Sendero de Tinieblas (28 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Fue Gorlaes quien le respondió:

-Se fue con la vidente y la suma sacerdotisa, señor. No nos dijeron adónde iban. Si me permites decirlo, las dos…, las tres son personas prudentes. No creo que…

Lo detuvo una mirada glacial de Shalhassan, cuyos ojos habían acallado a interlocutores más elocuentes que él. Al mismo tiempo, Shalhassan se daba cuenta de que la cólera se había desvanecido por completo y sólo restaba el miedo. El mismo nunca había sido capaz de dominar a su hija: ¿cómo esperar que lo pudieran hacer aquel gordinflón y el atareado canciller?

Recordaba muy bien a la vidente y el respeto que por ella sentía era muy profundo.

Siempre la honraría por lo que había hecho aquella noche en el templo de Gwen Ystrat, al internarse completamente sola en las tinieblas de los designios de Rakoth parta mostrarles la fuente de donde procedía el invierno. Si se había marchado, con seguridad tenía un motivo, y lo mismo podía aplicarse a la suma sacerdotisa, que a su modo era igualmente digna de admiración.

Pero por muy dignas de admiración que ambas fuesen, dudaba de que hubieran sido capaces de hacer desistir a su hija de acompañarlas, si es que ella estaba decidida a hacerlo. «Oh, Sharra», pensó. Por milésima vez se preguntó si no hubiera sido mejor que se casara cuando murió su esposa. La muchacha había necesitado «cierta» clase de vigilancia, lo cual se hacía más y más evidente a medida que pasaba el tiempo.

Miró hacia arriba. Por encima y por detrás del trono de Roble de Brennin se alzaban los muros del Gran Salón con las vidrieras de Delevan. Las que estaban tras el trono mostraban a Conary y Colan cabalgando hacia el norte, a la guerra. La luz de la media luna que brillaba en el exterior transformaba en plata sus rubios cabellos. Bien, pensó Shalhassan, es probable que corresponda al sucesor, el joven soberano rey Alieron, librar la batalla de la que serán escenario las tierras del norte. Las órdenes eran las que había esperado que fueran, tal como por fuerza tenían que ser. El hubiera hecho exactamente lo mismo. Los hombres del segundo contingente de tropas de Cathal, bajo el mando del supremo señor, tenían que permanecer en Brennin, distribuidas como mejor decidieran Shalhassan y Gorlaes, para proteger el soberano reino y Cathal lo mejor que pudiesen.

Desvió la mirada de la vidriera para mirar a Tegid -un contraste que bien merecía un aforismo- y dijo con amabilidad:

-No te culpes. El canciller tiene toda la razón: las tres saben perfectamente lo que se llevan entre manos. Quizás convengas conmigo en que hay que compadecer al príncipe, quien tendrá que habérselas con ella de aquí en adelante. Si es que sobrevivimos.

Se dirigió luego al canciller:

-Me gustaría comer algo, mi señor Gorlaes; y me gustaría también que se les diera a mis capitanes instrucciones acerca de cómo acuartelar a sus hombres. Después, si no estás demasiado cansado, me pregunto si podríamos beber una copa juntos y jugar al ta’bael. Quizás sea ésa la única guerra a nuestro alcance, y jugar por la noche me tranquiliza.

El canciller sonrió.

-AileiI acostumbraba decir lo mismo, señor. Con mucho gusto jugaré contigo, aunque debo advertirte que como mucho soy un mediocre jugador.

-¿Podría mirar cómo jugáis? -preguntó con timidez el gordinflón.

Shaihassan lo miró escrutadoramente.

-¿Sabes jugar al ta’bael?

-Un poco -dijo Tegid.

El supremo señor de Catahl hizo retroceder el único caballo que le quedaba, situándolo para que defendiera a la reina, y dedicó a su oponente una mirada que hubiera hecho a más de un hombre pensar en un suicidio ritual.

Creo -dijo dirigiéndose más a sí mismo que a los otros dos hombres- que acabo de tomar una magnífica posición.

Gorlaes, que contemplaba el juego, emitió un compasivo gruñido. Tegid de Rhoden eliminó la defensa del caballo con su torre.

-El príncipe Diarmuid insiste -murmuró colocando la pieza eliminada junto al tablero- en que todos los miembros de su banda deben saber cómo jugar al ta’bael correctamente.

Sin embargo, ninguno de nosotros ha logrado nunca vencerlo.

Sonrió y se reclinó en el respaldo de la silla, dándose unas complacidas palmaditas en la enorme barriga.

Mientras estudiaba con atención el tablero, intentando hallar una defensa para el doble ataque que se desencadenaría tan pronto como Tegid moviera de nuevo la torre, Shalhassan decidió que debía disminuir la compasión que sentía por su hija porque iba a tener que vivir con el príncipe.

-Dime -preguntó-, ¿Aileron también sabe jugar?

-Ailell enseñó a jugar a sus dos hijos cuando eran pequeños -contestó Gorlaes, llenando el vaso de Shalhassan con vino de la cosecha. de la Fortaleza del Sur.

