El comandante sugirió ponerle al niño su nombre, Tony. El nombre de Tony, lo mires como te lo mires, no parece muy adecuado para un niño japonés, pero si era apropiado o no, al comandante ni siquiera se le pasó por la cabeza. Shôzaburô Takitani, al llegar a casa, escribió «Tony Takitani» en un papel, lo pegó en la pared y lo estuvo contemplando durante unos cuantos días. «¿Tony Takitani? Pues no está mal», pensó. La era americana aún continuaría durante algún tiempo y tal vez fuese una buena idea ponerle al niño un nombre americano. A lo mejor le sería útil.
Sin embargo, para el niño que llevaba ese nombre, la vida no fue precisamente un camino de rosas. En la escuela se burlaban de él llamándolo mestizo, y la gente, cuando pronunciaba su nombre, ponía cara de extrañeza o de desagrado. La mayoría se lo tomaba como una broma de mal gusto e incluso había quien se enfadaba. Cierto tipo de personas, por el mero hecho de estar frente a un niño que se llamara de ese modo, sentía cómo se le abrían las viejas heridas del pasado.
Todo esto hizo de Tony Takitani un muchacho con una marcada tendencia a encerrarse en sí mismo. No trabó una sola amistad que pudiera considerarse como tal, pero este hecho no parecía afectarle demasiado. Para él, estar solo era lo más natural del mundo, o, incluso, una especie de premisa de su vida. Desde que tuvo uso de razón, su padre estaba ausente, de gira con la banda de jazz. De pequeño, lo cuidó una empleada doméstica y, a partir del último año de primaria, empezó a apañárselas solo. Cocinaba solo, echaba la llave solo y dormía solo. No sentía soledad. Era más cómodo hacerse las cosas por sí mismo que tener a alguien encima todo el día. Shôzaburô Takitani, después de la muerte de su esposa, fuera por la razón que fuese, no volvió a casarse. No hace falta decir que siguió teniendo una novia tras otra, pero jamás llevó a una sola mujer a casa. Tanto el padre como el hijo estaban acostumbrados a apañárselas solos. Su relación no era tan distante como cabría esperar de dos personas que vivan de ese modo. Sin embargo, ambos estaban muy avezados a la soledad y, por lo tanto, ninguno de los dos dio el primer paso para abrirle su corazón al otro. Simplemente, no necesitaban hacerlo. Shôzaburô Takitani no estaba hecho para ser padre y a Tony Takitani tampoco le iba el papel de hijo.
A Tony Takitani le gustaba el dibujo y se pasaba las horas encerrado en su habitación dibujando. Le gustaba especialmente reproducir aparatos. Con la punta del lápiz afilada como una aguja plasmaba con asombrosa exactitud cada detalle de bicicletas, radios y todo tipo de máquinas. Incluso cuando dibujaba flores captaba cada uno de los nervios de las hojas. Sólo sabía dibujar de esa forma. En las demás asignaturas, sus notas no eran nada del otro mundo, pero en dibujo eran excelentes. Y en los concursos siempre solía ganar el primer premio.
Por lo tanto, el hecho de que al acabar el instituto ingresara en la facultad de bellas artes y luego se hiciera ilustrador, fue lo más natural del mundo (a partir del primer año de universidad, sin que ninguno de los dos lo propusiera, como si fuera lo más lógico, padre e hijo empezaron a vivir cada uno por su cuenta). De hecho, ni siquiera tuvo la necesidad de considerar otras posibilidades. Mientras los demás jóvenes a su alrededor sufrían y se sentían perdidos, él iba trazando sus precisos dibujos mecánicos, en silencio, sin pensar en nada. En una época como aquélla, en la que los jóvenes se rebelaban con violencia contra el poder y el sistema, casi ninguna de las personas que lo rodeaban valoraba aquellos dibujos tan extremadamente prácticos. Al mirarlos, los profesores de bellas artes, no tenían más remedio que sonreír. Sus condiscípulos le criticaban su falta de contenido ideológico. A su vez, Tony Takitani no lograba encontrarles la gracia a los dibujos «con contenido ideológico» de sus compañeros. A sus ojos, eran inmaduros, feos e inexactos.
