Scorpius (4 page)

Read Scorpius Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Scorpius
3.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tras un repentino estallido de luz, el Saab que los había venido siguiendo en la autopista pareció surgir de la nada pegándose a su trasera, con los faros encendidos.

—¡Apriete el acelerador aunque tenga que atravesar el suelo del coche, Pearly! —gritó Bond agachándose junto a la portezuela al tiempo que levantaba la automática y sentía el impacto del aire frío en su cara y su mano.

Viendo que el Saab continuaba pegado a ellos, hizo dos rápidos disparos hacia su parte inferior con la esperanza de tocar un neumático. Pearlman había lanzado el vehículo por la estrecha carretera a unos ciento veinte por hora, rozando enseguida unos pocos recomendables ciento cuarenta. En la trasera, Bond era zarandeado y agitado mientras se agarraba a la puerta intentando conseguir un disparo directo, entornando los párpados para defenderse del feroz resplandor de los faros.

Volvió a disparar, y una de las luces del Saab se apagó. En seguida el coche patinó bruscamente, como si su conductor hubiese perdido el control: resbaló primero a la derecha, y luego a la izquierda y se puso otra vez en la línea de visión de Bond. Éste disparó dos veces seguidas y luego dos más, pudiendo ver cómo el parabrisas saltaba hecho añicos. Le pareció también oír un grito, pero pudo haber sido producido por el rápido paso del viento frío por los costados del Bentley.

El Saab, luego de seguir unos instantes a su trasera, se fue quedando atrás haciendo unas cuantas eses hasta desplazarse violentamente hacia la izquierda. Bond pudo ver perfectamente cómo el coche saltaba por el borde de la ruta. Luego, durante unos segundos, le pareció como si permaneciera suspendido en el aire antes de perderse definitivamente en la oscuridad. Momentos después, una llamarada se elevaba en el aire y enseguida se oyó el fragor de una explosión.

—Debemos alejarnos rápidamente de ese montón de chatarra —murmuró Bond.

—¿Qué montón de chatarra? —inquirió Pearlman.

Reflejado en el retrovisor, Bond tuvo un atisbo de la sonrisa que curvaba sus labios.

Enseguida le preguntó si había podido tomar algún dato de los otros coches. El sargento del SAS repitió con toda calma los números de matrícula de los cuatro vehículos y a continuación mencionó una vez más sus colores, todo lo cual grabó Bond en su memoria.

—¿Por casualidad no ha visto también cómo iban vestidos los conductores? —preguntó el comandante con el rostro contraído por una burlona sonrisa.

—No he prestado atención a ese detalle —respondió Pearlman.

Bond comprendió que el otro también sonreía, pero nada de esto podía resolverles la cuestión de por qué estaban sometidos a vigilancia y quiénes eran sus perseguidores.

Bond seguía perplejo cuando el coche se detuvo en Knightsbridge y los dos cambiaron de asiento. Al recuperar sus pertenencias en el portaequipajes, Pearlman dio las gracias a Bond por lo que a su juicio había sido «un interesante viaje de regreso al hogar».

—¿Quiere mi número de teléfono, jefe? A lo mejor lo necesita.

Bond hizo una señal afirmativa desde el asiento del conductor y el sargento le anotó las cifras.

—Será un placer serle útil siempre que me necesite.

Cerrando la ventanilla, Bond puso en marcha el vehículo y lo condujo en dirección a Regent's Park y el Cuartel General del Servicio.

4. Avante Carte

—Me alegro de que haya venido tan rápidamente —el sarcasmo de M pareció no ser notado por el superintendente jefe Bailey conforme se efectuaban las presentaciones.

—Ha sido el tráfico, señor. Algo espantoso en la autopista.

Bond se sentía más que medianamente desconcertado. Había creído que se encontraría con M a solas. Moneypenny no le había advertido de la presencia del funcionario de la policía, y ésta le resultaba decididamente perturbadora.

M gruñó algo al tiempo que hacía una señal a Bond para que se sentara.

