Eso significaba un cierto respiro para el hombre, pero insignificante, porque incluso bajo aquella apariencia el demonio podía seguir atacándolo, procurando acorralar a Lancelot contra el impenetrable muro de árboles que rodeaba el claro para matarlo aplastándolo con la oscura y abigarrada masa de su cuerpo.
Una vez más la lucha llevó al demonio y al hombre cerca de donde se encontraban Flidais y Darien. Y una vez más Lancelot pudo tirarse al suelo. Pero esta vez fue a dar con un hombro contra uno de los humeantes agujeros que había excavado el martillo, y Flidais lo oyó quejarse involuntariamente, y lo vio rehuir el ataque, ahora con torpe desesperación. El andain, con el alma consumida por el horror y la piedad, se dio cuenta de que esta vez se había quemado.
A su lado oyó un sonido estrangulado y vio que Darien también se había dado cuenta de lo que había sucedido. Echó una ojeada al muchacho y sintió que el corazón se le detenía por unos instantes. Darien estaba dando vueltas sin parar entre sus manos a una reluciente daga, y parecía no darse cuenta de lo que estaba haciendo. Flidais había captado un elocuente brillo azul y por eso supo de qué daga se trataba.
-¡Cuidado! -susurró con urgencia. Carraspeó, pues la garganta se le había quedado seca-. ¿Qué te propones hacer? -preguntó.
Sólo por unos segundos, Darien lo miró a los ojos.
-No lo sé -dijo el muchacho, con un aire terriblemente desvalido-. Antes de que llegaras logré que los ojos se me pusieran de color rojo… Esa es la manifestación de mi poder.
Flidais trató, esta vez con éxito, de dominar el miedo. Asintió con la cabeza. Darien continuó hablando:
-Pero no sucedió nada. Ese ser de roca dijo que era porque no había profundizado lo suficiente para dominarlo. Que yo no tenía poder alguno en este lugar. Por eso yo… -hizo una pausa mirando a la daga-. Pensé que podría…
Pese a que la noche era oscura, pese a la tenebrosidad de lo que estaba ocurriendo y a la piedad y el horror que sentía, Flidais de Pendaran creyó ver, en el interior de su mente, una débil y casi ilusoria luz que brillaba lejos, muy lejos. Una luz mortecina, como el resplandor de una vela que brillara por la noche en el ventanuco de una cabaña a la vista de un viajero sorprendido por una tormenta lejos del hogar.
Con profunda y modulada voz dijo:
-Es un buen pensamiento, Darien. Digno de ti y de quien está luchando por ti. Pero no lo lleves a cabo por ahora, y mucho menos con esa daga.
-¿Por qué? -preguntó Darien con un hilo de voz.
-Te lo diré sólo una vez, y sólo a ti; y una vez es suficiente para aquellos que son sabios -salmodió Flidais, utilizando de nuevo su críptica y elusiva manera de hablar.
Pese al lugar donde se encontraba, pese a lo que estaba sucediendo, sintió una familiar oleada de placer por conocer aquello. Y se acordó además, con una felicidad que iba más allá del placer, de algo más que ahora conocía. Y, al recordarlo, recordó también que aquella misma noche, poco antes, había jurado intentar obtener una pequeña luz de la oscuridad circundante. Miró con aire dubitativo a Darien y le dijo sin rodeos:
-Lo que tienes entre tus manos se llama Lókdal. Es la daga encantada de los enanos, que fue entregada hace mucho tiempo a Colan dan Conary.
Cerró los ojos por unos instantes para recordar con exactitud las palabras que le había confiado un mago adormecido por el vino una noche de primavera, hacia setecientos años, al calor de una hoguera junto a las marismas de Llychlyn.
-«Quien hiera con este puñal sin sentir amor en su corazón -dijo Flidais a medida que las palabras acudían a su mente-, morirá irremisiblemente.»
Y luego pronunció el resto de las palabras mágicas:
-«Quien mate con amor puede hacer de su alma un regalo para aquél marcado con el dibujo de la empuñadura de la daga.»
Darien estaba mirando atentamente el dibujo trazado en el puño de la daga. Luego levantó la vista y dijo con una voz tan baja que Flidais tuvo que hacer un esfuerzo para oírla:
-No desearía cargar a ningún ser vivo con el peso de mí alma.
Luego, tras una pausa, el andan oyó que continuaba diciendo:
-Antes de llegar a este lugar, mi intención era que la daga fuera un regalo.
-¿Un regalo para quién? -preguntó Flidais.
-Para mi padre -dijo Darien-. Así quizás podría encontrar un lugar en el mundo donde ser bien recibido.
Debía encontrar algo que responder, estaba pensando Flidais. Tenía que encontrar la respuesta oportuna: demasiadas cosas estaban en juego. Pero por una vez era incapaz de pensar. No podía encontrar las palabras adecuadas, y luego, de pronto, ya no tuvo tiempo para ninguna de las dos cosas.
