La imagen de ella y la segura y confortante certeza de su amor por él lo hicieron encararse con aquel momento. En aquella tierra de la llanura de Andarien, lo hicieron encararse con lo último que podía llevar a cabo.
Cabalgó en línea recta hacia el slaug, lanzando su generoso corcel a una última y espléndida carrera, y en el último segundo viró con violencia hacia la izquierda y asestó en el costado de Uathach el más rotundo golpe que le permitieron sus fuerzas.
Uathach detuvo el golpe. Diarmuid sabía que lo haría; los había detenido todos. Y a continuación vendría el poderoso y contundente contragolpe de la espada del urgach. Un golpe que, como los demás, lo haría tambalearse y vacilar cuando lo parara. Que entumecería su brazo y acercaría aún más el inevitable final.
No lo paró.
Hizo girar un poco al caballo, para ganar un pequeño espacio que impediría que la espada de Uathach lo alcanzara de pleno, y de este modo recibió el tremendo golpe en el costado izquierdo, justo debajo del corazón, y supo que había llegado el final.
Y luego, mientras un blanco dolor estallaba en su interior en medio de una oscuridad total e indescriptible, mientras la sangre le arrastraba la vida derramándola sobre las piedras, Diarmuid dan Ailell, con la última fuerza de su alma, con el rostro de Sharra ante él, no el de Uathach, llevó a cabo la última hazaña de sus días. Se sobrepuso a su propia agonía, agarró con la mano izquierda el brazo peludo que sostenía la espada negra, y con la mano derecha, impulsándose hacia adelante como si quisiera alcanzar el sueño largo tiempo deseado de la irresistible Luz, clavó su bruñida espada en la cara del monstruo hundiéndosela hasta la nuca, y así lo mató en Andarien, poco después de que se hubiera puesto el Sol.
Sharra contemplaba la escena como desde muy lejos. En medio de las tinieblas que iban descendiendo, a través de una borrosa nube de lágrimas, vio cómo era herido, vio cómo mataba a Uathach, vio cómo el hermoso caballo era destrozado horriblemente por el peligroso cuerno del slaug al alzarse sobre sus patas. El urgach cayó. Pudo oír cómo se levantaban entre los svarts alfar gritos de terror y oyó asimismo el grito de agonía del caballo. Vio que Diar caía mientras el caballo se desplomaba y se debatía en mortal agonía. Vio que el slaug, encolerizado y enloquecido por la sangre, se disponía a despedazar al hombre caído…
Vio que una lanza, con la punta de un resplandeciente color blanquiazul, volaba entre las tinieblas e iba a clavarse en la garganta del slaug, matándolo al instante. Luego no vio nada más excepto al hombre que yacía en el suelo.
-Vamos, criatura -dijo Anuro Pendragon, que había arrojado la Lanza del Rey con una puntería casi increíble, dadas la escasa luz y la considerable distancia.
La cogió con suavidad del brazo y añadió:
-Deja que te lleve allá abajo con él.
Ella se dejó llevar a través de las cataratas de sus lágrimas. Era lejanamente consciente de la total confusión que reinaba entre las filas de la Oscuridad, del terror producido por la muerte del jefe. Se daba cuenta de que tras ella avanzaba gente a caballo, pero no sabía quiénes eran, fuera de Arturo, que la sostenía por el brazo.
Descendió la ladera y cabalgó por la oscura y pedregosa tierra hasta donde él yacía.
En torno ardían antorchas, surgidas quién sabía de dónde. Exhaló un extraño y desesperado suspiro y se enjugó las lágrimas con la manga del traje.
Luego desmontó y echó a andar. La cabeza de Diarmuid yacía en el regazo de Kell de Taerlindel; la sangre brotaba y brotaba sin cesar de la herida producida por la espada de Uathach e iba empapando el árido suelo.
Todavía no había muerto. Respiraba con rápidos y ligeros espasmos, pero cada aliento precipitaba un nuevo torrente de sangre. Tenía los ojos cerrados. Había más gente alrededor, pero a ella le pareció que estaban los dos solos en medio de la vastedad de una noche en un mundo sin estrellas.
Se arrodilló junto a él, y algo -con seguridad la instintiva conciencia de la presencia de ella- le hizo abrir los ojos. A la luz de las antorchas, los ojos de Sharra se encontraron por última vez con la mirada azul de Diarmuid. El trató de sonreír, de hablar. Pero sufría tanto que ella se dio cuenta de que no iba a conseguir ni siquiera articular palabra; por eso acercó su boca a la de él, lo besó y le dijo:
-Buenas noches, amor mio. No quiero decirte adiós. Espérame al lado del Tejedor. Si los dioses nos aman…
Trató de seguir, trató con todas sus fuerzas de seguir, pero las lágrimas la cegaban y le atenazaban la garganta. El rostro de él estaba pálido, completamente blanco a la luz de las antorchas. Había vuelto a cerrar los ojos. Ella podía sentir cómo la sangre seguía fluyendo de la herida, empapando la tierra sobre la que estaba arrodillada. Sabía que la estaba abandonando. Ningún poder mágico, ninguna voz divina podía traerlo al lugar adonde lo estaba llevando aquel silencioso y terrible sufrimiento. Había llegado irremediablemente el fin.