Una vez fuera de la universidad, la situación dio un vuelco. Gracias a su técnica extremadamente práctica, realista y utilitarista, a Tony Takitani nunca le faltó el trabajo. Porque no había otro que fuera capaz de reproducir con tanta precisión máquinas y elementos arquitectónicos complicados. «Es más real que el original», afirmaba todo el mundo. Sus dibujos eran más exactos que una fotografía y tan fáciles de comprender que cualquier explicación era superflua. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en el ilustrador más solicitado. Desde dibujos de portadas de revistas de automóviles hasta ilustraciones para anuncios, mientras se tratara de mecanismos, él aceptaba cualquier encargo. Trabajar le divertía, aparte de reportarle unos beneficios considerables.
Mientras tanto, Shôzaburô Takitani continuaba tocando incansablemente el trombón. Llegó la época del jazz moderno, llegó la época del jazz libre, llegó la época del jazz electrónico, pero Shôzaburô Takitani siguió siempre con el viejo jazz. No era un músico de primera categoría, pero su nombre era bastante conocido y siempre tuvo trabajo. Podía comer comida buena, no le faltaban mujeres. Si consideramos la vida en términos de satisfacción o insatisfacción personal, la suya fue una de las más afortunadas.
Tony Takitani trabajaba sin desperdiciar un instante y no tenía ninguna afición cara, así que a los treinta y cinco años ya había amasado una pequeña fortuna. Aconsejado por alguien, compró una gran casa en Setagaya y adquirió varios apartamentos para ponerlos en alquiler. Un asesor fiscal se ocupaba de todo.
Tony Takitani había salido con unas cuantas chicas. Cuando era joven, incluso había vivido con una, aunque sólo durante un corto periodo de tiempo. Pero jamás había pensado en casarse. No sentía la menor necesidad de hacerlo. La comida, la limpieza y la colada se las hacía él solo y, cuando el trabajo se lo impedía, contrataba a una asistenta doméstica. Jamás había deseado tener hijos. Tampoco tenía amigos a quienes consultar las cosas o a quienes poder abrirles el corazón. Ni siquiera tenía a alguien con quien irse de copas. Eso no significa que fuera una persona huraña. No era tan simpático como su padre, pero en su vida diaria se relacionaba con absoluta normalidad con quienes lo rodeaban. No fanfarroneaba ni presumía. No se justificaba a sí mismo, no hablaba mal de nadie. Prefería escuchar a los demás que hablar de sí mismo. Así que la mayoría de personas lo apreciaba. Sin embargo, era absolutamente incapaz de establecer relaciones personales que fueran más allá del nivel práctico. A su padre sólo lo veía, siempre por algo en concreto, una vez cada dos o tres años. En cuanto se encontraban y resolvían el asunto que los ocupaba, ya no tenían nada más que decirse. La vida de Tony Takitani discurría de una manera extremadamente tranquila y apacible. «No creo que me case nunca», pensaba.
Sin embargo, un día, de repente, sin previo aviso, Tony Takitani se enamoró. Sucedió de forma tan inesperada que parecía increíble. Ella era una empleada a tiempo parcial de una editorial, que había ido a su estudio a recoger unas ilustraciones. Tenía veintidós años. Mientras estuvo allí, lució siempre una serena sonrisa en los labios. Tenía un rostro agradable y simpático, pero, mirándola con objetividad, no se la podía considerar una belleza. Sin embargo había algo en ella que golpeó con violencia el corazón de Tony Takitani. Desde que la vio por primera vez sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. No sabía qué tenía aquella chica que le había asestado un golpe tan fuerte. Pero, aunque lo hubiera sabido, no podía explicarse con palabras.
