Volvió a sentir la necesidad de vomitar todo lo que tenía en el estómago. Pero dentro ya no le quedaba nada. El estómago se le había reducido al tamaño de un puño. Mezclado con los vómitos, arrojó amargos jugos gástricos de color verde. A pesar de eso, bebió con ansiedad para enjuagarse la boca y volvió a vomitar. Luego tiró de la cadena para que el agua del depósito arrastrara todo lo que flotaba por encima del agua del inodoro. Tiró de la cadena una y otra vez hasta que no quedó nada. Se lavó bien la cara en el lavabo, se frotó con fuerza la boca con una toalla blanca limpia y se cepilló a conciencia los dientes. Luego apoyó ambas manos sobre el lavabo y contempló su cara reflejada en el espejo. Su rostro estaba demacrado, se le marcaban las arrugas, su tez tenía un tono terroso. No parecía su cara, sino la de un anciano exhausto.
Al salir del lavabo se recostó en la puerta y contempló la habitación. Su novia dormía profundamente sobre la cama. No parecía sentir nada. Con la cabeza hundida en la almohada, se la oía respirar sumida en el sueño. Su largo pelo le cubría la mejilla y el hombro como un abanico. Detrás del omoplato tenía dos pequeños lunares, uno al lado del otro, como dos gemelos. En la espalda se le destacaban con claridad las huellas del traje de baño. La clara luz de la luna penetraba silenciosamente en la habitación a través de la persiana y el mar nocturno hacía resonar el monótono rumor de las olas. A la cabecera de la cama, el despertador electrónico mostraba los dígitos de color verde. No se apreciaba ningún cambio. Pero también en el interior de la mujer había cangrejo. Aquel día por la noche, los dos habían compartido la comida del mismo plato. Sólo que ella todavía no se había dado cuenta de lo que pasaba.
El joven se hundió en el sillón de mimbre que había junto a la ventana, cerró los ojos y respiró de una forma pausada y regular. Se llenó los pulmones de aire nuevo y, cuando éste se enrareció, lo espiró. En la medida de sus fuerzas, intentó cambiar todo el aire que contenía su cuerpo. Al hacerlo, quería abrir todos sus poros. Se oía cómo le latía el corazón con unos latidos duros y secos igual que un antiguo despertador resonando en una estancia vacía.
Contemplando la figura de la mujer tendida sobre la cama, el joven imaginaba la multitud de diminutos gusanos que estarían pululando por el interior de su vientre. ¿Debía despertarla y decírselo? ¿Debía tomar alguna medida al respecto? Tras dudar unos instantes, el joven desechó la idea. Seguro que no sería de ninguna utilidad. Ella no se daba cuenta. Y ése era el problema más grave.
La tierra rotaba de un modo anormal. Él podía percibir su mudo chirrido. Algo había sucedido y el mundo había sufrido un cambio. El orden de una multitud de cosas se había alterado y ya era imposible volver atrás. Ahora sólo restaba que aquellas cosas que habían cambiado prosiguieran, tal cual, su avance hacia delante. A la mañana siguiente ellos regresarían a Tokio. Volverían a su vida cotidiana. Como si, en la superficie, nada hubiera cambiado. Pero él lo sabía. «Tal vez las cosas jamás vuelvan a funcionar bien entre esta mujer y yo. Quizá nunca más vuelva a experimentar hacia ella los mismos sentimientos que experimenté hasta ayer». Pero no se trataba sólo de eso. «Quizá ni siquiera yo vuelva a llevarme bien conmigo mismo nunca más», se dijo. «Nosotros, en cierto sentido, hemos caído de una alta tapia hacia dentro. Sin hacer ruido, sin dolor.
Y ella ni siquiera se ha dado cuenta
».
El joven permaneció hasta el amanecer en la silla de mimbre, respirando en silencio. Durante la noche cayeron, a intervalos, varios aguaceros. De vez en cuando, las gotas de lluvia azotaban la ventana con fuerza, como si la estuvieran castigando. Cuando las nubes se alejaban, volvía a asomar la luna. Esto se repitió varias veces. Pero la mujer no se despertó. Ni siquiera se dio la vuelta. Sólo a veces le temblaban un poco los hombros. Él hubiera dado cualquier cosa por dormir. Cuando, tras un sueño profundo, se despertara, quizá ya todo se habría resuelto y todas las cosas seguirían su curso, igual que antes, como si nada hubiese pasado. El joven deseaba con ansia atrapar el sueño. Pero, por más que alargó el brazo, no logró alcanzar el sitio donde éste se encontraba.
El joven se acordó de la primera noche, cuando pasaron por delante del restaurante. Los dos ancianos chinos del pelo corto, los platillos que éstos comían en silencio, el perro negro con los ojos entrecerrados a sus pies, los viejos parasoles desteñidos. Ella lo agarró del brazo. Todo parecía haber ocurrido en un pasado remoto. Pero en realidad hacía sólo tres días. Y durante esos tres días, a manos de una extraña fuerza desconocida, él se había convertido en un viejo infeliz de rostro macilento. En las solitarias y hermosas playas de Singapur.
