Seda (3 page)

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Authors: Alessandro Baricco

BOOK: Seda
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Sus ojos no tenían aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla. Hervé Joncour echó a andar de nuevo por la parte intrincada del bosque y cuando salió se encontró al borde del lago. Pocos pasos delante de él, Hara Kei, solo, de espaldas, estaba sentado inmóvil, vestido de negro. Cerca de él había un vestido color naranja, abandonado en el suelo, y un par de sandalias de paja. Hervé Joncour se acercó. Minúsculas olas circulares posan el agua del lago en la orilla, como enviadas allí desde lejos.

—Mi amigo francés —murmuró Hara Kei sin volverse.

Pasaron horas, sentados el uno al lado del otro, hablando y callando. Luego Hara Kei se levantó y Hervé Joncour lo siguió. Con un gesto imperceptible, antes de retomar el sendero dejó caer uno de sus guantes cerca del vestido color naranja abandonado en la ribera. Llegaron al pueblo cuando ya atardecía.

20

Hervé Joncour permaneció como huésped de Hara Kei por cuatro días. Era como vivir en la corte de un rey. Todo el lugar existía para ese hombre, y casi no había gesto en esas colinas que no fuera cumplido en su defensa y para su placer. La vida bullía en voz baja, se movía con una lentitud astuta, como un animal perseguido en su cueva. El mundo parecía estar a siglos de distancia.

Hervé Joncour tenía una casa para él y cinco siervos que lo seguían a todas partes. Comía solo, a la sombra de un árbol coloreado de flores que no había visto nunca. Dos veces al día, le servían con cierta solemnidad el té. Por la noche, lo acompañaban a la sala más grande de la casa, donde el piso era de piedra y donde consumaba el rito del baño. Tres mujeres, ancianas, el rostro cubierto por una especie de mascarilla blanca, hacían escurrir el agua por su cuerpo y lo secaban con paños de seda, tibios. Tenían manos leñosas, pero ligerísimas.

En la mañana del segundo día, Hervé Joncour vio llegar al pueblo un blanco: lo acompañaban dos carros llenos de grandes cajas de madera. Era un inglés. No había ido a comprar. Había ido a vender.

—Armas, monsieur. ¿y usted ?

—Yo compro. Gusanos de seda.

Cenaron juntos. El inglés tenía muchas historias que contar: hacía ocho años que iba y venía de Europa al Japón y viceversa. Hervé Joncour estuvo oyéndolo y sólo al final le preguntó:

—¿Usted conoce a una mujer, joven, europea, creo, blanca, que vive aquí? El inglés continuó comiendo, impasible:

—No existen mujeres blancas en el Japón. No hay una sola mujer blanca en el Japón.

Partió al día siguiente, cargado de oro.

21

Hervé Joncour sólo volvió a ver a Hara Kei en la mañana del tercer día. Se percató de que sus cinco servidores habían desaparecido de improviso, como por encanto, y después de unos segundos lo vio llegar. Aquel hombre por el que todos en ese lugar existían, se movía siempre en una burbuja de vacío. Como si un precepto tácito le ordenara al mundo dejarlo vivir solo. Subieron juntos por el flanco de la colina hasta llegar a un claro donde el cielo era rayado por el vuelo de docenas de pájaros con grandes alas azules. La gente de aquí los mira volar, y en su vuelo leen el futuro.

Dijo Hara Kei:

—Cuando era un muchacho mi padre me llevó a un lugar como éste, puso en mi mano su arco y me ordenó dispararles. Yo lo hice, y un gran pájaro, con alas azules, cayó en tierra como una piedra muerta. Lee el vuelo de tu flecha si quieres saber tu futuro, me dijo mi padre.

Volaban lentos, bajando y subiendo en el cielo, como si quisieran borrarlo, meticulosamente, con sus alas. Volvieron al pueblo caminando en la extraña luz de una tarde que parecía noche. Al llegar a la casa de Hervé Joncour, se despidieron. Hara Kei se volvió y empezó a caminar con lentitud, bajando por el camino que bordeaba el río. Hervé Joncour permaneció de pie, en el umbral, mirándolo: esperó que se hubiera alejado unos veinte pasos, luego dijo:

—¿Cuándo me dirás quién es esa chiquilla?

Hara Kei continuó caminando, con un paso lento en el cual no se advertía ningún cansancio. En torno había el silencio más absoluto, y el vacío. Como por un singular precepto, dondequiera que fuese, aquel hombre andaba en una soledad incondicional y perfecta.

22

En la mañana del último día, Hervé Joncour salió de su casa y se puso a vagabundear por el pueblo. Encontraba hombres que se inclinaban a su paso y mujeres que, bajando la mirada, le sonreían. Entendió que había llegado a la morada de Hara Kei cuando vio una enorme jaula que custodiaba un número increíble de pájaros de todo tipo: un espectáculo. Hara Kei le había contado que los había hecho traer de todas partes del mundo. Había algunos más costosos que toda la seda que Lavilledieu podía producir en un año. Hervé Joncour se detuvo a mirar aquella magnifica locura. Recordó haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no acostumbraban regalarles joyas: sino pájaros refinados y bellísimos.

