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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (12 page)

BOOK: Sefarad
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Es mi primo, el médico.

Haber venido aquí contigo me une a ti de una manera nueva, no sólo a la identidad aislada de la mujer adulta a quien conocí hace no tantos años sino a todo el tiempo de tu vida y a las caras y a los lugares de tu infancia, y también a tus muertos, para los que esta casa a la que acabamos de llegar es como un santuario: hay una foto grande de tu madre, y otra de tus abuelos maternos, remotos y solemnes como en un relieve funerario etrusco, y sobre el anticuado televisor que probablemente es el mismo en el que veías de niña los dibujos animados está la cara sonriente de tu prima en una foto en color.

Me gusta ser aquí únicamente tu sombra, quien ha venido contigo: mi marido, dices, presentándome, y yo cobro conciencia del valor de esa palabra que es mi salvoconducto en esta casa, entre esas personas que te conocieron y te dieron su afecto mucho antes de que yo te encontrara, y al ver el modo en que ellas te tratan, la familiaridad que establecen enseguida contigo a pesar del tiempo que ha pasado desde la última vez que viniste, mi amor por ti se ensancha para abarcar esa amplitud de tu experiencia, de tus vínculos de ternura y recuerdo, conexiones capilares que también me aluden y nutren a mí, me agregan ese pasado tuyo que hasta ahora no me pertenecía, a esas fotos de muertos desconocidos que estaban esperándote con la misma lealtad que los muebles rancios y las paredes encaladas de las habitaciones. Qué viejo está todo, pensarás con dolor, de nuevo con una punzada de remordimiento por haber tardado tanto, por vivir en una casa mucho más cómoda que en la que tu tía ha pasado los últimos años de vida, con un televisor que es el mismo que había cuando a ti te gustaba tumbarte en el sofá a ver dibujos animados, con un brasero eléctrico bajo las faldillas de la mesa y un radiador suplementario que no llegan del todo a disipar la sensación inmediata del frío que sube de las baldosas como rezumando de ellas, las mismas baldosas de entonces, sólo que más gastadas, alguna ya suelta, resonando bajo las pisadas de alguien: todo muy viejo, no antiguo, despojado de pronto de la belleza embustera con que lo bruñía el recuerdo, las sillas tapizadas de plástico que fueron una innovación cuando tú eras niña, el sofá marrón imitando cuero, la Inmaculada Concepción de escayola, con la cara fina y pálida y la capa azul claro. Qué será de todo a partir de mañana, después del entierro, cuando se cierre la casa en la que ya no va a vivir nadie, demasiado incómoda para ser habitada y demasiado cara de rehabilitar. Habría que tirarla entera, dice alguien a mi lado, uno de tus parientes, en ese tono en que se habla de cosas triviales para distraer el tedio de un velatorio, se quedará cerrada y se irá cayendo poco a poco, como tantas casas deshabitadas del pueblo.

Hay un aire insomne y fatigado de espera en la casa, la espera de la llegada lenta de la muerte que está aproximándose al otro lado de una puerta entornada, la que separa la sala de estar del dormitorio de la mujer que agoniza, ahora dormida, nos dice el hombre de pelo blanco y expresión bondadosa y abismada que es otro de los hermanos de tu madre y tu tía, el padre del médico, y también de tu prima muerta, cuya foto se queda a veces mirando en la monotonía de la espera, una chica joven y muy atractiva de ojos verdes y pelo ensortijado, reluciente, castaño, con algo tuyo en sus rasgos, tal vez en la barbilla fuerte y en la gran sonrisa, en el tono canela de la piel. La sala de estar es una sala de espera de la muerte, y yo soy un espía en ella, espía de lo que tú haces y miras y dices y lo que tal vez sientes, cercana a mí, estrechándome una mano en el sofá, y a la vez lejana, casi desconocida, perdiéndote en las invocaciones de este lugar, de cada cosa que yo veo por primera vez y que para ti es una reliquia de la infancia, conversando en voz baja con esas personas que te han conocido desde que naciste, y en las que percibes de verdad y en toda su crudeza el paso del tiempo, el de sus vidas y el de la tuya.