Levantó ambas manos hasta situarlas delante de su cara y las observó con atención. Contempló durante unos instantes el dorso de las manos, luego les dio la vuelta y contempló las palmas. Tanto si la giraba hacia un lado como hacia otro, la mano se veía sacudida por un ligero temblor.
—¡Huy, sí! Siempre me ha encantado el cangrejo. ¿Y a ti? —oyó que decía la mujer.
«No lo sé», pensó él.
Algo amorfo le rodeaba el corazón, envuelto en un misterio profundo y blando. Ya no tenía la menor idea de qué dirección tomaría su vida a partir de aquel momento y qué diablos le esperaba a él en aquel lugar. Sin embargo, cuando el cielo del este empezó a tomar un color lechoso, él pensó aquello de repente. «Hay una única cosa cierta. De aquí en adelante, vaya a donde vaya, jamás volveré a comer cangrejo».
Hace mucho tiempo (por más que lo diga, apenas han transcurrido catorce o quince años) yo vivía en una residencia de estudiantes. Tenía dieciocho años y acababa de entrar en la universidad. No conocía Tokio y era la primera vez que vivía solo, así que mis padres, intranquilos, me metieron en aquella residencia. La cuestión monetaria también contaba, por supuesto. Alojarme en una residencia era considerablemente más barato que vivir solo. Yo hubiera preferido alquilar un apartamento y vivir a mi aire, pero, teniendo en cuenta el importe de la matrícula, el coste de las clases y el de mi manutención, que mes tras mes me enviaban mis padres, la verdad es que no podía quejarme.
La residencia se encontraba en el distrito Bunkyô, en lo alto de una loma que tenía unas vistas magníficas. Ocupaba un extenso terreno rodeado por un alto muro de cemento. Al cruzar el portal te topabas con un olmo gigantesco. Decían que tenía ciento cincuenta años, o quizá más. Cuando, al pie del árbol, mirabas hacia lo alto, no podías vislumbrar el cielo, oculto por completo tras el verde follaje.
El camino de cemento daba un rodeo para evitar el gigantesco olmo y luego cruzaba el patio formando una larga línea recta. A ambos lados del patio se alineaban, en paralelo, dos bloques de hormigón de tres pisos: los dormitorios. Eran unos edificios enormes. A través de las ventanas abiertas se oía al
disc-jockey
de la radio. Las cortinas de las ventanas eran todas del mismo tono crema, el color que mejor resistía la decoloración solar.
El camino moría ante el pabellón principal, de dos pisos de altura. En la planta baja estaban el comedor y un baño grande; en la primera planta, el paraninfo, algunas salas de reuniones e, incluso, un salón para la recepción de huéspedes importantes. Al lado del pabellón principal se levantaba el tercer bloque. También éste constaba de tres plantas. El patio era grande y, en medio del verde césped, un sistema automático de riego por aspersión daba vueltas de modo que las gotitas de agua reflejaban los rayos de sol. Detrás del pabellón principal había un campo para jugar al béisbol y al fútbol, y seis pistas de tenis. En fin, que a la residencia no le faltaba de nada.
El único problema que tenía —aunque supongo que habrá división de opiniones respecto a si esto se podía considerar, o no, un problema— era que la residencia la dirigía una fundación poco transparente que incluía a sujetos de extrema derecha. Bastaba con leer los folletos informativos para los nuevos residentes y el reglamento para darse cuenta. «El principio rector de la enseñanza reside en la formación de hombres de valía para servir a la patria». Ésta era la filosofía que regía la fundación del centro. Y muchos empresarios que comulgaban con ella habían hecho importantes donaciones de capital. Así rezaba la fachada, pero detrás había algo turbio. Nadie conocía la verdad a ciencia cierta. Había quien afirmaba que la fundación era un medio para desgravar impuestos, o que la construcción de la residencia había sido un mero pretexto, rayando la estafa, para hacerse con aquel terreno. También había quien decía que era pura propaganda. Pero qué más daba. Lo cierto es que viví en aquella residencia de la primavera de 1967 al otoño del año siguiente. Y, en lo que atañe a la vida cotidiana, no hay gran diferencia entre la derecha y la izquierda o entre intentar parecer mejor o peor de lo que se es en realidad.
El día empezaba con la solemne ceremonia de izamiento de la bandera. Himno nacional incluido, por supuesto. Porque una cosa no puede desligarse de la otra. Tal como sucede con las noticias deportivas y con la melodía que abre el programa. El podio estaba en el centro del patio para que pudiera verse desde las ventanas de todos los bloques.
