Authors: Alessandro Baricco
Hervé Joncour sabía de las investigaciones de Pasteur y había leído las noticias que llegaban del Japón: pero siempre se abstuvo de comentarlas. Prefería gastar su tiempo en retocar el proyecto del parque que deseaba construir en torno a su casa. Escondido en un rincón del estudio conservaba una hoja doblada en cuatro, con pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro, tinta negra. Tenía una considerable cuenta en el banco, llevaba una vida tranquila y abrigaba la razonable ilusión de convertirse pronto en padre. Cuando Baldabiou levantó, la mirada hacia él, lo que dijo fue:
—Decide tú, Baldabiou.
Hervé Joncour partió hacia el Japón a principios de octubre. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para después proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta alcanzar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el último. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por diez días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. Lo que encontró fue un país en desordenada espera de una guerra que no conseguía estallar. Viajó días enteros sin tener que recurrir a la consabida prudencia, ya que en torno a él los mapas del poder y las redes de los controles parecían haberse disuelto en la inminencia de una explosión que los rediseñaría totalmente. En Shirakawa encontró al hombre que debía llevarlo donde Hara Kei. En dos días a caballo avistaron el pueblo. Hervé Joncour entró a pie para que la noticia de su llegada pudiera llegar antes que él.
Lo llevaron a una de las últimas casas del pueblo, a espaldas del bosque. Cinco servidores lo esperaban. Les entregó el equipaje y salió a la terraza. En el extremo opuesto del pueblo se vislumbraba el palacio de Hara Kei, apenas un poco más grande que las otras casas, pero circundado por enormes cedros que defendían su soledad. Hervé Joncour se quedó observándolo, como si no hubiera nada más de allí hasta el horizonte. Así vio, por último, de improviso, el cielo sobre el palacio mancharse con el vuelo de cientos de pájaros, como expulsados fuera de la tierra, pájaros de todo tipo, estupefactos, huir por todas partes, enloquecidos, cantando y gritando, pirotécnica explosión de alas y nube de colores disparada en la luz, y de sonidos, asustados, música en fuga, volando en el cielo.
Hervé Joncour sonrió.
El pueblo comenzó a bullir como un hormiguero, enloquecido: todos corrían y gritaban, miraban hacia arriba y seguían aquellos pájaros fugados, por años orgullo de su Señor y ahora burla voladora en el cielo. Hervé Joncour salió de su casa, bajó por el pueblo, caminando con lentitud y mirando frente a él con una calma infinita. Nadie parecía verlo, y él no parecía ver nada. Era un hilo de oro que corría derecho en la trama de un tapete tejido por un loco. Superó el puente sobre el río, descendió hasta los grandes cedros, entró en su sombra y salió. Frente a él vio la enorme jaula, con las puertas abiertas de par en par, completamente vacía. Y delante de ella, a una mujer. Hervé Joncour no miró en torno, simplemente volvió a caminar, lento, y sólo se detuvo cuando llegó frente a ella. Sus ojos no tenían aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla. Hervé Joncour dio un paso hacia ella, alargó una mano y la abrió. En la palma tenía una pequeña hoja, doblada en cuatro. Ella la vio y cada ángulo de su rostro sonrió. Apoyó su mano sobre la de Hervé Joncour, la acarició con dulzura, se demoró en ella y luego la retiró arrugando entre los dedos aquella hoja que le había dado la vuelta al mundo. Apenas la había escondido en un pliegue del hábito, cuando se oyó la voz de Hara Kei.
—Sé bienvenido, mi amigo francés.
Estaba a pocos pasos de allí. El kimono oscuro, los cabellos, negros, perfectamente recogidos en la nuca. Se acercó. Se detuvo a observar la jaula, mirando una por una las puertas abiertas.
—Volverán. Siempre es difícil resistir la tentación de volver, ¿no es verdad? Hervé Joncour no respondió. Hara Kei lo miró a los ojos e inmediatamente le dijo.
—Ven.
Hervé Joncour lo siguió. Dio unos cuantos pasos, después se volvió hacia la muchacha e insinuó una reverencia.
—Espero volver a verla pronto. Hara Kei continuó caminando.
—No conoce tu lengua. Dijo:
—Ven.
