Una última nota se levantó ondulante y luego se desvaneció, mientras la canción de Brendel tocaba a su fin. El lios bajó los brazos y permaneció callado en la playa Kim miró a Jennifer, sentada sobre la húmeda arena con la cabeza de Arturo en el regazo, y vio que su amiga, que era mucho más que eso, le hacía una seña para que se acercara.
Respiró con esfuerzo y caminó sobre la arena para arrodillarse a su lado.
-¿Cómo está? -preguntó con voz tranquila.
-Bien -contestó el mismo Arturo, fijando en ella aquella mirada que parecía no tener fin y que a menudo parecía llena de estrellas-. Sólo he pagado el justo precio por ser un timonel demasiado testarudo.
Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
-Ginebra me ha contado lo que has tenido que hacer. Dice que ella te dio permiso para hacerlo y me ha explicado por qué, pero asegura que te odiarás siempre a ti misma por haberlo hecho. ¿Es cierto?
Kim levantó la vista y vio que la sombra de una sonrisa se asomaba en los labios de Jennifer. Tragó saliva.
-Me conoce muy bien -contestó con rudeza.
-Y a mi -repuso él con calma-. Me conoce muy bien. El permiso que te concedió era el mio. El que tú conoces con el nombre de Flidais fue en otro tiempo Taliesin; los dos lo conocimos hace muchísimos años. Desde luego, forma parte de esta historia, aunque no sé cómo. Vidente, no desesperes de que la felicidad surja de lo que acabas de hacer.
En su voz, en sus tranquilos y apacibles ojos, se encerraba un gran consuelo. Frente a eso hubiera sido insolencia, pura vanidad, seguir autocondenándose.
-Dijo que era el anhelo de su corazón. El último enigma que le faltaba por conocer.
Dijo…, dijo que surgiría la luz de lo que acababa de hacer o que moriría tratando de que surgiera.
Se hizo un breve silencio en tanto los otros dos absorbían sus palabras. Kim escuchaba el fluir del mar, ahora apacible tras la violencia de la tormenta. Sintieron más que oyeron que alguien se acercaba; levantaron la vista y vieron a Brendel.
A la luz de las estrellas parecía más etéreo que nunca, menos atado a la tierra, a la fuerza de la gravedad. En la oscuridad no podían ver el color de sus ojos, pero no brillaban. Con una voz como el susurro de la brisa, dijo:
-Mi señora Ginebra, con tu permiso, debo marcharme durante algún tiempo. Me temo que por encima de todo, ahora, ahora.., debo comunicar a mi rey, en Danilorh, las noticias que acabamos de saber.
Jennifer abrió la boca para decir algo, pero fue Jaelle quien respondió al lios alfar.
-No está allí -dijo Jaelle tras ellos.
Su voz, por lo general tan autoritaria, era ahora más dulce de lo que Kim había podido suponer.
-Hace dos noches tuvo lugar una batalla junto a los bancales del Adein, cerca de Celidon. Los dalreis y los hombres de Rhoden se enfrentaron con un ejército de la Oscuridad, y Ra-Tenniel condujo a los lios fuera del País de las Sombras, Na-Brendel.
Los condujo a la guerra, en la Llanura.
-¿Qué pasó? -preguntó Loren Manto de Plata.
Kimberly escuchaba cómo Jaelle, desprovista de su acostumbrada arrogancia, contaba cómo Leila había oído el sonido del Cuerno de Owein y había visto el campo de batalla a través de la presencia de Finn, y cómo luego todas ellas en el templo habían oído la intercesión de Ceinwen.
-El soberano rey cabalgó hacia el norte en respuesta al cristal de llamada la misma noche en que se hizo a la mar el Piydwen -concluyó Jaelle-. Ahora deben de estar ya en la Llanura, aunque no sé qué van a hacer. Quizás Loren pueda ponerse en contacto con Teyrnon y averiguarlo.
Era la primera vez, según podía recordar Kim, que la suma sacerdotisa hablaba al mago en esos términos.
Luego, poco después, se enteró de que Loren había dejado de ser un mago. Y
mientras era relatada esa historia el anillo que llevaba en el dedo comenzó a brillar con renovada vida. Lo miró, luchando por vencer la ya instintiva repulsión que siempre le inspiraba, y mientras Loren y luego Diarmuid hablaban de Cader Sedat, una imagen comenzó a tomar forma en lo más profundo de su mente. Era una imagen que recordaba muy bien, la primera visión que había tenido en Fionavar, camino del lago de Ysanne: la visión de otro lago, muy alto, entre las montañas, sobre cuyas aguas volaban las águilas.
Loren dijo con tranquilidad:
-Según parece, los círculos se han completado. Mi deber ahora es ir con Matt a Benir Lók, para ayudarlo a recuperar la corona que en realidad nunca perdió, de modo que los enanos puedan regresar de los confines de la Oscuridad.
-Tenemos un largo camino que recorrer -dijo Matt Soren- y no disponemos de demasiado tiempo. Tendremos que ponernos en marcha esta misma noche.