-¿Y también el soberano rey juega con tan inusual grado de perfección? -dijo Shalhassan, notando en su tono un leve indicio de exasperación.

Según parecía, los dos hijos de AilelI provocaban en él la misma reacción.

-No tengo idea -replicó Gorlaes-. No lo he visto jugat desde que es un adulto. Era muy hábil cuando era un muchacho. Acostumbraba jugar siempre con su padre.

-Ya no juega al ta’bael -dijo Tegid-. ¿No conoces la historia? Ajieron no ha vuelto a tocar una ficha desde que Diarmuid le ganó por primera vez cuando eran muchachos. Es así, ya sabes.

Mientras absorbía y consideraba esas palabras, Shalhassan movió amenazadoramente su mago en diagonal. Era una trampa, por supuesto, la última que le quedaba. Para hacerla más efectiva, distrajo la atención del gordinflón con una pregunta:

-No lo sé. ¿Cómo es?

Apoyándose con firmeza en los brazos de su asiento, Tegid se incorporó para ver el tablero con mas claridad. Sin hacer caso ni de la trampa ni de la pregunta, movio hacia un lado su torre, exponiendo a la reina de Shalhassan a un nuevo ataque al tiempo que amenazaba al rey del señor de Cathal. Era una jugada decisiva.

-No le gusta perder en nada -explicó Tegid-. No lleva nada a cabo cuando piensa que puede perder.

-¿No limita eso de algún modo sus actividades? -dijo Shalhassan con enojo.

Tampoco a él le gustaba perder; no estaba acostumbrado.

-En modo alguno -dijo Tegid un poco a regañadientes-. Es extremadamente bueno en casi todo. Los dos lo son -añadió con lealtad.

Con toda la elegancia de que pudo hacer acopio, Shalhassan abatió su rey en señal de rendición y levantó su vaso a la salud del ganador.

-Una excelente partida -dijo Tegid con afabilidad-. Dime -añadió dirigiéndose a Gorlaes-, ¿tienes buena cerveza aquí? El vino es delicioso, pero esta noche estoy demasiado sediento, puedes creerme.

-Una jarra de cerveza, Vierre -ordenó el canciller al paje que permanecía en silencio junto a la puerta.

-¡Que sean dos! -dijo Shalhassan sorprendiéndose a sí mismo-. Coloquemos de nuevo las fichas para otra partida.

También la perdió, pero ganó la tercera con una inmensa satisfacción que le compensaba la velada. Luego los dos, él y Tegid, dieron rápida cuenta de Gorlaes en otras dos partidas. El ambiente estaba resultando inesperadamente agradable. Después, ya avanzada la noche, él y el canciller se sorprendieron a sí mismos aceptando una infrecuente invitación del único hombre de la banda del príncipe Diarmuid que quedaba en Paras Derval.

Y lo que sorprendió más a Shalhassan, de forma definitiva, fue encontrar diversión en la música, el ambiente y las descaradas mujeres que servían en la enorme planta baja de la taberna de «El Jabalí Negro» y también en las pequeñas y oscuras cámaras superiores.

Ya era mucho más de medianoche.

Si no hiciera nada más, pensaba Paul, nada en absoluto desde ese momento hasta que llegara el final que les esperaba, fuera cual fuese, nadie podría acusarlo de no haber aportado su contribución.

Estaba acostado sobre la arena, cerca del río, un poco apartado de los demás, como era habitual. Había permanecido despierto durante horas, contemplando las estrellas errantes y escuchando el rumor del mar. La Luna había alcanzado su posición más alta y ahora se inclinaba hacia el oeste. Era muy tarde.

Encerrado en sí mismo, pensaba en la noche en que había acabado con la sequía y luego en la hora que precede al alba cuando había avistado al Traficante de Almas y había llamado a Liranan, con la ayuda de Gereint, para que combatiera con el monstruo de Rakoth en el mar. Luego dejó que sus pensamientos discurrieran hacia el momento, poco antes de aquella tarde, en que él mismo había hablado con la voz de Mórnir, y el dios del mar le había respondido de nuevo y había apaciguado la tempestad para que los tripulantes del Ptydwen pudieran sobrevivir a la tormenta desencadenada por el Tejedor.

Sabía que también hacía casi un año había hecho algo más: había conseguido hacer la travesía entre los mundos para salvar a Jennifer de Galadan y permitir que Darien pudiera nacer.

Se preguntaba si los que vendrían después maldecirían su nombre por haber hecho tal cosa. Se preguntaba sí sería posible que alguien viniera después. Ya había aportado su contribución a esa guerra. Nadie podría ponerlo en duda. Además sabía que nadie, a excepción de él mismo, se atrevería a suscitar esa cuestión. Los reproches que se hacía, el insomnio, el querer hacer siempre algo mds, todo eso era una cuestión personal, formaba parte del dibujo de su vida. El dibujo que parecía entretejido en la esencia de su carácter, incluso en Fionavar. Ese era el motivo crucial por el que Rachel lo había abandonado, y llevaba implícita la soledad a través de la cual Kevin Lame se había esforzado por penetrar; y lo había conseguido de un modo que Paul aún no había tenido tiempo de asimilar.