Luego, en un esfuerzo supremo, por última vez, él abrió los ojos y ella se dio cuenta de que sobraban las palabras. Leyó el mensaje en sus ojos y supo lo que le estaba pidiendo.
Era como si, allí, al final, hubieran llegado más allá de toda necesidad de hacer otra cosa que no fuera mirarse.
Levantó la cabeza y vio que Aileron estaba arrodillado al otro lado de Diarmuid, con el rostro desencajado como si hubiera recibido un latigazo y distorsionado por el sufrimiento.
Entonces entendió algo y fue capaz de encontrar un lugar en su corazón para compadecerlo. Tragó saliva y luchó por aclararse la garganta para poder hablar, para poder pronunciar las palabras de Diarmuid, puesto que él no podía hablar y ella tendría que prestarle su voz por última vez.
-Quiere que lo liberes -susurró-, que lo mandes de regreso a casa. Así no tendrá que volver por obra de la espada del urgach.
-¡Oh, Diar, no! -dijo Aileron.
Pero Diarmuid volvió la cabeza hacia Aileron, vencíendo el dolor que le producía moverse, respirando tan tenuemente que casi no alentaba, y miró a su hermano mayor al tiempo que asentía una vez con la cabeza.
Aileron permaneció quieto un buen rato, mientras los dos hijos de Ailell se miraban uno a otro bajo el parpadeo de las antorchas. Luego el soberano rey alargó una mano y acarició la mejilla de su hermano. Después miró a Sharra con expresión interrogante, pidiéndole permiso con sus oscuros ojos.
Y Sharra reunió todo el coraje de que era capaz y le concedió tal permiso, diciendo en su nombre y en el de Diarmuid:
-Que así sea hecho con amor.
Luego Aileron dan Ailell, el soberano rey, desenvaino la daga que llevaba al costado y apoyó la punta sobre el corazón de su hermano. Y Diarmuid movió una de sus manos para coger la de Sharra, y Aileron esperó a que se la llevara a los labios por última vez.
Todavía la retenía posada allí, todavía los ojos de ella seguían posados en los de él, cuando el cuchillo de su hermano, en nombre del amor, lo liberó del sufrimiento; entonces murió.
Aileron retiró la daga y la enfundó. Luego enterró el rostro entre las manos. Sharra apenas podía ver, pues las lágrimas la cegaban. Parecía que llovía por doquier en aquel claro, frío y estrellado atardecer de Andarien.
Diarmuid dan Ailell fue levantado por los brazos de su hermano del lugar donde había muerto, porque el soberano rey no hubiera permitido que ningún otro lo hiciera. Aileron lo llevó en brazos a través de la pedregosa llanura alumbrado por las antorchas que ardían en derredor. Subió la pendiente apretando el cadáver contra su pecho, y a su paso los hombres apartaban la vista para no ver la expresión del hermano vivo mientras trasladaba el cuerpo del hermano muerto.
Aquella noche, en Andarien, encendieron una pira. Lavaron el cuerpo de Diarmuid y lo vistieron de blanco y oro, ocultando las terribles heridas, y peinaron sus rubios cabellos.
Luego el soberano rey volvió a cogerlo en brazos por última vez y lo llevó al lugar donde había sido levantada la pira; allí depositó el cuerpo del hermano, lo besó en los labios y se retiró.
Después Teyrnon, el último mago de Brennin, se acercó con Barak, su fuente, y con Loren Manto de Plata y Matt Sóren, y todos ellos estuvieron llorándole en medio de la oscuridad. Luego Teyrnon tendió una mano, pronunció unas palabras mágicas y de sus dedos surgió un rayo de luz, de color blanco y oro como las ropas del difunto príncipe, y la pira ardió en llamas que consumieron el cadáver.
Así desapareció Diarmuid dan Ailell. Así aquel indomable esplendor se convirtió en llamas, luego en cenizas, y, por último, a través de las claras voces de los lios alfar, en una canción entonada bajo las estrellas.
Lejos de aquel fuego, en el norte, Darien se escondía entre las sombras bajo el puente de Valgrind. Hacía mucho frío allí, en los confines del Hielo, cuando el Sol se había puesto y no se podía ver ni oír ser viviente alguno. Miró más allá de las oscuras aguas del río atravesadas por ese puente, y en la otra orilla vio que se alzaba el enorme zigurat de Starkadh y que estremecedoras luces verdes brillaban desmayadamente en las tinieblas del poderoso hogar paterno.
Estaba completamente solo; por ningún lado había guardas apostados. ¿Qué necesidad tenía Rakorh Maugrim de guardas? ¿Quién se atrevería a aventurarse en aquel sacrílego lugar? Quizás un ejército, pero seria visible desde muy lejos a través de aquella vastedad sin árboles. Sólo un ejército podía llegar hasta allá, pero Darien, mientras se encaminaba hacia allí, había visto un enorme contingente de svarrs alfar y de urgachs que se dirigían hacia el sur. Eran tantos que parecían reducir la inmensidad de aquellos páramos. No creía que pudiera llegar hasta allí ejército alguno; mucho menos a través de aquellas hordas que había visto avanzar. A menudo se había visto obligado a esconderse, buscando cobijo entre las sombras de las rocas, desviándose cada vez más hacia el oeste mientras avanzaba hasta que las legiones de la Oscuridad lo rebasaran por el este.