Su voz sonaba como siempre. Kim tenía la sensación de que nada, nada en absoluto, podría hacerlo cambiar, convertirlo en algo distinto de lo que era: una roca sobre la cual, según parecía, todos ellos habían descansado alguna que otra vez.
Miró a Jen y leyó en su rostro idéntico pensamiento. Luego bajó la vista al Baelrath y dijo:
-No llegaréis a tiempo.
Incluso ahora, después de que hubieran sucedido tantas cosas, registró con profunda humildad el inmediato silencio que descendía sobre todos los reunidos cuando les hablaba la vidente que llevaba en su interior. Cuando alzó la vista, se encontró con la mirada del único ojo de Matt.
-Debo intentarlo -dijo con sencillez.
-Lo sé -repuso ella-. Creo que Loren está en lo cierto. De algún modo es importante que lo intentes. Pero puedo asegurarte que desde este lugar no llegaréis a tiempo.
-¿Qué estás diciendo? -preguntó Diarmuid con voz cortante, desprovista del matiz que había tenido la de Jaelle.
Kim levantó la mano, para que todos pudieran ver la llama.
-Estoy diciendo que yo también debo ir allí. Que el Baelrath nos llevará allí. Y creo que a estas alturas todos sabemos que la Piedra de la Guerra es, en el mejor de los casos, una confusa bendición.
Trató de despojar a su voz de toda amargura.
Casi lo consiguió. Pero en el silencio que siguió, alguien preguntó:
-Kim, ¿qué sucedió en las montañas?
Se volvió hacia Paul Schafer, que le había planteado tal pregunta, que parecía plantear siempre las preguntas que subyacían bajo la superficie. Lo miró a él y luego a Loren, que estaba junto a Paul y que a su vez la miraba con la mezcla de amabilidad y seguridad que tan bien recordaba desde el primer encuentro y en especial desde la noche que habían pasado juntos en el Templo antes de que Kevin muriera, antes de que ella se marchara a Khath Meigol.
Por eso fue a ellos, tan diferentes y en cierto modo tan parecidos, a quienes les contó la historia del rescate de los paraikos y todo lo que había sucedido después. Todos la escuchaban, todos tenían derecho a saberla, pero era a Paul y a Loren a los que se dirigía. Y cuando hubo acabado se volvió hacia Matt y repitió:
-Ahora ya sabes lo que quiero decir: cualquiera que sea la bendición de la que soy portadora, jamás se encuentra en estado puro.
Durante un instante el enano la miró, como si sopesara lo que acababa de oír. Luego su expresión cambió; ella vio que en su boca se dibujaba la mueca que era en realidad su sonrisa y lo oyó decir con tono irónico:
-Jamás he visto una espada que valiera algo si sólo tenía un filo.
Eso fue todo, pero Kim sabía que esas palabras le proporcionaban toda la seguridad a la que tenía derecho a aspirar.
Dominar las emociones era parte del entrenamiento de la suma sacerdotisa de Dana.
Por eso Jaelle, empapada por la lluvia, estremecida por lo que había sucedido con Darien y lo que estaba sucediendo ahora, no mostraba desde el naufragio ninguno de sus temores a los que estaban reunidos en la playa.
Por ser quien era, sabía que había sido la voz de Mórnir la que había retumbado para apaciguar las olas, y por eso su mirada se había posado primero en Paul en cuanto llegó a tierra. Lo recordaba en otra playa, lejos, en el sur, mientras hablaba con Liranan envuelto en una peligrosa luz que no provenía de la Luna. Pero estaba vivo, y había vuelto. Suponía que se alegraba por ello.
Según parecía, todos habían vuelto, y había entre ellos alguien más; por la expresión de Jennifer no era dificil adivinar quién era.
Se había acostumbrado a ser fría y dura, pero no era de piedra, por mucho que tratara de serlo. La piedad y el asombro la habían conmovido por igual al ver a Ginebra y a Lancelot juntos bajo la lluvia, mientras los rayos del sol poniente se deslizaban entre las nubes al oeste.
No había oído lo que se habían dicho, pero era suficiente el lenguaje de los gestos, y, al final, cuando el hombre se internó solo en el bosque, Jaelle sintió una inexplicable congoja. Contempló cómo se alejaba y, como conocía la historia, no le resultó difícil adivinar qué demanda le había impuesto Ginebra a su segundo amor para alejarlo. En cambio le resulté difícil conservar su propia e imprescindible imagen de objetividad, en presencia de tantos hombres y con la turbulenta conciencia de lo que había sucedido en el templo antes de que ella se hubiera llevado a Kim y a Sharra con ayuda de la sangre y de la raíz de la tierra.
Había necesitado de las mormae de Gwen Ystrat para canalizar el poder mágico, y eso había significado vérselas con Audiart, lo cual nunca era agradable. La mayoría de las veces se las arreglaba muy bien, pero la comunicación de aquella tarde había sido diferente.
