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Authors: Alessandro Baricco

Seda (7 page)

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De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.

61

El 16 de junio de 1871, en la parte trasera del café de Verdun, poco antes del mediodía, el manco acertó un cuatro bandas increíbles, con efecto hacia adentro. Baldabiou permaneció inclinado sobre la mesa, una mano detrás de la espalda, la otra sosteniendo el taco, incrédulo.

—No me digas.

Se levantó, guardó el taco y salió sin despedirse. Tres días después partió. le regaló sus dos hilanderías a Hervé Joncour.

—No quiero saber nada más de seda, Baldabiou.

—Véndelas, idiota.

Nadie fue capaz de arrancarle adónde diablos pensaba ir. Y a hacer qué, después. Mientras tanto, él sólo dijo algo sobre santa Inés que nadie entendió bien.

La mañana en que partió, Hervé Joncour lo acompañó, junto con Hélene, hasta la estación ferroviaria de Avignon. Llevaba una sola maleta, y también eso era discretamente inexplicable. Cuando vio el tren, detenido en la vía, puso la maleta en el suelo.

—Una vez conocí a alguien que se hizo construir toda una ferrovía para él. Dijo.

—Y lo bueno fue que la hizo construir toda derecha, centenares de kilómetros sin una curva. Había un porqué, pero ya no lo recuerdo. No se recuerdan nunca los porqués. Sea como sea: adiós.

No le gustaban mucho los asuntos serios; y un adiós es un asunto serio. Lo vieron alejarse, a él y su maleta, para siempre.

Entonces Hélene hizo una cosa extraña. Se desprendió de Hervé Joncour y corrió detrás de él, hasta alcanzarlo, y lo abrazó, fuerte, y mientras lo abrazaba rompió a llorar.

No lloraba nunca, Hélene.

Hervé Joncour vendió a un precio ridículo las dos hilanderías a Michel Lariot, un buen hombre que por veinte años había jugado cada sábado dominó con Baldabiou, perdiendo siempre, con granítica coherencia. Tenía tres hijas. Las dos primeras se llamaban Florence y Sylvie. Pero la tercera: Inés.

62

Tres años después, en el invierno de 1874, Hélene se enfermó de una fiebre cerebral que ningún médico pudo explicar ni curar. Murió a principios de marzo, un día que llovía.

Para acompañarla, por la alameda del cementerio, vino toda Lavilledieu: porque era una mujer alegre, que no había diseminado dolor.

Hervé Joncour hizo esculpir sobre su tumba una sola palabra.

Hélas.

Le dio las gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y regresó a su casa. Nunca le había parecido tan grande: y nunca tan ilógico su destino.

Como la desesperación era un exceso que no le pertenecía, se inclinó sobre cuanto había quedado de su vida y volvió a preocuparse por todo con la indestructible tenacidad de un jardinero en el trabajo, la mañana después de la tormenta.

63

Dos meses y once días después de la muerte de Hélene le ocurrió a Hervé Joncour acercarse al cementerio y encontrar, al lado de las rosas que cada semana dejaba sobre la tumba de su mujer, una coronita de minúsculas flores azules. Se inclinó a observarlas, y durante largo rato permaneció en esa posición, que desde lejos no habría dejado de resultar, a los ojos de eventuales testigos, bastante singular, si no francamente ridícula. Vuelto a casa, no salió a trabajar en el parque, como era su costumbre, sino que permaneció en su estudio, pensando. No hizo otra cosa durante días. Pensar.

64

En la calle Moscat, en el 12, encontró el taller de un sastre. Le dijeron que Madame Blanche no vivía allí desde hacía años. Pudo averiguar que se había trasladado a París, donde se había convertido en la mantenida de un hombre muy importante, tal vez un político.

Hervé Joncour fue a París.

Tardó seis días para descubrir dónde vivía. Le envió un mensaje, pidiéndole ser recibido. Ella le respondió que lo esperaba a las cuatro del día siguiente. Puntualmente, él subió al segundo piso de un elegante palacio en el Boulevard des Capucines. Le abrió la puerta una camarera. Lo introdujo en el salón y le pidió que se acomodara. Madame Blanche apareció vestida con un traje muy elegante y muy francés. Tenía el pelo largo, cayéndole por la espalda, como quería la moda parisina. No tenía anillos de flores azules en los dedos. Se sentó frente a Hervé Joncour, sin una palabra, y se puso a esperar.

Él la miró a los ojos. Pero como hubiera podido hacerlo un niño.

—¿Usted escribió esa carta, no es verdad? Dijo.

—Hélene le pidió escribirla y usted lo hizo.

Madame Blanche permaneció inmóvil, sin bajar la mirada, sin traicionar el mínimo estupor.

Después, lo que dijo fue

—No fui yo quien la escribió.

Silencio.

—Esa carta la escribió Hélene.

Silencio.

—Ya la había escrito cuando vino a verme. Me pidió que la copiara en japonés. y yo lo hice. Es la verdad.

Hervé Joncour entendió en aquel instante que seguiría oyendo esas palabras por toda la vida. Se levantó, pero permaneció quieto, de pie, como si de improviso hubiera olvidado adónde iba. Le llegó como desde lejos la voz de Madame Blanche.

—Incluso quiso leerme la carta. Tenía una voz bellísima, y leía esas palabras con una emoción que, no he podido olvidar. Era como si de verdad fueran suyas.

Hervé Joncour atravesaba, con pasos lentísimos, la habitación.

—Sabe, monsieur yo creo que ella hubiera deseado, más que ninguna otra cosa, ser esa mujer. Usted no lo puede entender. Pero yo la escuché leer esa carta. Sé que es así.

Hervé Joncour había llegado a la puerta. Apoyó la mano en la manija. Sin volverse, dijo quedo

—Adiós, Madame.

No se vieron nunca más.

65

Hervé Joncour vivió todavía veintitrés años, la mayor parte de ellos en serenidad y buena salud. No se alejó más de Lavilledieu, ni abandonó nunca su casa. Administraba sabiamente sus haberes, y eso lo mantuvo siempre al resguardo de cualquier trabajo que no fuera el cuidado de su propio parque. Con el tiempo empezó a concederse un placer que al principio siempre se había negado: a los que iban a buscarlo, les contaba de sus viajes. Escuchándolo, la gente de Lavillodieu conocía el mundo y los niños descubrían qué cosa era la maravilla. Él relataba despacio, mirando en el aire cosas que los demás no veían.

El domingo iba hasta el pueblo, para la Misa Mayor. Una vez al año daba una vuelta por las hilanderías para tocar la seda recién nacida. Cuando la soledad le apretaba el corazón, iba al cementerio a hablar con Hélene. El resto de su tiempo lo consumía en una liturgia de hábitos que conseguían defenderlo de la infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.

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