Esa noche Hara Kei invitó a Hervé Joncour a su casa. Había algunos hombres del lugar y mujeres vestidas con gran elegancia, el rostro pintado de blanco y de colores vistosos. Se bebía sake, se fumaba en una larga pipa de madera un tabaco de aroma amargo y embriagador. Llegaron unos saltimbanquis y un hombre que arrancaba carcajadas imitando hombres y animales. Tres mujeres viejas tocaban instrumentos de cuerda, sin dejar de sonreír. Hara Kei estaba sentado en el puesto de honor, vestido de oscuro, los pies descalzos. En un vestido de seda, espléndido, la mujer con el rostro de chiquilla se sentaba a su lado. Hervé Joncour estaba en el extremo opuesto del cuarto: era asediado por el perfume dulzón de las mujeres que estaban en torno a él y sonreía embarazado a los hombres que se divertían contándole historias que él no podía comprender. Mil veces buscó los ojos de ella, y mil veces ella encontró los suyos. Era una especie de danza triste, secreta e impotente. Hervé Joncour la bailó hasta muy tarde, después se levantó, dijo algo en francés para excusarse, se liberó de cualquier modo de una mujer que había decidido acompañarlo y, abriéndose campo entre nubes de humo y hombres que lo apostrofaban en aquella lengua incomprensible, se fue. Antes de salir del cuarto, miró una última vez hacia ella. Lo estaba mirando, con ojos perfectamente mudos, a siglos de distancia.
Hervé Joncour vagabundeó por el pueblo respirando el aire fresco de la noche y perdiéndose entre las callejuelas que subían por el flanco de la colina. Cuando llegó a su casa vio un farol, encendido, oscilando detrás de las paredes de papel. Entró y halló a dos mujeres, de pie, frente a él. Una muchacha oriental, joven, vestida con un simple kimono blanco. Y ella. Tenía en los ojos una especie de febril alegría. No le dio tiempo de hacer nada. Se acercó, le tomó una mano, se la llevó al rostro, la rozó con los labios y, después, estrechándola fuerte, la puso entre las manos de la muchacha que estaba a su lado y la tuvo allí, por un instante, para que no pudiera escapar. Retiró su mano, finalmente, dio un par de pasos hacia atrás, tomó el farol, miró por un instante a los ojos de Hervé Joncour y escapó. Era un farol anaranjado. Desapareció en la noche, pequeña luz en fuga.
Hervé Joncour no había visto nunca a esa muchacha, ni verdaderamente la vio nunca esa noche. En el cuarto sin luz sintió la belleza de su cuerpo y conoció sus manos y su boca. La amó durante horas, con gestos que no había hecho nunca, dejándose enseñar una lentitud que no conocía. En la oscuridad era fácil amarla sin amarla a ella. Poco antes del alba, la muchacha se levantó, se puso el kimono blanco y se marchó.
Frente a su casa, esperándolo, Hervé Joncour encontró en la mañana a un hombre de Hara Kei. Llevaba con él quince hojas de corteza de morera, completamente cubiertas de huevos: minúsculos, color marfil. Hervé Joncour examinó cada hoja con cuidado, después trató acerca del precio y pagó con pepitas de oro. Antes de que el hombre se fuera, le hizo entender que deseaba ver a Hara Kei. El hombre negó con la cabeza. Hervé Joncour comprendió, por sus gestos, que Hara Kei había partido esa mañana, temprano, con su séquito, y que nadie sabía cuándo regresaría.
Hervé Joncour atravesó el pueblo a la carrera hasta la morada de Hara Kei. Sólo encontró a unos siervos que a cada pregunta respondían moviendo la cabeza. La casa parecía desierta, y por más que buscara a su alrededor, y en las cosas más insignificantes, no encontró nada que se pareciera a un mensaje para él. Dejó la casa y, volviendo hacia el pueblo, pasó delante de la inmensa jaula. Las puertas de nuevo estaban cerradas. Adentro, centenares de pájaros volaban protegidos del cielo.
Hervé Joncour esperó aún durante dos días un signo cualquiera. Después se marchó. Sucedió que, a no más de media hora del pueblo, pasó cerca de un bosque del cual llegaba un singular, argentino alboroto. Ocultas por el follaje, se reconocían las miles de manchas oscuras de una bandada de pájaros en descanso. Sin explicar nada a los dos hombres que lo acompañaban, Hervé Joncour detuvo su caballo, extrajo el revólver de la cintura y disparó seis tiros al aire. La bandada, aterrorizada, se elevó al cielo, como una nube de humo desprendida por un incendio. Era tan grande que hubieran podido verla a días y días de camino de allí. Oscura en el cielo, sin otra meta que su propia dispersión.
Seis días después Hervé Joncour se embarcó, en Takaoka, en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. De allí remontó la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril —a tiempo para la Misa Mayor— apareció en las puertas de Lavilledieu. Hizo detener la carroza y, por algunos minutos, permaneció sentado, inmóvil, detrás de las cortinas. Después descendió y continuó a pie, paso a paso, con un cansancio infinito.
Baldabiou le preguntó si había visto la guerra.
—No la que esperaba —respondió.
Por la noche entró en la cama de Hélene y la amó con tanta impaciencia que ella se asustó y no pudo contener las lágrimas. Cuando él se dio cuenta, ella se esforzó en sonreírle.
—Es sólo que soy muy feliz —le dijo despacio.