Nadie lo había visto. Nadie lo estaba buscando, nadie buscaba a aquella criatura solitaria que avanzaba a tumbos hacia el norte durante una mañana y una tarde, durante un frío anochecer y una noche aún más fría. Con la pálida mole del Rangat en el este y la negra fortaleza de Starkadh cerniéndose más y más amenazadora a medida que se iba acercando, había llegado por fin hasta el puente y se había agazapado allí, escrutando más allá del Ungarch el lugar adonde tenía que ir.
Temblando, abrigándose con sus propios brazos, decidió no avanzar más aquella noche. Era preferible pasar otra fría noche a la intemperie que tratar de introducirse en aquel lugar rodeado por las tinieblas. Miró la daga que llevaba y la sacó de la vaina. El sonido, parecido al producido por la cuerda de un arpa, resonó ligeramente en el frío aire nocturno. La hoja tenía una veta de color azul y había otra aún más brillante en el mango.
Resplandecieron un poco bajo las heladas estrellas. Recordó lo que aquel pequeño ser, Flidais, le había dicho. Volvió a oír aquellas palabras en su mente, mientras enfundaba de nuevo el Lókdal. La magia de aquellas palabras formaba parte del regalo. Tendría que tenerlas en cuenta.
El metal del puente estaba muy frío cuando se apoyó en él, y también el suelo de piedra. Todo estaba muy frío en aquellos parajes tan al norte. Se arrebujó las manos en el suéter que llevaba. Su madre se lo había hecho para Finn….., que se había ido para siempre.
Y no había sido su madre, en realidad; lo había hecho Vae. Su madre era alta y muy hermosa, y lo había enviado lejos, y luego había enviado a aquel hombre, Lancelot, para que luchara con el demonio del bosque en defensa suya. No lo entendía. Se esforzaba por entenderlo, pero no había nadie que pudiera ayudarlo, y estaba helado, rendido y muy lejos.
Acababa de cerrar los ojos, junto a la orilla del río de aguas tenebrosas, medio escondido bajo el puente de hierro, cuando oyó un tremendo y ensordecedor ruido, como si allá arriba se hubiera abierto ruidosamente una enorme puerta. Se puso en pie de un salto y se asomó para mirar desde su escondrijo bajo el puente. Al hacerlo, fue golpeado por una ráfaga de viento que lo derribó y casi lo hizo caer al río.
Se incorporó con presteza escrutando el origen de aquel súbito ventarrón, y lejos, allá arriba, vio una enorme e informe sombra que se deslizaba hacia el sur emborronando a su paso la luz de las estrellas.
Luego oyó el ruido de la risa de su padre.
La cólera, en Dave Martyniuk, había sido siempre algo que explotaba abrasadoramente en su interior. Era la rabia de su padre, brusca, imparable; un río de lava que fluía en la mente y el corazón. Allí, en Fionavar, durante las batallas en las que había participado, lo había desbordado en todas las ocasiones la misma reacción: un fiero y destructor odio que consumía en su interior cualquier otro sentimiento.
Aquella mañana no sentía lo mismo. Aquella mañana se sentía como de hielo. Cuando se levantó el Sol y se aprestaron para la lucha, la frialdad de la furia que lo embargaba le resultaba totalmente ajena. Estaba más calmado, más despejado que nunca, como jamás recordaba haberlo estado, y se sentía embargado por una cólera peligrosa, implacable, que jamás hasta entonces había experimentado.
Allá arriba los cisnes volaban en círculo, llenando con sus graznidos amenazadores la luz de la mañana. Abajo, se hallaba reunido todo el ejército de la Oscuridad, tan numeroso que parecía oscurecer toda la llanura. Y a la vanguardia -Dave podía verlo ahora perfectamente- había un jefe nuevo: Galadan, por supuesto, el señor de los Lobos.
No era ninguna bendición, había murmurado Ivor antes de alejarse a caballo para recibir órdenes de Aileron. Era más peligroso incluso que Uathach, de una malicia mucho más sutil.
No importaba, pensó Dave, irguiéndose gallardamente en la silla de montar, consciente de las tímidas miradas que le dirigían los que pasaban junté a él. No importaba quién comandaba el ejército de Rakoth, no importaba quiénes iban a combatir contra él: lobos, svarts alfar, urgachs o cisnes mutantes. O cualquier otra cosa, en el número que fuera.
Que vinieran: los haría retroceder o los mataría antes de morir.
No sentía fuego. El fuego había ardido por la noche, cuando Diarmuid fue incinerado.
Ahora era de hielo, dueño totalmente de si mismo y listo para el combate. Haría lo que hubiera que hacer, fuera lo que fuese. Por Diarmuid y por Kevin Lame. Por los niños a los que había protegido en el bosque. Por el dolor de Sharra. Por Ginebra, Arturo y Lancelot.