Además, también se sintió atraído por su modo de vestir. A él no le interesaba demasiado la ropa y apenas se fijaba en cómo iban vestidas las mujeres, pero, sin embargo, se quedó profundamente admirado al ver cómo aquella chica sabía llevar la ropa. Incluso puede decirse que lo conmovió. Había muchas mujeres que vestían con buen gusto. Muchas que iban más elegantes que ella. Pero el caso de aquella chica era diferente. Ella vestía con tanta naturalidad, con tanta gracia, que parecía un pájaro envuelto en un aire especial que se dispusiera a alzar el vuelo hacia otro mundo. Nunca había visto a alguien que llevara la ropa con tanta alegría. Incluso la ropa, al envolverla, adquiría una vida nueva. Ella le dio las gracias y se marchó. Pero incluso después de que ella recogiera el trabajo y se fuera, él siguió sin poder pronunciar una palabra. Permaneció sentado ante la mesa, aturdido, incapaz de hacer nada hasta que anocheció y la habitación quedó a oscuras.
Al día siguiente llamó a la editorial y se inventó la primera excusa que le vino a la cabeza para que ella tuviera que volver a su estudio. Después del trabajo la invitó a comer. Mientras, charlaron de cosas sin importancia. Pese a llevarse más de quince años, curiosamente tenían muchos temas en común. Hablaran de lo que hablaran coincidían. Era la primera vez que tanto a él como a ella les ocurría una cosa semejante. La chica, al principio, estaba un poco tensa, pero luego se fue relajando y empezó a reír y a charlar por los codos.
—Tienes muy buen gusto en el vestir —la alabó Tony Takitani al despedirse.
—Es que me gusta mucho la ropa —repuso ella tímidamente—. Casi todo el sueldo me lo gasto en ropa.
Luego se vieron varias veces más. No iban a ningún sitio en especial, simplemente se sentaban en algún lugar tranquilo y charlaban. Hablaban de sí mismos, hablaban del trabajo, hablaban de cómo se sentían o de qué pensaban sobre diversas cosas. Hubieran podido continuar charlando eternamente sin hartarse. Hablaban y hablaban, como si estuvieran llenando algún vacío. Y, a la quinta vez que se vieron, Tony Takitani le pidió que se casara con él. Pero ella tenía un novio con el que salía desde el instituto. Con el paso del tiempo, la relación con su novio se había ido deteriorando y habían llegado al punto de pelearse por cualquier tontería cada vez que se veían. A decir verdad, cuando estaba con él, ella no se sentía tan libre como con Tony Takitani, ni tampoco se divertía tanto. Pero no podía romper el noviazgo de un día para otro. Ella tenía sus razones. Y además se llevaban quince años. Ella todavía era joven, apenas tenía experiencia. Y no podía prever lo que esa diferencia de edad podía significar en el futuro. Le pidió tiempo para pensárselo.
Mientras ella reflexionaba, Tony Takitani vivió unos días infernales. No podía trabajar. Bebía, todos los días, solo. La soledad se le hizo tan opresiva que lo paralizaba, provocándole una gran angustia. La soledad empezó a parecerle una prisión. «¡Y pensar que nunca me había dado cuenta!», se decía. Contemplaba con ojos desesperados los fríos y gruesos muros que lo rodeaban. «Si ella no quiere casarse conmigo, me moriré», pensó.
Fue a su encuentro y se lo explicó todo. Que hasta entonces había estado siempre solo y que se había perdido una infinidad de cosas. Y que ella le había hecho ser consciente de su soledad.
Ella era una chica inteligente. Tony Takitani le gustaba como persona. Al principio le había caído simpático y, conforme lo había ido tratando, le había ido gustando cada vez más. Si a ese sentimiento se lo podía llamar amor, ella no lo sabía. Pero ella sentía que dentro de él se escondía algo maravilloso. Y pensaba que podía ser muy feliz a su lado. Y se casaron.