—Creo que será mejor que Bailey le ponga a usted al corriente de los hechos —miró de frente a los dos hombres antes de añadir—: En especial teniendo en cuenta que nos vemos envueltos en este asunto por su culpa, Bond.

Bailey informó escuetamente al comandante sobre el suceso de la muchacha sacada del Támesis a primeras horas de la mañana. Pero no mencionó el nombre de la víctima hasta el final.

—La fallecida tenía veintitrés años y llevaba el número de teléfono de usted escrito en su agenda —hizo una pausa antes de añadir—: En realidad era el único que figuraba allí.

A Bond le dolía el cuerpo, tanto por la dura marcha por los Brecon Beacons como por el agitado trayecto hasta Londres. Tenía la sensación de que a menos que fuera rápidamente puesto al día de lo más fundamental, su mente divagaría haciéndole perder la noción del caso. Además, una parte considerable de su fatigado cerebro seguía debatiendo la cuestión de por qué habían sido seguidos y atacados. Iba a necesitar algún tiempo para presentar su informe a M. Finalmente empezó a comprender la gravedad de lo que el funcionario de policía estaba explicando.

—¿Mi número de teléfono? —preguntó—. ¿Quién es esa persona? Es decir, la víctima.

—No la hemos clasificado todavía como víctima —le respondió Bailey—. Pero el nombre de la joven es Emma Dupré —tanto el funcionario de la Sección Especial como M miraron a Bond y esperaron detectar alguna señal de alarma; pero él se limitó a mover la cabeza como si no creyera lo que estaba oyendo.

—¿De modo que Emma? —preguntó con expresión tranquila—. ¡Emma Dupré! ¡Pobre, muchacha! Pero ¿por qué diantres…?

—Entonces, ¿usted la conocía? —quiso saber Bailey.

—Sí, pero sólo un poco —Bond permanecía tranquilo, sentado muy erecto en el sillón—. No la había visto desde hace un par de años. Aunque el pasado noviembre me hizo una extraña llamada telefónica.

—¿Qué quiere decir con lo de conocerla sólo un poco? —preguntó Bailey, quien como muchos funcionarios de la policía empleaba un tono retorcido y suspicaz incluso al formular preguntas de aspecto inocente.

—En realidad, la conocía muy poco —respondió Bond con firmeza, dando a su voz cierta expresión acerada y cortante—. Hace dos años me invitaron a la fiesta de su vigésimo primer aniversario. Yo conocía a Peter y a Liz Dupré desde mucho tiempo antes. Y creo que me invitaron a la fiesta como una especie de relleno, ya que al parecer alguien anunció su no participación en el último instante.

—¿Y qué tal le fue con esa chica?

Bond respiró hondamente, retuvo el aire y lo exhaló al tiempo que contestaba:

—Era un poco joven para mí. No quisiera parecer…, bueno… Creo que se encaprichó de mí. Al final la cosa se hizo molesta. La llevé a cenar un par de veces.

—¿Y no…? —el miembro de la Sección Especial dejó el resto de la pregunta en el aire.

—No, señor Bailey. Desde luego que no. En realidad no hice tampoco nada para animarla. Realmente era una situación difícil. No hacía más que telefonear y telefonear y escribirme notas.

Se quedó en silencio unos momentos recordando a Emma, una joven morena y atractiva de ojos grises. Recordaba aquellos ojos casi demasiado bien, tan grandes y tan claros.

En su mente empezó a insinuarse el recuerdo de su última cena con ella, al principio de manera fragmentaria y luego en su totalidad. Pero en vez de guardárselo para sí, lo narró a sus interlocutores, aunque ateniéndose sólo a los puntos principales.

—La cosa se había puesto realmente difícil, así que la llevé al Caprice y, luego de haber cenado, recurrí al viejo sistema de contarle con franqueza que ya estaba finalmente comprometido con otra mujer.

—¿Lo estaba de veras? —preguntó M con expresión suave—. Aunque pasados dos años, quizá lo haya olvidado.