Sabia que pisaba terreno movedizo, y también lo sabía Audiart. Era más que irregular y rozaba casi la transgresíon el hecho de que la suma sacerdotisa abandonara el templo y el reino, sobre todo en tiempos como aquéllos. Mediante la transmisión de pensamientos que compartían las mormae, Audiart le había recordado que su sacrosanto deber era permanecer en el santuario presta y capaz para hacer frente a lo que necesitara la Madre.
Además -y su segunda en el mando no había tenido rubor en seguir insistiendo-, ¿acaso el soberano señor no le había encargado que permaneciera en Paras Derval y compartiera el gobierno del país con el canciller? ¿Acaso su último deber no era aprovechar aquella inesperada oportunidad como mejor pudiera para llevar a cabo su inquebrantable deseo de que Dana recuperara la primacía en el Soberano Reino?
Por desgracia, todo eso era muy cierto.
Por toda respuesta, sólo había podido imponer su autoridad, y no por primera vez, desde luego. Sin necesidad alguna de disimular, pues se había sobrepuesto a la intranquilidad y a la inquietud que había venido sintiendo, sin más explicaciones, les dijo a las mormae que como suma sacerdotisa y de acuerdo con los deseos de Dana había tomado la decisión de marcharse, pese a la tradición y a las oportunidades que con eso se pudieran perder.
Con el vinculo mental les había transmitido que además apremiaba la urgencia, lo cual era cierto según había visto por el rostro pálido y las manos crispadas de Kim, que junto a Sharra aguardaba en tensión bajo la cúpula, ignorante del intercambio de pensamientos entre las sacerdotisas.
Les había transmitido aquel mensaje candente por la cólera; todavía era la más poderosa de todas. Muy bien, había replicado Audiart. Si debes hacerlo, será que debes hacerlo. De inmediato me pondré en camino hacia Paras Derval para actuar en tu ausencia de la mejor manera posible.
Entonces se había producido el auténtico encontronazo, que hizo que el de antes pareciera una simple escaramuza en un juego de niños. Te ordeno, y por tanto también te lo ordena Dana, que te quedes donde estás. Sólo ha transcurrido una semana desde el sacrificio de Liadon, y los ritos en acción de gracias aún no han acabado, ¿Estás loca?, había replicado Audiart, manifestando su rebeldía más abiertamente que antes. ¿Quién de esas charlatanas idiotas, de esas completas nulidades, te propones que actúe en tu nombre en tiempos de guerra?
Acababa de cometer un error. Audiart siempre permitía que su desprecio y su ambición afloraran a la superficie. Al captar la respuesta de las mormae, Jaelle exhaló un suspiro de alivio. Iba a poder seguir adelante. La tradición hubiera exigido que en su ausencia la segunda de la Madre acudiera a Paras Derval a ocupar su puesto. Si Audiart hubiera hablado con calma, con humildad aunque sólo aparente, Jaelle quizás habría perdido esa batalla. Pero tal como estaban las cosas, pasó al ataque.
¿Quieres ser maldecida y proscrita, segunda de Dana?, transmitió con la sedosa claridad que sólo ella sabía inferir al vinculo mental. Sintió que todas las mormae retenían el aliento ante la clara amenaza. ¿Te atreves a hablar de ese modo a tu suma sacerdotisa? ¿Te atreves a despreciar asía tus hermanas? Ten cuidado, Audiart, ¡no vayas a perder lo que con tanta astucia has ganado hasta ahora!
Eran palabras duras, tal vez demasiado duras, pero tenía que pronunciarlas para que sirvieran de balanza a lo que tenía que decir a continuación.
Ya he escogido a mi sustituta, y el canciller ha sido informado en su calidad de representante del soberano rey. Esta misma tarde he nombrado al más reciente miembro de las mormae, y aquí está junto a mi; vestida de rojo y abierta al vínculo de la mente.
Os doy las gracias, hermanas de la Madre, transmitió Lelía.
E incluso Jaelle, que lo esperaba, se sintió aturdida por la vivacidad de sus palabras.
En la playa, al pie de la torre de Anor, mientras la lluvia iba cesando poco a poco de caer y el crepúsculo teñía el cielo por el oeste, Jaelle recordaba esa vivacidad, que en cierto modo le confirmaba sus instintivas acciones y le había servido para vencer de un modo casi definitivo cualquier oposición que su perentoria conducta pudiera haber suscitado en Gwen Ystrat. Aun así, había algo profundamente inquietante en la rara mezcla de niña y mujer que era Leila y en su vinculación mental con la Caza Salvaje.
Dana todavía no se había dignado revelar a la suma sacerdotisa ni el más leve indicio de lo que esa vinculación podía significar.
La voz de Loren Manto de Plata, el mago al que había odiado y temido durante toda la vida, la llevó de nuevo a la playa. Oyó cómo contaba lo que le había sucedido, y la sensación de triunfo que hubiera debido sentir ante la revelación de tal debilidad se vio casi ahogada en una oleada de miedo. Necesitaban el poder de Manto de Plata, pero ya no podían contar con él.
Ella tenía la esperanza de que el mago fuera capaz de enviarla de regreso a casa.