Al casarse con ella se terminaron los días de soledad en la vida de Tony Takitani. Al despertarse por la mañana, lo primero que hacía era buscar a su mujer con la mirada. En cuanto descubría su figura durmiendo se tranquilizaba. Cuando no la encontraba, recorría inquieto toda la casa buscándola. Para él, no estar solo era algo paradójico. Ya que en cuanto había dejado de estarlo le había asaltado una angustia espantosa pensando en qué sería de él si volvía a quedarse solo. De vez en cuando ese pensamiento le venía a la cabeza y se sentía tan aterrado que le entraba un sudor gélido. El pánico continuó hasta tres meses después de la boda. Sin embargo, conforme fue acostumbrándose a su nueva vida, conforme fue haciéndose más remota la posibilidad de que ella desapareciera de súbito, el terror fue alejándose gradualmente. Y, por fin, se tranquilizó y se sumergió en una plácida felicidad.
En una ocasión, los dos fueron a ver una actuación musical de Shôzaburô Takitani. Ella quería saber qué instrumento tocaba el padre de su marido.
—¿Crees que le importará que vayamos? —preguntó ella.
—No lo creo —repuso él.
Y acudieron a un club de Ginza donde tocaba Shôzaburô Takitani. Excepto durante su infancia, era la primera vez que Tony Takitani presenciaba una actuación de su padre. Éste tocaba exactamente el mismo tipo de música de entonces. Todas las melodías las había escuchado Tony Takitani en disco, desde niño, multitud de veces. La interpretación de su padre era fluida, elegante, dulce. Aquello no era arte. Pero sí una música ejecutada hábilmente por un profesional de primera categoría que lograba que el público se sintiera bien. Tony Takitani, cosa infrecuente en él, tomó una copa tras otra mientras escuchaba.
Sin embargo, poco después, mientras permanecía atento a la música, algo que había en ella empezó a asfixiarlo y a causarle un terrible desasosiego, como si fuera un estrecho tubo en el que fuera acumulándose de forma lenta pero certera la basura. Le pareció que aquella música era un poco diferente de la que él recordaba. Claro que había transcurrido mucho tiempo y que, en aquel entonces, la escuchaba con los oídos de un niño. Pero le pareció que la diferencia era muy importante. Quizá fuera mínima. Pero era esencial. Y eso él podía percibirlo con toda claridad. Hubiera querido subir al escenario, agarrar a su padre del brazo y preguntarle: «¡Papá! ¿Dónde diablos está la diferencia?». Pero no lo hizo, por supuesto. Después de todo, ni siquiera era capaz de explicar esa sensación. Sin decir nada, siguió escuchando a su padre hasta el final mientras tomaba whisky con agua. Y, junto a su esposa, aplaudió y volvió a casa.
Sobre su matrimonio no se proyectaba sombra alguna. Su trabajo seguía como siempre, ellos dos no se peleaban nunca. Solían pasear, iban al cine, viajaban. Considerando su edad, ella era bastante buena ama de casa y sabía dar una respuesta acertada a cualquier cuestión. Desempeñaba con eficacia las labores domésticas y no le creaba a su marido ningún problema superfluo. Con todo, había una cosa, una única cosa, que preocupaba a Tony Takitani. Y era que compraba demasiada ropa. No es exagerado decir que, cuando veía un vestido, casi no podía contenerse. La expresión de su cara cambiaba de súbito, incluso se le alteraba la voz. La primera vez que lo notó, Tony Takitani casi pensó que se había sentido indispuesta de repente. Esa tendencia ya la tenía antes de casarse, pero fue durante la luna de miel en Europa cuando tomó proporciones alarmantes. Durante el viaje, ella compró ropa hasta cansarse. En Milán y París, de la mañana a la noche, recorrió las boutiques como una posesa. No vieron nada. No fueron ni al Duomo ni al Louvre. El único recuerdo que tiene Tony Takitani del viaje son las tiendas de ropa. Valentino, Missoni, Sant Laurent, Givenchy, Ferragamo, Armani, Cerruti, Gianfranco Ferré… Como hechizada, ella compraba un traje tras otro mientras él iba detrás pagando las facturas. Casi temía que la banda magnética de la tarjeta de crédito acabara desgastándose por el uso.