—Sí. Por aquel entonces había otra mujer en mi vida —se las compuso Bond para responder sin perder la calma—. Le ofrecí ser su amigo… Me refiero a Emma. Y le dije que siempre que se encontrara en un apuro me llamase.

M exhaló un largo suspiro.

—Nunca he entendido a las mujeres, Bond; pero, a mi modo de ver, semejante propuesta debió animarla mucho.

—Todo depende de cómo se haga. Por mi parte utilicé cierta finura. Por aquel entonces tuve que salir de Londres por algún tiempo… Asuntos del Servicio, señor. El caso Rahani
[2]
, ¿se acuerda? —inquirió, pronunciando la frase en un tono marcadamente sarcástico.

—Sí, sí, sí —M hizo un movimiento amplio con la mano derecha, como si quisiera apartar algún insecto volador inoportuno.

—¿Y no volvió a saber de ella? —preguntó Bailey.

—Sólo la llamada telefónica del pasado noviembre.

—Dijo usted que le pareció extraña.

—Sí.

—¿Por qué motivo?

—Porque casi me había olvidado de ella… Bueno, no olvidado del todo, pero sí la tenía apartada de mi mente. Pero aún veo a Peter y Liz Dupré de vez en cuando.

—Se mueve usted en círculos elevados —murmuró M.

—No tanto. Hace años fui a la escuela con el hermano de Peter. Luego se mató en un estúpido accidente de moto. Conocí a Peter durante el funeral y de vez en cuando me daba algún consejo…

—Ninguna indiscreción, supongo —expresó M con aspereza.

Bond frunció el ceño y repuso mirándole de frente:

—Si se refiere a «cuestiones internas» y cosas por el estilo, nada de eso, señor. Sólo consejos sensatos. Fue por entonces cuando me cayó aquel regalo
[3]
.

—Perfecto —M pareció sumirse en un estado de semiinconsciencia.

Bond se dijo que cuando practicaba su viejo truco era cuando más peligroso se volvía.

—¿Qué hay de la llamada telefónica? —le apremió Bailey.

—Emma estuvo divagando bastante. Me contó que se encontraba en un hospital y acabó preguntándome si me sentía salvado. Cuestiones religiosas, ¿comprenden?

—¿Y usted qué contestó?

—¿A qué se refiere?

—A si se sentía salvado.

—Creo que me comporté de un modo un tanto frívolo. Repuse que me consideraba salvado, pero sólo por muy poco.

—¿Cómo se lo tomó?

—De ningún modo. No pareció ni darse cuenta. Dijo algunas otras nimiedades y, de pronto, colgó el teléfono.

—¿Le preocupó su brusquedad?

—En efecto. Recuerdo que sí. Me pareció como si la hubieran interrumpido, como si alguien le hubiera arrebatado el teléfono de la mano.

Frunció el ceño preguntándose por qué en aquel entonces no había actuado de acuerdo con su instinto.

—Cuando la conoció hace un par de años, ¿hubiera creído que era de las que se meten en asunto de drogas?

Bond miró fríamente al funcionario de la Sección Especial.

—¿Por qué me dice eso? ¿Acaso estaba enganchada?

—Pues sí. Y mucho. Heroína. Sabemos todo lo que le ocurrió. La familia se ha mostrado muy cooperadora. Emma nunca quiso aceptar ayuda de sus padres. Éstos sentían una preocupación terrible. Luego la pobre chica empezó a interesarse por la religión. Aunque una religión muy especial. El grupo de los Humildes. ¿Ha oído hablar de ellos?

Bond hizo una señal de asentimiento.

—¿Y quién no? Hacen el bien, pero parecen ser muy malos. Se muestran contrarios a la promiscuidad y a las drogas, y tratan de implantar un nuevo orden. Su lema es «
Un mundo de igualdad
», ¿no es cierto?