Del claro se levantó un ruido ensordecedor, más fuerte aún que antes, y esta vez contenía además ecos de triunfo. Fhdais se dio la vuelta a tiempo de ver cómo Lancelot saltaba por los aires, alcanzado por un martillazo que no había podido esquivar y que lo habría matado si lo hubiese alcanzado de lleno. Aun con todo, el golpe le hizo recorrer por los aires una considerable distancia del claro y le hizo aterrizar magullado y sin fuerzas justo al lado de Darien.
Curdardh, sin dar muestras de fatiga y presintiendo que se acercaba el fin del combate, se dispuso a atacarlo de nuevo. Sangrando sin cesar, extenuado, con el brazo izquierdo colgándole inútil en un costado, Lancelot logró ponerse en pie haciendo acopio de una fuerza que Flidais no comprendía de dónde sacaba.
Cuando el demonio estaba a punto de alcanzarlo, Lancelot miró a Darien. Flidais vio que los ojos de ambos se encontraban. Luego oyó que Lancelot le decía con una voz exenta de inflexión alguna:
-Un último intento en memoria de Gawain. No me queda otra salida. Cuenta hasta diez, luego grita. Y luego reza a quien mejor te parezca.
No tuvo tiempo de añadir nada más. Haciéndose a un lado con media voltereta, esquivó el mortífero martillo, que golpeó el lugar donde hacia unos instantes se encontraba, y Flidais retrocedió asustado por el estruendo que siguió al golpe y por el calor que surgió de la hendidura abierta en el suelo.
Curdardh atacó otra vez. Lancelot se puso en pie moviéndose con ligereza. El demonio emitió un sonido desbordante y avanzó despacio.
Flidais sintió que el corazón iba a saltarle en pedazos mientras contemplaba la escena.
Aquellos breves segundos eran los más largos que había vivido en toda su larga vida. Era el guardián del bosque, de aquel bosquecillo, y también lo era Curdardh. ¡Y aquellos dos habían profanado el claro del bosque! Tres. No podía mirar a Darien. El demonio blandió la espada. Lancelot detuvo el golpe tambaleándose. Cinco. De nuevo Curdardh golpeó con la espada de piedra, mientras levantaba el martillo. De nuevo el hombre se defendió, pero casi cayó al suelo. De pronto Flidais oyó el rumor de anticipación que provenía de las hojas de los expectantes árboles. Siete. Forzado al silencio, reducido a la condición de mero espectador, el andain notó en la boca el sabor de la sangre: se había mordido la lengua. Curdardh, flexible, sinuoso, totalmente fresco, avanzó haciendo fintas con la espada. Flidais vio que levantaba el martillo y levantó a su vez las manos en un inútil y compasivo gesto de rechazo.
Y en aquel preciso instante, Darien emitió un sonido como Flidais jamás había oído en todos los días de su vida.
Era un grito de angustia y coraje, de terror y de cegadora agonía, el grito desgarrador y sangrante de un alma torturada. Era monstruoso, insoportable, arrollador. Flidais, dejándose caer de rodillas por el dolor que le causaba tal grito, vio que Curdardh echaba una rápida ojeada hacia atrás.
Lancelot aprovechó la ocasión. Avanzó dos pasos, dio un desesperado salto, esgrimió su resplandeciente espada con un esfuerzo supremo y cortó de un tajo el brazo que hasta entonces no había sido capaz de alcanzar.
El brazo que sostenía el monstruoso martillo.
El demonio rugió por el dolor y la sorpresa, pero, aun así, se dispuso a hacer surgir del muñón otro miembro. Flidais lo vio por el rabillo del ojo.
En realidad estaba mirando lo que hacia Lancelot, que tras dar tan certero golpe se había dejado caer con agilidad al suelo, había arrojado su espada a donde estaban Darien y Flidais y se inclinaba, casi sin aliento, para coger el martillo de Curdardh.
El brazo izquierdo le colgaba inútil. Asió con la mano derecha el mango y, jadeando por el esfuerzo, intentó levantar el martillo. Pero no pudo. El martillo era grande e inimaginablemente pesado. Era el arma de un demonio, del Más Anciano. Había sido forjado en el fuego de los profundos abismos de Dana. Y Lancelot du Lac era tan sólo un hombre.
Flidais vio que el demonio hacia surgir de su cuerpo otras dos espadas, y que se disponía a avanzar de nuevo rugiendo de rabia y dolor. Lancelot lo miró. Y Flidais, arrodillado, incapaz de moverse, incapaz incluso de respirar, en aquel momento se hizo una idea exacta de la grandeza de aquel mortal. Vio que Lancelot se estaba ayudando a sí mismo con la fuerza de la voluntad -no había otras palabras para describir su acción- a levantar el martillo con una sola mano.
Y lo consiguió.
El mango se separó de la tierra, y luego, incomprensiblemente, también lo hizo la monstruosa cabeza del arma. El demonio se detuvo y emitió un ruido rechinante, mientras Lancelot, abriendo la boca en un mudo grito de supremo esfuerzo, aprovechaba la inercia del levantamiento para girar sobre si mismo con el brazo extendido y los músculos rígidos, tensos, relucientes, en tanto el martillo se elevaba inexorablemente con la rapidez del giro.
