables, por la mañana, reinaba en él la tranquilidad. Entrar en una gran librería que había en el centro, comprar un libro que le llamara la atención, dirigirse a la cafetería que había en un rincón del establecimiento y, una vez allí, ir volviendo las páginas del libro mientras saboreaba un café era su pasatiempo favorito de los martes.
—Los centros esos, en sí mismos, son horribles. No hace falta que te lo diga. Pero aquella cafetería es terriblemente agradable —dijo él—. La descubrí por casualidad. No hay música, no se puede fumar, los cojines de los asientos son ideales para leer. No son ni muy duros ni muy blandos. Además, siempre está vacía. Hay muy poca gente que entre en una cafetería los martes por la mañana y, si hay alguien, seguro que se va al Starbucks de la esquina.
Total, que el martes por la mañana se concentraba en la lectura en aquella cafetería de mala muerte desde las diez de la mañana pasadas hasta la una del mediodía. A esa hora comía una ensalada de atún en un restaurante de allí cerca, se bebía una botella de Perrier y, luego, iba al gimnasio a sudar. Así acostumbraba a pasar los martes.
Aquel martes por la mañana estaba leyendo como siempre en la cafetería.
Casa desolada
, de Charles Dickens. La había leído hacía mucho tiempo, pero al descubrirla en los estantes de la librería le entraron ganas de volver a leerla. Recordaba muy bien que en su día le pareció un libro muy interesante, pero había olvidado por completo el argumento. Charles Dickens era uno de sus autores favoritos porque, mientras se sumergía en sus páginas, podía olvidarse de todo lo demás. Y, como le sucedía siempre, la historia lo cautivó desde la primera página.
Tras estar una hora concentrado en la lectura, se sintió cansado, cosa nada extraña. Cerró el libro, lo dejó sobre la mesa, llamó a la camarera, le pidió otro café, se dirigió a los lavabos que se encontraban fuera del establecimiento y regresó. Al volver a su asiento, una mujer que había estado leyendo tranquilamente igual que él, en la mesa vecina, le dirigió la palabra.