La morada de Hara Kei parecía anegada en un lago de silencio. Hervé Joncour se acercó y se detuvo a pocos metros de la entrada. Allí no había puertas, y sobre las paredes de papel aparecían y desaparecían sombras que no difundían ningún rumor. No parecía vida: si había un nombre para todo eso era: teatro. Sin saber nada, Hervé Joncour se detuvo a esperar: inmóvil, de pie, a pocos metros de la casa. Por todo el tiempo que concedió al destino, sólo sombras y silencios fueron lo que aquel; singular escenario dejó filtrar. Así, al final, Hervé Joncour se dio media vuelta y volvió a caminar, veloz, hacia su casa. Con la cabeza inclinada, miraba sus pasos, ya que eso le ayudaba a no pensar.

23

Por la tarde Hervé Joncour preparó el equipaje. Después se dejó conducir a la gran habitación enchapada en piedra para el rito del baño. Se extendió, cerró los ojos y pensó en la gran jaula, loca prenda de amor. Le pusieron sobre los ojos un paño húmedo. Nunca lo habían hecho. Instintivamente trató de quitárselo pero una mano tomó la suya y la detuvo. No era la mano vieja de una vieja.

Hervé Joncour sintió el agua regarse encima de su cuerpo, sobre las piernas primero, y después a lo largo de los brazos y encima del pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño, alrededor. Sintió la levedad de un velo de seda que bajaba sobre él. Y las manos de una mujer —de una mujer— que lo secaban, acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y aquel tejido urdido de nada. Él no se movió nunca, ni siquiera cuando sintió las manos subir de la espalda al cuello y los dedos —la seda y los dedos— subir hasta sus labios y rozarlos, lentamente, una vez, y desaparecer.

Hervé Joncour sintió todavía el velo de seda levantarse y alejarse de él. Lo último fue una mano que abría la suya y le depositaba algo en la palma.

Esperó largo rato, en el silencio, sin moverse. Luego se quitó con lentitud el paño húmedo de los ojos. Casi no había luz en la habitación. No había nadie en torno. Se levantó, tomó la túnica que yacía doblada en el suelo, se la puso sobre los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó delante de su estera y se acostó. Se puso a mirar la llama que temblaba, diminuta, en el farol. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo, por todo el tiempo que quiso.

Fue poca cosa, luego, abrir la mano y ver aquel folio. Pequeño. Pocos ideogramas diseñados uno debajo del otro. Tinta negra.

24

Al dia siguiente, temprano en la mañana, Hervé Joncour partió. Escondidos entre el equipaje, llevaba consigo millares de huevos de gusano, es decir, el futuro de Lavilledieu y el trabajo para centenares de personas y la riqueza para una docena de ellas. Donde el camino volteaba a la izquierda, escondiendo para siempre detrás del perfil de la colina la vista del pueblo, se detuvo, sin preocuparse por los dos hombres que lo acompañaban. Bajó del caballo y permaneció un rato al borde del camino, con la mirada fija en aquellas casas colgadas en el flanco de la colina.

Seis días después Hervé Joncour se embarcó, en Takaoka, en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevo a Sabirk. Desde allí remontó la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en un tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril —a tiempo para la Misa Mayor— apareció en las puertas de Lavilledieu. Vio a su mujer Hélene correr a su encuentro y sintió el perfume de su piel cuando la estrechó contra sí y el terciopelo de su voz cuando le dijo:

—Has vuelto. Dulcemente.

—Has vuelto.

25

En Lavilledieu la vida transcurría simple, ordenada por una metódica normalidad. Hervé Joncour la dejó resbalar encima de él por cuarenta y un días. El cuadragésimo segundo se levantó, abrió un cajón de su baúl de viaje, sacó un mapa del Japón, lo abrió y tomó la hojita que había escondido adentro unos meses atrás. Pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra. Se sentó en el escritorio y permaneció un largo rato observándola.

Encontró a Baldabiou en Verdun, en el billar. Siempre jugaba solo, contra él mismo. Partidas extrañas. El sano contra el manco, las llamaba. Daba un golpe normal y luego otro con una sola mano. El día que venza el manco —decía— me iré de esta ciudad. Hacía años el manco perdía.

—Baldabiou, tengo que encontrar a alguien, aquí, que sepa leer japonés. El manco tacó a dos bandas con efecto contrario.

—Pregúntale a Hervé Joncour, él lo sabe todo.

—Yo no entiendo nada.

—Aquí el japonés eres tú.

—Pero igual no entiendo nada.

El sano se inclinó sobre el taco e hizo un tiro de seis puntos.

—Entonces no queda sino Madame Blanche. Tiene un almacén de telas en Nimes. Encima del almacén hay un burdel. También es suyo. Es rica. Y es japonesa.

—¿Japonesa? ¿Y como llegó hasta aquí?

—No se lo preguntes si quieres obtener algo de ella. Mierda.

El manco acababa de fallar un tiro a tres bandas de catorce puntos.

26

A su mujer, Hélene, Hervé Joncour le dijo que tenía que ir a Nimes por negocios. y que regresaría el mismo día.