A los que fueron adultos jóvenes cuando nosotros éramos niños no llegamos a verlos del todo tal como son, superponemos a sus canas y arrugas de ahora el resplandor lejano que tenían para nuestros ojos infantiles. En el hombre viejo que me ha abrazado al saludarme como si me conociera desde siempre tú sigues viendo, detrás de los agravios de la edad, la cara joven y enérgica de tu tío, que se parecía tanto a sus hermanas, tu madre y tu tía moribunda, el hermano menor que ahora será único superviviente, y al que tal vez la muerte de su hija le encaneció el pelo antes de tiempo y le dio esa pesadumbre de luto con la que ahora aguarda la nueva llegada de la muerte, sentado muy cerca de la puerta del dormitorio, queriendo escuchar si su hermana se despierta de su sueño de morfina, al menos el tiempo suficiente para saber que has llegado, para verte por última vez. Ha estado todo el día preguntándome por ti, si habías llamado, si de verdad estabas en camino.

Ahora el médico, que estaba con ella, aparece en el umbral, con un gesto te indica que entres. Se inclina un poco para decirte en voz baja que se ha despertado y acaba de preguntar por ti. Me quedo un poco rezagado, inseguro, amedrentado cobardemente por la agonía que voy a presenciar si cruzo esa puerta, pero me llevas contigo apretándome muy fuerte una mano y tu tío me alienta a seguirte poniéndome en el hombro su mano grande y afable. Con el mismo estremecimiento no de dolor sino de inaceptable extrañeza con que hace veinte años apartaste la cortina de plástico de la cama donde tu madre acababa de morir entrarás en el dormitorio en penumbra, que huele densamente a vejez, a enfermedad, a medicinas, pero también al frío de los inviernos antiguos, y a una cosa ácida e insana que debe de ser la transpiración de la muerte, las últimas secreciones y bocanadas de aire de ese cuerpo que yace en la cama, marcando apenas su volumen bajo las mantas, encogido en una rígida actitud fetal, asombrosamente reducido de tamaño. Tu tío se inclina sobre ella y le aparta el pelo de la cara y le acaricia los pómulos con un gesto de ternura que es mucho más joven que él mismo: tal vez acariciaba así la cara de su hija en la cuna. Mira quién ha venido de Madrid, le susurra, para que luego digas que te queríamos engañar.

Apenas se alzan los párpados sin pestañas, pero hay un brillo de pupilas en la penumbra y un rictus casi de sonrisa en la boca abultada, en la que los dientes postizos se han ido haciendo más grandes a medida que la cara se consumía. Una mano se levanta muy despacio hacia ti, huesos y venas azules y piel lívida, encuentra tu mano, sigue buscando y alcanza tu cara, que se llena de lágrimas, la reconoce palpándola como la mano de un ciego. Murmura tu nombre usando un diminutivo que yo no he escuchado nunca y que es sin duda el que tu madre y ella te daban cuando eras muy pequeña, y tú te sientas al filo de la cama, te abrazas a ella, sumergiéndote en el olor de la enfermedad, le besas la cara irreconocible, duros huesos de muerta bajo la piel translúcida, la llamas en voz baja, como queriendo despertarla del todo, despabilarla del sueño letal de la agonía y la morfina. Recordarás que en esa misma cama te abrazabas a ella muchas veces en busca de calor en las terribles noches invernales de la infancia: que con diecisiete años volviste a hacer lo que no habías hecho desde niña y buscaste ese mismo abrigo la noche del día en que enterraron a tu madre.