Pero la soledad ciertamente parecía formar parte de las enmarañadas raíces de su esencia. Sólo en el Arbol del Verano había accedido a su poder, y según parecía incluso en medio de mucha gente avanzaba en completa soledad. Su don parecía estar profundamente escondido, incluso para él mismo. Era críptico, autosuficiente, imbuido de recóndito misterio, y presentaba una tenaz y solitaria resistencia contra la Oscuridad.

Podía hablar con dioses, y oírlos, pero no moverse entre ellos, y cada comunicación que sostenía con ellos lo alejaba más de las personas a quienes conocía, como si en cierto modo sintiera la necesidad de hacerlo. No había sentido ni el frío del invierno, ni el azote de la lluvia que acaba de amainar. Era un instrumento del dios. Era la flecha de Mórnir, y las flechas vuelan siempre en solitario.

Se dio cuenta de que de ningún modo iba a poder conciliar el sueño. Miró la media luna que brillaba sobre el mar, y le pareció que lo llamaba.

Se levantó sintiendo en sus oídos el flujo de la corriente. Al norte, junto al Anor, distinguió las sombras de los hombres de la Fortaleza del Sur que estaban durmiendo. A su espalda el río fluía hacia el oeste, hacia el mar. Siguió su curso. Mientras avanzaba, la arena iba convirtiéndose en guijarros y luego en peñas. Se subió a una de ellas, junto a la orilla del río, y vio que no era la única persona insomne aquella noche en la playa.

Estuvo a punto de volverse. Pero algo -el recuerdo de otra playa la noche antes de que zarpara el Prydwen- lo hizo dudar y se decidió a dirigirle la palabra a la figura que estaba sentada en la oscura roca más cercana al agua.

-Parece que hemos invertido los papeles. ¿Quieres que te traiga un manto? -Su tono era más sarcástico de lo que había calculado. Pero no parecía importar. El glacial autocontrol con que ella acogió sus palabras lo llenaba de inquietud.

Sin moverse, sin tan siquiera asustarse, con la mirada todavía fija en las aguas, Jaelle murmuró:

-No tengo frío, tú si lo tenias aquella noche. ¿Acaso te molesta?

De inmediato él se arrepintió de lo que había dicho. Siempre que se encontraban parecía ocurrir lo mismo: la polaridad entre Dana y Mórnir. Se dio media vuelta para marcharse, pero luego se detuvo, empujado sobre todo por su espíritu tenaz. Tomó aliento y, procurando no infundir a su voz inflexión alguna, dijo:

-No me molesta, Jaelle. Hablé con la única intención de saludarte, nada más. No todo lo que la gente te dice debes tomarlo como un desafío.

Esta vez ella se volvió. Una diadema de plata le apartaba los cabellos del rostro, que la brisa del mar agitaba a su espalda. No podía verle los ojos; la luz de la Luna brillaba tras ella y lo deslumbraba. Durante largo rato permanecieron en silencio; luego Jaelle dijo:

-Tienes una extraña manera de saludar, Dos Veces Nacido.

Él exhaló un suspiro.

-Lo sé -concedió-, en especial a ti.

Avanzó, dio un pequeño salto y se sentó sobre una peña cercana. A sus pies salpicaba el agua; en las salpicaduras se notaba el sabor de la sal.

Sin decir nada, Jaelle fijó de nuevo la mirada en el mar. Poco después Paul hacia lo mismo. Durante largo rato permanecieron así sentados; luego un pensamiento acudió a la mente de Paul, que dijo:

-Estás muy lejos del templo. ¿Cómo pensabas volver?

Ella se retiró un mechón de la cara con gesto impaciente.

-Kimberly. El mago. En realidad no lo pensé. Ella necesitaba venir aquí con la mayor prisa posible, y yo era el único medio de que lo consiguiera.

Él sonrió, pero al instante reprimió la sonrisa para que no pensara que se estaba burlando de ella.

-Teniendo en cuenta el riesgo que corrías de ser maldecida o algo semejante, ¿puedo atreverme a decir que eso suena extrañamente altruista?

Ella se volvió de improviso y lo miró con aire feroz. Abrió la boca y luego la cerró; incluso a la luz de la Luna él pudo darse cuenta sin lugar a dudas de que había enrojecido.

-No lo he dicho con intención de herirte -añadió él enseguida-. De verdad, Jaelle.

Tengo una ligera idea de lo que ha significado para ti hacer esto.

El rubor se desvaneció poco a poco. Con los rayos de la Luna sus cabellos brillaban con un extraño y sobrenatural color rojo. También brillaba la diadema. Dijo simplemente:

-No creo que puedas tenerla, ni siquiera tú, Pwyll.

-Entonces cuéntamelo -dijo él-. Cuéntale algo a alguien, Jaelle.

Se sorprendió ante la intensidad de su propia voz.

-¿Eres tú el más apropiado para aconsejarme eso?

Se calló con aire pensativo. Pero luego, como él seguía guardando silencio, añadió más despacio y con una voz diferente:

-Designé a alguien para que actuase en mi nombre, pero no respeté los modelos de la sucesión al hacerlo.

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