—Veo que está usted bien enterado —concedió el funcionario de la Sección haciendo una señal de asentimiento—. En apariencia esa gente parecen mansos corderos: pureza, santidad en el matrimonio, prohibición de todo exceso… e incluso dirigen con éxito una unidad de desintoxicación para drogadictos y alcohólicos. Magnífico, pero si se rasca un poco en la superficie, se detecta algo que adopta un aire más siniestro.

—¿Cómo por ejemplo? —quiso saber Bond.

—Por ejemplo, basan sus prácticas en los puntos más relevantes de cierto número de religiones: creen en la Biblia, aunque sólo en el Antiguo Testamento, no en el Nuevo, y muy especialmente en la Torah. Además, también utilizan el Corán.

Bond hizo una señal de asentimiento. Sabía lo suficiente de religiones comparadas como para comprender que la Torah contiene los cinco primeros libros del Antiguo Testamento que compendian la estricta ley judía.

—Arman un gran tinglado con sus ceremonias religiosas —continuó Bailey—. Todo muy teatral y tomado de sólo Dios sabe cuántas tradiciones litúrgicas distintas, ¿va comprendiendo?

Bond volvió a asentir.

—Esto significa —comentó— que han incorporado rituales de ceremonias religiosas procedentes de diversos períodos de la historia y de numerosas creencias.

M miró a Bond con evidente aire de incredulidad. El jefe supremo siempre se quedaba sorprendido cuando su agente revelaba tener interés o poseer información sobre temas al margen de su tarea profesional o de sus excelentes conocimientos en gastronomía, vinos, mujeres o automóviles rápidos, actitud que resultaba francamente ofensiva para la capacidad intelectual de Bond.

—En efecto —aprobó Bailey, que parecía haberse relajado y que se había echado un poco hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y las manos cruzadas—. Pero todo esto combinado con la política. Porque su religión se basa realmente en un ideal revolucionario. Muy poco maduro, pero capaz de captar a mentalidades jóvenes e impresionables. «
Los humildes heredarán la tierra
». Ya conoce la frase. Todos los hombres deben ser iguales y esa igualdad ha de conseguirse aun cuando para ello sea preciso desencadenar la más sangrienta de las revoluciones. Entre sus miembros figura un numeroso grupo de jóvenes ricos que han donado sus fortunas a la organización. El título concreto de ésta es Sociedad de los Humildes.

—¿Pretende decirme que Emma Dupré también entregaba su dinero a la misma? —preguntó Bond frunciendo el ceño.

—Exactamente. Heredó un par de millones al cumplir veintiún años. Parte de esa suma la gastó viviendo de un modo extravagante, con el pequeño vicio que había adquirido. El resto pasó a la sociedad cuando la hubieron sacado de la droga.

—Cuando el padre Valentine la desenganchó —intervino M bruscamente—. Intentemos ver las cosas a través de su verdadera luz, Bailey. Especialmente ahora, cuando ya sabemos que las relaciones de Bond con la muchacha muerta fueron muy superficiales y correctas. Verá usted, Bond: tenemos un pequeño problema. Esa joven, que ingresó como miembro de los Humildes, era hija de un banquero comercial, el director de la Gomme-Keogh. Ahora bien, nosotros tenemos un contacto. Se trata de Basil Shrivenham. Porque lord Shrivenham forma parte del grupo de auditores de la Sección Especial del ministro de Asuntos Exteriores, que está encargado de los libros del Servicio. Y ese señor tiene también una hija: la honorable Trilby Shrivenham, que fue una buena amiga de la fallecida, y que figura también como miembro de los Humildes. Trilby ya ha entregado a la sociedad nada menos que cinco millones de libras de su patrimonio. ¿A quién ha pasado tanta riqueza? Pues al Gran Guru de los Humildes, el que se hace llamar padre Valentine.

Other books

The Breeder by Eden Bradley
Rest For The Wicked by Cate Dean
Coppermine by Keith Ross Leckie
Forbidden Attraction by Lorie O'Clare
One of the Guys by Ashley Johnson