Por unos momentos yo he desaparecido, me he vuelto invisible confundiéndome con el rincón de sombra en el que permanezco en pie, ni huésped ni espía, una presencia muda de otro mundo y de otro tiempo. Pero ella, la mujer desconocida a la que sólo he llegado a ver en su agonía, aunque parecía tener los ojos casi cerrados, me ha visto, señala con un gesto inseguro de su mano de cadáver, la mano que fue tan cálida y segura para ti como las de tu madre, y que tú reconoces en su contorno antiguo debajo del espectro de mano en el que se ha convertido. Sonríes mirándome cuando te dice algo que no llego a oír, en una voz áspera y murmurada que casi no se distingue del jadeo de su respiración, dice que te acerques, que quiere ver si eres tan buen mozo como yo le había contado.

Me acerco con respeto, con un principio de incertidumbre y torpeza, como se mueve alguien en el santuario de una religión suya. Las rayas como recosidas de los párpados se entreabren un poco más. Me asomo al inclinarme a una vida y a unos ojos que están apagándose, y rozo con mis labios una piel lisa y seca que dentro de unas horas o de unos minutos se quedará helada. La cara tan cercana a la mía es la de una mujer desconocida que ya se extravía en las proximidades oscuras de la muerte, y la voz ronca que casi no escucho es sobre todo un estertor, una tentativa angustiosa de respiración en la que se deshacen las palabras apenas formuladas por los labios incoloros y secos. Pero en la mano que aprieta largamente la mía siento como si me llegara a través del tiempo y desde el otro lado de la muerte la presión afectuosa de la mano de tu madre, como si ella también hubiera alcanzado a verme con la ultima mirada de tu tía, y al verte a ti conmigo tantos años después lograra disipar una parte de su incertidumbre dolorosa sobre tu porvenir en esta vida en la que ella no iba a estar a tu lado. En las estelas funerarias griegas que hemos visto juntos en el Museo Metropolitano de Nueva York los muertos estrechan serenamente las manos de los vivos. La mano que aprieta la mía está un poco sudorosa, y su fuerza desfallece enseguida, al mismo tiempo que los párpados se cierran del todo. Tengo pánico, de pronto, nunca he visto morir a nadie, me aparto un poco y los ojos vuelven a entreabrirse, tan débilmente como se escucha un hilo de voz y se forma un principio de sonrisa en los labios de la mujer agonizante, que tienen el mismo color de su cara amarillenta. La mano se desprende del todo de la mía, el ronquido de la voz se va convirtiendo en una larga queja, y el médico me aparta suavemente a un lado, sosteniendo una jeringa hipodérmica. Tengo que ponerle más morfina antes de que vuelva más fuerte el dolor. Pero ella mueve la cabeza de un lado a otro, el pelo ralo y entrecano pegado a las sienes, con remolinos y desorden de haber pasado mucho tiempo contra las almohadas: dice que no, no quiere regresar a un sueño del que tal vez ya no se despierte, y murmura algo, el médico se inclina sobre su cara para descifrar lo que está repitiendo. Prima, te llama a ti, dice que vengas con ella. Te llama diciendo el nombre infantil con el que nadie te ha llamado desde que eras una niña, y cuando te tiene cerca abre del todo los ojos como para asegurarse de que de verdad eres tú y te pasa una mano por la cara, humedeciéndose los dedos con tus lágrimas, y con la otra quiere abarcar las dos tuyas, acariciándote y reteniéndote, rozándote el dorso con sus uñas rotas, como intentando levantarse hacia ti para decirte algo al oído o para besarte. La mano no suelta las tuyas, pero tras un estremecimiento muy leve ya no intenta apretarlas, y los ojos abiertos ya no te miran. Se te ha ido sin que te dieras cuenta, igual que se te fue tu madre, aunque esta vez no te hayas quedado dormida, se te ha ido tan furtivamente que ahora sólo sientes el estupor de que la muerte pueda suceder de una manera tan sigilosa, tan instantánea, como una tenue ondulación en el agua de un lago.