Izar la bandera era función del celador del bloque este (el bloque donde vivía yo). Era un hombre de unos cincuenta años, alto y de mirada acerada. En su pelo duro se entreveían algunas canas y lucía una larga cicatriz en la nuca tostada por el sol. Se rumoreaba que el sujeto procedía de la Escuela Militar del Ejército de Tierra de Nakano. A su lado, un alumno oficiaba de ayudante en la ceremonia. Nadie sabía quién era. Llevaba la cabeza rapada y siempre vestía uniforme. No sé cómo se llamaba ni en qué habitación vivía. Jamás había coincidido con él en el comedor o en el baño. Ni siquiera estoy seguro de que fuera estudiante. En fin, ya que llevaba uniforme, debía de serlo. Era lo único que cabía pensar. Y, al contrario de don Escuela-Militar-de-Nakano, éste era bajo, rollizo, de tez pálida. Cada día a las seis de la mañana, aquella pareja izaba el sol naciente en el patio.
Durante la primera época que pasé en la residencia solía contemplar la escena por la ventana. A las seis de la mañana, junto con la señal horaria de la radio, aparecían por el patio. Uniforme llevaba una delgada caja de madera de paulonia. Escuela-Militar-de-Nakano, un magnetófono portátil de la casa Sony. Escuela-Militar-de-Nakano depositaba el magnetófono a los pies del podio. Uniforme abría la caja de madera de paulonia. Dentro estaba la bandera nacional, doblada con esmero. Uniforme entregaba la bandera a Escuela-Militar-de-Nakano. Éste la ensartaba en la cuerda. Uniforme pulsaba el botón del magnetófono.
«Que tu reinado…».
Y la bandera ascendía deslizándose por el asta.
«… perdure hasta que…».
En ese instante, la bandera se hallaba a media asta.
«… las pequeñas piedras…».
Una vez había alcanzado lo más alto, ambos se cuadraban adoptando la posición de «¡Firmes!», alzaban la vista y miraban la bandera de frente. Si el cielo estaba despejado y tenían la suerte de que soplara el viento, aquél era un hermoso espectáculo.
Al atardecer se arriaba la bandera siguiendo el mismo ritual. Sólo que en orden inverso al matutino. Se arriaba la bandera y se guardaba dentro de la caja de paulonia. Durante la noche no ondeaba.
¿Por qué tenían que arriarla de noche? Las razones se me escapaban. La nación sigue existiendo durante la noche, y hay mucha gente que trabaja a esas horas. Me parecía injusto que todas esas personas no contaran con la tutela de la bandera nacional. Aunque quizá no tuviera mucha importancia. Tal vez no preocupara a nadie. Posiblemente yo fuera el único que había reparado en ello. Y a mí, en realidad, sólo se me había pasado por la cabeza de pronto y tampoco le otorgaba un significado más profundo.
Las habitaciones se distribuían, por sistema, de la siguiente manera: las dobles, para los estudiantes de primero y segundo; las individuales, para los de tercero y cuarto curso.
Las habitaciones dobles, de forma estrecha y alargada, tenían una superficie de seis
tatami
[18]
. En la pared del fondo había una ventana con el marco de aluminio. Los muebles eran austeros hasta la exageración, y resistentes. Dos mesas y dos sillas, una litera de dos camas, dos taquillas y, luego, una estantería empotrada en la pared. En los estantes de la mayoría de las habitaciones se alineaban transistores, secadores del pelo, hervidores eléctricos de agua, café instantáneo, azúcar y varias ollas para preparar
râmen
[19]
instantáneo, platos y vasos. En las paredes de yeso había pegadas
pin-ups
del
Playboy
. Sobre las mesas se alineaban manuales, diccionarios y novelas de moda.
Al ser habitaciones donde sólo residían hombres, solían estar terriblemente sucias. En el fondo de las papeleras había pegadas mondas de mandarina enmohecidas, y las latas que hacían las veces de cenicero estaban atiborradas de colillas hasta una altura de unos diez centímetros. En las tazas había residuos de café fuertemente pegados. El suelo estaba sembrado de envoltorios de celofán de
râmen
instantáneo y de latas de cerveza vacías. Las ráfagas de aire levantaban nubes de polvo del suelo. Apestaba. Porque todos arrojaban la ropa sucia debajo de la cama. Como a nadie se le ocurría airear periódicamente los futones, éstos estaban empapados en sudor y despedían un hedor nauseabundo.
Mi habitación, por el contrario, estaba limpia como una patena. No había ni una mota de polvo en el suelo, los ceniceros siempre estaban limpios. Los futones se tendían al sol una vez a la semana, los lápices estaban metidos dentro de su pote. De nuestra pared, en vez de una
pin-up
, colgaba una fotografía de uno de los canales de Amsterdam. Porque mi compañero de habitación era patológicamente limpio. Él hacía toda la limpieza. Incluso me lavaba la ropa. Yo no tenía que mover un dedo. A la que dejaba la lata de cerveza que acababa de beberme sobre la mesa, un instante después ya había ido a parar a la papelera.
Mi compañero estudiaba geografía en la universidad.
—Es-estoy estu-tudiando ma-mapas —me dijo primero.
—¿Te gustan los mapas? —le pregunté.
—Sí. En el futuro, quiero entrar en el Instituto Nacional de Geografía y hacer ma-mapas.