Hervé Joncour entregó los huevos a los sericicultores de Lavilledieu. Después, durante días, no apareció por el pueblo, abandonando incluso el habitual, cotidiano paseo hasta el café. A comienzos de mayo, suscitando el estupor general, compró la casa abandonada de Jean Berbén, aquél que un día había dejado de hablar y hasta la muerte no había hablado más. Todos pensaron que tenía en mente construir allí su nuevo laboratorio. Él ni siquiera empezó a limpiarla. Iba de vez en cuando y permanecía, solo, en esos cuartos, nadie sabía haciendo qué. Un día llevó a Baldabiou.
—¿Pero tú sabes por qué Jean Berbeck dejó de hablar? —le preguntó.
—Es una de las tantas cosas que no dijo nunca.
Habían pasado años, pero los cuadros todavía colgaban de las paredes y las ollas del secadero, al lado del fregadero. No era una casa alegre y Baldabiou, por él, se hubiera ido enseguida.. Pero Hervé Joncour seguía mirando fascinado aquellas paredes enmohecidas y muertas. Era evidente: buscaba una cosa allá dentro.
—Tal vez la vida, a veces, te cambia de una forma que no hay nada más que decir. Dijo.
—Nada más, para siempre.
A Baldabiou no le gustaban mucho los temas serios. Estaba observando la cama de Jean Berbeck.
—Tal vez cualquiera hubiera enmudecido con una casa tan horrenda.
Hervé Joncour siguió por días conduciendo una vida retirada, dejándose ver poco en el pueblo y pasando el tiempo trabajando en su proyecto del parque que tarde o temprano construiría. Llenaba hojas y hojas de diseños extraños, que parecían máquinas. Una tarde Hélene le preguntó
—¿Qué son?
—Es una jaula.
—¿Una jaula?
—Sí.
—¿Y para qué sirve?
Hervé Joncour tenía los ojos fijos en aquellos dibujos.
—Tú la llenas de pájaros, todo lo que puedas; después, un día que te suceda algo feliz, la abres de par en par y los miras volar afuera.
A finales de julio Hervé Joncour partió con la mujer hacia Niza. Se establecieron en una pequeña villa a la orilla del mar. Así lo había querido Helene, convencida de que la serenidad de un refugio apartado resultaría propicia para despejar el humor melancólico que parecía haberse apoderado del marido. Había tenido la perspicacia, eso sí, de hacerlo pasar por un capricho personal, regalando al hombre que amaba el placer de perdonárselo.
Transcurrieron tres semanas de pequeña, inatacable felicidad. En los días en que el calor se hacía más benigno alquilaban una carroza y se divertían descubriendo los lugares escondidos en las colinas, desde los cuales el fondo del mar parecía hecho de papel coloreado. De vez en cuando se dejaban caer por la ciudad para un concierto o una velada mundana. Una tarde aceptaron la invitación de un barón italiano que festejaba su sexagésimo cumpleaños con una solemne cena en el Hotel Suisse. Estaban en el postre cuando la mirada de Hervé Joncour fue a dar a la de Hélène. Estaba sentada al otro lado de la mesa, al lado de un seductor caballero inglés que, curiosamente ostentaba en la solapa tight una coronita de pequeñas flores azules. Hervé Joncour lo vio inclinarse hacia Hélene y susurrarle alguna cosa en la oreja. Hélene se echó a reír de una manera bellísima, y riendo se ladeó ligeramente hacia el caballero inglés, llegando a rozarle con sus cabellos la espalda, en un gesto que no tenía ningún embarazo, sino sólo una desconcertante exactitud. Hervé Joncour bajó la mirada hacia el plato. No pudo menos que notar que su propia mano, aferrada a una cucharita de plata, estaba indudablemente temblando.
Más tarde, en el salón de fumar, se acercó, tambaleando por el mucho alcohol bebido, a un hombre que, sentado solo en la mesa, miraba ante sí con una vaga expresión idiota en el rostro. Se inclinó hacia él y le dijo lentamente:
—Debo comunicarle una cosa muy importante, monsieur, todos damos asco. Somos todos maravillosos, y todos damos asco.
El hombre venía de Dresde. Comerciaba con reses y entendía poco el francés. Prorrumpió en una fragorosa risotada, haciendo señal de que sí con la cabeza, repetidamente: parecía que no fuera parar nunca.
Hervé Joncour y su mujer permanecieron en la Rivera hasta el inicio de septiembre. Dejaron la pequeña villa con tristeza, ya que habían sentido leve, dentro de aquellos muros, la suerte de amarse.
Baldabiou llegó a la casa de Hervé Joncour muy temprano. Se sentaron en el pórtico.
—No es nada del otro mundo como parque.
—Todavía no he empezado a construirlo, Baldabiou.
—Ah, ya.