Quién podrá dormir esa noche en la que ya ha comenzado el ajetreo sigiloso que preludia el entierro, dirigido por mujeres expertas en los rituales prácticos del luto, en vestir a la muerta antes de que se empiece a quedar rígida, en encargar el ataúd y el catafalco sobre el que se posará y los cirios y el gran crucifijo que darán a la casa durante unas horas un aire sombrío de santuario, de lugar de culto del tiempo pasado y de la muerte. Escucho tu respiración suave en la oscuridad y sé que no estás dormida, aunque llevas mucho rato callada y no te mueves para no molestarme. Extraño la cama con las sábanas tan frías y la habitación que huele ligeramente a humedad y a cerrado, pero aún más las extrañarás tú, que no has vuelto a acostarte aquí desde el final de tu adolescencia, la primera cama y la primera habitación donde dormiste sola cuando te sacaron de la cuna y del dormitorio de tus padres, donde conociste el pánico y el insomnio en las noches de tormenta, cuando el retumbar de los truenos hacía vibrar los cristales de la ventana y te cegaba un relámpago con su claridad blanca y súbita, donde temías dormirte y soñar con la película de miedo que habíais visto tu prima y tú en el cine de verano, las dos arrebujadas en las sábanas, conversando noches enteras, explorando las confidencias de una secreta y desvergonzada intimidad física, la llegada de la primera regla y de los primeros novios, los bailes agarrados con otros hijos de veraneantes en la verbena de las fiestas del pueblo, en la penumbra pecadora y rojiza de las primeras discotecas en las que os aventurabais, tú siempre a la zaga de ella, que te hizo conocer por primera vez el mareo de la cerveza y el de los cigarrillos y que no parecía conocer ninguno de los limites en los que tú te detenías, ni el del pudor ni el del peligro. Quién iba a decir entonces que vuestros dos destinos serían tan distintos, que ella, tan parecida a ti, nacida al mismo tiempo que tú, iba a perderse poco a poco en laberintos de oscuridad e infortunio de los que ya no regresó y en los que también a ti te habría sido muy fácil caer, no de golpe, sino dejándote llevar despacio, derivando, igual que ella, que un año ya no volvió al pueblo a veranear con sus padres y su hermano, el que luego se hizo médico, tan serio y dócil desde niño que siempre fue el contrapunto exacto de ella.

Los ojos verdes, en la foto que su padre se quedaba mirando en silencio, como haciéndole una pregunta cuya respuesta él seguirá esperando siempre aunque sabe que ya no la obtendrá, el pelo ensortijado, la piel tostada, rubia de un sol de piscinas y veranos, los pómulos todavía carnosos de adolescencia, la sonrisa como un gesto de complacencia y desafío, la barbilla que se parece tanto a la tuya. Estaba muy flaca la última vez que la vi, pero todavía guapísima, tan alta, con el pelo rizado sobre la cara y ese brillo en los ojos verdes y misma risa loca que cuando hacíamos juntas alguna gamberrada. Pero se había quedado muy pálida, y hablaba con un deje lento que yo no le había conocido antes, y aunque estaba casada y ya tenía un hijo seguía contándome las mismas locuras que cuando empezábamos a salir con chicos en el pueblo. Me contó que había conocido a un tío en un tren y que a los pocos minutos se había encerrado con él a echar un polvo en el lavabo. Estábamos en una cafetería, y ella fumaba mucho, miraba siempre de soslayo, muy agitada, conteniéndose con mucho esfuerzo, porque se le veía que disfrutaba conmigo pero también que tenía mucha urgencia por irse, por conseguir algo que le hacía mucha falta y que le hacía morderse las uñas y encender un cigarro apenas había apagado otro, y también se nos notaba a las dos que a pesar del cariño y de los recuerdos ya no nos parecíamos, ya nos faltaban temas de conversación, referencias comunes, y nos quedábamos calladas, y ella volvía a mirar hacia la calle o apagaba el cigarro recién encendido en el cenicero, no lo apagaba, lo aplastaba torciéndolo. Quedamos que al siguiente verano vendríamos juntas al pueblo, pero yo no pude venir, porque tenía mucho trabajo, y ella tampoco apareció, y ya no la vi más. Hasta sus padres acabaron perdiéndole el rastro.

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