Subió al primer piso, sobre el negocio de telas, en el 12 de la calle Moscat y preguntó por Madame Blanche. Lo hicieron esperar largo rato. El salón estaba amueblado como para una fiesta iniciada años antes y no terminada nunca. Todas las muchachas eran jóvenes y francesas. Había un pianista que tocaba, con sordina, motivos que sabían a Rusia. Al final de cada pieza se pasaba la mano derecha por el pelo y murmuraba

—Vóilà.

27

Hervé Joncour esperó un par de horas, luego lo acompañaron a lo largo de un corredor hasta la última puerta. La abrió y entró.

Madame Blanche estaba sentada en una gran poltrona al lado de la ventana. Llevaba un gran kimono de estofa ligera: completamente blanco. En los dedos, como si fueran anillos, llevaba pequeñas flores de un azul intenso. Los cabellos negros brillantes; el rostro oriental, perfecto.

—¿Qué le hace pensar que es tan rico que puede acostarse conmigo?

Hervé Joncour permaneció de pie, delante de ella, con el sombrero en la mano. Necesito que me haga un favor. No importa a que precio.

Después tomó del bolsillo interno de la chaqueta una hoja pequeña, doblada en cuatro, y se la entregó.

—Debo saber que dice.

Madame Blanche no se movió un milímetro. Tenía los labios entreabiertos; parecían la prehistoria de una sonrisa.

—Se lo ruego, madame.

No tenía ninguna razón en el mundo para hacerlo. Sin embargo, tomó la hoja, la abrió, la miró. Alzó los ojos hacia Hervé Joncour, los volvió a bajar. Dobló la hoja de nuevo, con lentitud. Cuando se inclinó hacia adelante, para devolvérsela, el kimono se le abrió un poco sobre el pecho. Hervé Joncour vio que no tenía nada debajo y que su piel era joven y cándida.

—Vuelve, o moriré.

Lo dijo con voz fría, mirando a Hervé Joncour a los ojos y sin dejar escapar la menor expresión.

—Vuelve, o moriré.

Hervé Joncour metió de nuevo la hojita en el bolsillo interno de la chaqueta.

—Gracias.

Hizo una reverencia, después se volvió, caminó hasta la puerta y se detuvo para dejar algunos billetes sobre la mesa.

—Déjelo así.

—Hervé Joncour dudó un segundo.

—No hablo del dinero. Hablo de esa mujer. Déjelo así. No morirá y usted lo sabe. Sin volverse, Hervé Joncour apoyó los billetes en la mesa, abrió la puerta y se marchó.

28

Baldabiou decía que venían de París, de vez en cuando, para hacer el amor con Madame Blanche. De regreso a la capital, ostentaban en el ojal de la chaqueta pequeñas flores azules, las mismas que ella llevaba siempre entre los dedos, como si fueran anillos.

29

Por primera vez en su vida, Hervé Joncour llevó a su mujer aquel verano a la Riviera. Se hospedaron por dos semanas en un hotel de Niza, frecuentado en su mayor parte por ingleses y conocido por las veladas musicales que ofrecía a los clientes. Hélene se había convencido de que en un lugar tan bello serían capaces de concebir el hijo que, en vano, habían esperado por años. Juntos decidieron que sería un varón y que se llamaría Philippe. Participaban con discreción, en la vida mundana del balneario, divirtiéndose después encerrados en su cuarto, y riéndose de los extraños tipos que habían conocido. En el concierto, una tarde, conocieron a un comerciante de pieles polaco: decía que había estado en Japón.

La noche antes de partir, Hervé Joncour se despertó, cuando todavía estaba oscuro, se levantó y se acercó al lecho de Hélene. Cuando ella abrió los ojos, él oyó a su propia voz decir muy quedo

—Siempre te amaré.

30

A principios de septiembre los sericicultores de Lavilledieu se reunieron para decidir qué harían. El gobierno había mandado a Nimes a un joven biólogo encargado de estudiar la enfermedad que inutilizaba los huevos producidos en Francia. Se llamaba Louis Pasteur: trabajaba con microscopios capaces de ver lo invisible: decían que ya había obtenido resultados extraordinarios. Del Japón llegaban noticias de una inminente guerra civil, fomentada por las fuerzas que se oponían a la entrada de los extranjeros en el país. El consulado francés, instalado hacía poco en Yokohama, mandaba despachos que desaconsejaban por el momento emprender relaciones comerciales con la isla, invitando a esperar mejores tiempos. Inclinados a la prudencia y sensibles al enorme costo que cada expedición clandestina al Japón comportaba, muchos de los notables de Lavilledieu avanzaron la hipótesis de suspender los viajes de Hervé Joncour y fiarse por ese año de las remesas de huevos, medianamente fiables, que llegaban de los grandes importadores del Medio Oriente. Baldabiou se limitó a escucharlos a todos, sin decir una palabra. Cuando al fin le tocó hablar, lo que hizo fue poner su bastón de caña sobre la mesa y alzar la mirada hacia el hombre sentado frente a él. Y esperar.

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