Luego lo dejó ir. Y aquel poderoso martillo, forjado en los fuegos que ardían en los abismos, arrojado por la pasión de aquella alma imbatible, fue a dar en el pecho de Curdardh, el Más Anciano, produciendo un ruido como si estallara la tierra; y así murió el demonio del bosquecillo, que quedó roto en mil pedazos y esquirlas.
Flidais sintió que el silencio caía como un peso sobre su vida. Jamás había visto tan quieto el bosque de Pendaran. No se oía ni el rumor de una hoja, ni el susurro de un espíritu; los poderes del bosque permanecían inmóviles como encantados por una dolorosa estupefacción. De un modo absurdo, le pareció que incluso las estrellas que se cernían sobre el claro habían cesado de moverse, el mismo Telar se había quedado silencioso y quieto, y las manos del Tejedor habían dejado de trabajar.
Se miró las manos, que le temblaban, y luego, despacio, se puso en pie, sintiendo como si con tal movimiento regresara de otro mundo para incorporarse de nuevo al tiempo. Dio unos pasos, en medio del silencio, hasta detenerse junto al hombre en el centro del claro.
Lancelot se había sentado, con las rodillas dobladas y la cabeza escondida entre ellas.
El brazo izquierdo le colgaba inútil en el costado. La yerba estaba cubierta por la sangre que le manaba de docenas de heridas. Tenía en el hombro una fea quemadura, en carne viva y ampollada, que se había hecho cuando había caído en el agujero chamuscado excavado por el martillo. Al acercarse más, Flidais vio que tenía además otra quemadura, y contuvo dolorosamente la respiración al verla.
La palma de la mano -en otro tiempo tan hermosa- con la que había asido el martillo de Curdardh, estaba ennegrecida y desollada, deshecha en jirones de carne de color violáceo.
-¡Oh, Lancelot! -murmuró el andain, con una voz que era casi un gruñido.
El hombre levantó la cabeza muy despacio. Sus ojos, velados por el dolor, se encontraron con los de Flidais, y entonces, incomprensiblemente, la tenue sombra de una sonrisa apareció en la comisura de los labios.
-Taliesin -susurró-, me pareció haberte visto. Lo siento -añadió mirando la chamuscada carne de la mano-, siento no haber podido saludarte antes de forma conveniente.
Flidais sacudió la cabeza sin decir nada. Abrió la boca, pero no pudo pronunciar palabra. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo.
-Durante centurias se ha relatado que jamás fuiste vencido por un caballero. Esta noche has luchado con alguien que no era mortal y que nunca debía de haber sido derrotado. ¿Qué puedo ofrecerte, mi señor Lancelot?
Los ojos del mortal, que sostenían su mirada, parecieron ilumínarse.
-Sólo tu silencio, Taliesin. Necesito que guardes silencio acerca de lo que ha ocurrido aquí, para que los mundos no sepan de mi vergüenza.
-¿Vergüenza? -dijo Flidais notando que se le quebraba la voz.
Lancelot alzó la cabeza y miró las estrellas.
-Era un combate mano a mano -dijo despacio-, y sin embargo requerí la ayuda del muchacho. Mi nombre estará marcado hasta el final de los tiempos.
-¡En el nombre del Telar! -gruñó Flidais-. ¿Qué insensatez es ésa? ¿Qué me dices de los árboles y de los poderes del bosque que ayudaron a Curdardh a acorralarte? ¿Qué me dices de este campo de batalla en el que los poderes del demonio prevalecían sobre todos los demás? ¿Qué me dices de la oscuridad en la que él podía ver y en cambio tú no? ¿Qué me dices…?
-Aun así -murmuró Lancelot acallando la voz del andain-. Aun así, yo supliqué ayuda en un combate mano a mano.
-¿Y eso es tan terrible? -preguntó una tercera voz.
Flídais se volvió. Darien se les había acercado desde el límite del claro. Tenía una expresión tranquila, pero Flidais todavía adivinaba las sombras de la atormentadora angustia que había expresado con el grito.
-Los dos habríamos muerto -continuó diciendo Darien-. ¿Por qué es tan terrible haber pedido una cosa tan insignificante?
Lancelot se volvió a mirarlo. Tras una pausa dijo:
-Salvo en una sola cosa, un amor por el que pagaré eterna reparación, he servido a la Luz en todo lo que he hecho. En ese servicio constante, una victoria conseguida con un instrumento de la Oscuridad no es en modo alguno victoria.
Darien dio un paso atrás.
-¿Te refieres a mí? -preguntó-. Un instrumento de la…
-No -repuso Lancelot con calma.
Flidais se sintió de nuevo invadido por el miedo mientras miraba al muchacho.
-No -continuó Lancelot-. Me refiero a lo que yo mismo hice.
-Salvaste mi vida -dijo Darien, permaneciendo donde estaba.
Sus palabras sonaron como una acusación.
-Y tú la mía -dijo Lancelot con la misma calma.
¿Por qué? -preguntó de pronto Darien-. ¿Por qué lo hiciste?
El hombre cerró por un momento los ojos; luego los abrió.
-Porque tu madre me lo pidió -dijo con sencillez.