Esta vez Rakoth había sabido aguardar, saboreando la maldad de mil años, contemplando cómo manaba la negra sangre hirviente de su muñón. Aguardaba, y en el momento apropiado hizo que la montaña estallara, y fabricó el invierno y luego la lluvia mortal que cayó sobre Eridu. Y sólo cuando se hubo puesto fin a la lluvia y al invierno, desplegó la fuerza de su ejército, y sólo después de eso, reservándolo para el final, para que aquella inesperada aparición rompiera en pedazos el corazón de quienes habían osado oponérsele, les envió al Dragón para abrasarlos, quemarlos y destruirlos.
Y así fue como se oscureció el Sol y la mitad del cielo sobre el campo de batalla de Andarien. El ejército de la Luz y el ejército de la Oscuridad, a la vez, cayeron de rodillas por el viento desatado que levantaban las alas del Dragón. El fuego ennegreció el seco suelo de la devastada Andarien a lo largo de kilómetros y kilómetros y aquella franja de tierra dos veces asolada ardió lentamente.
Y así fue como Tabor desenvainó la espada, y la resplandeciente criatura sobre la que montaba se elevó batiendo con fuerza las alas para internarse en la furia de aquel viento.
Ascendieron más y más, solos al final, como ambos sabían desde el principio que iba a suceder, y permanecieron flotando en el aire oscurecido, brillantes, magníficos, de una pequeñez conmovedora, esperando al Dragón.
Allá abajo, en la tierra, derribado de rodillas, Ivor dan Banor alzó la mirada sólo por un instante, y la imagen de su hijo en el cielo se grabó indeleblemente en los surcos de su cerebro. Luego apartó la vista y se cubrió el rostro con la ensangrentada manga, porque no podía seguir mirando.
Allá arriba, Tabor levantó la espada para atraer al Dragón. Pero no era necesario; el Dragón ya se había dado cuenta de su presencia. Lo vio apresurarse y tomar aliento para enviarles un río de llamas desde el horno de sus pulmones. Vio que era enorme e indescriptiblemente horrible: escamas negruzcas le cubrían el pellejo, y debajo tenía la piel moteada de color gris verdoso.
Sabía que no había nada ni nadie allá abajo, en la tierra batida por el viento, que pudiera enfrentarse a semejante monstruo. También supo, con sutil y tranquila certeza -en un último momento de calma allí, en las fauces del viento-, que sólo, sólo podrían hacer una cosa.
Y no disponía más que de un momento, precisamente aquel, para hacerlo, antes de que la llama del Dragón los redujera a cenizas.
Acarició la espléndida y lustrosa crin, y dijo con la voz de su mente: Ya está aquí. No tengas miedo, amor mio. Hagamos aquello por lo que nacimos.
No tengo miedo, le respondió ella con su voz mental, cuyas cadencias tan bien conocía él. Me has llamado bienamada desde el primer momento en que nos vimos. ¿Sabes que has sido mío?
El Dragón se cernía sobre ellos, cubriendo el cielo con su negrura. Se levantó un atronador y ensordecedor viento de insostenible fuerza. Pero Imraith-Nimphais se sostuvo firme, batiendo las alas más velozmente que nunca, con su cuerno convertido en un punto de cegadora luz en medio del atronador caos que reinaba en el cielo.
Claro que lo sé, le transmitió Tabor, con un último pensamiento. Ahora vamos, amada mía, debemos matarlo mientras morimos.
E Imralth-Nimphais se esforzó por elevarse de algún modo, por avanzar de algún modo hacia el remolino del viento del Dragón, y Tabor se agarró a sus crines con todas sus fuerzas dejando caer la espada, que ya no le servía para nada. Se levantaron por encima del Dragón; lo vio levantar la cabeza y abrir la boca.
Pero ellos se precipitaban como el rayo contra él, descendiendo como una saeta de asesina luz disparada contra la asquerosa cabeza. Solos los dos al final, convertidos en una espada viviente que podía estallar con la incandescente y vertiginosa velocidad, con el cuerno iluminado como una estrella, se dirigieron directamente contra el cerebro del Dragón para atravesarle piel y músculos, cartílagos y huesos, y así matarlo mientras morían.
Cuando estaban al borde del impacto, al borde del final de todas las cosas, Tabor vio que el Dragón entrecerraba los ojos sin párpados. Miró hacia abajo y vio aparecer la primera lengua de fuego por la garganta abierta. ¡Demasiado tarde! Sabía que era demasiado tarde. Iban a estrellarse justo a tiempo. Cerró los ojos…
¡Y sintió que era arrojado por Imrairh-Nimphais dando tumbos y volteretas! Gritó y su voz se perdió en el cataclismo. Salió despedido por los aires como una hoja desprendida del árbol. Empezó a caer.
En su mente oyó que una voz mental, clara y dulce como suenan las campanas sobre las praderas del verano, le decía con las más dulces cadencias del amor: ¡Acuérdate de mí!
Luego ella se estrelló contra el Dragón en el punto máximo de su velocidad.
El cuerno hendió el cráneo y todo su cuerpo se introdujo por aquel agujero, como una espada viviente, y del mismo modo en que Imraith-Nimphais había resplandecido en vida como una estrella, asimismo explotó al morir, como una estrella. El fuego del Dragón ardió en su interior quemándolos a los dos a la vez. Cayeron en llamas sobre la tierra, al oeste del campo de batalla, y se estrellaron con tal fuerza que el impacto sacudió la tierra hasta Gwynir por el este y hasta los muros de Starkadh por el norte.
Y Tabor dan Ivor, arrojado libre por un acto supremo de amor, cayó a plomo tras ellos desde una altura mortal.
Cuando apareció el Dragón, Kim cayó de hinojos, no sólo por la fuerza del viento que levantaban las alas, sino por la conciencia de su propia insensatez. Ahora sabía por qué el Baelrath se había iluminado ante el Dragón de Cristal de Calor Diman. Por qué Macha y Nemain, las diosas de la guerra a quienes servia la Piedra de la Guerra, habían sabido que el espíritu guardián de los enanos seria una ayuda imprescindible, fuera cual fuese el precio.
Y ella se había negado. Empujada por su soberbia, por sus personales reglas de moral, se había negado a exigir de los enanos ese precio o a pagarlo ella misma. Se había negado a aceptar, en la última prueba, la responsabilidad que entrañaba el Baelrath. Y
por eso ahora, Tabor dan Ivor, en desesperanzada desventaja, se elevaba por los cielos, a través del viento, para pagar el precio al que ella se había negado.
Si es que podía. Si es que todos ellos podían pagar tal precio. En efecto, el Dragón que se cernía sobre ellos significaba el final de todo. Kim lo sabía muy bien y también todos los que estaban en la colina y allá abajo, en la ensangrentada llanura.
Abrumada por un sentimiento de culpabilidad que le nublaba todos los sentidos, Kim contemplaba cómo Imraith-Nimphais luchaba con desesperación por sostenerse en el aire contra las aniquiladoras ráfagas de viento que levantaba el Dragón.
Una mano se aferró a su hombro: la de Gereinr. No tenía idea de cómo el anciano chamán se había enterado de lo que ella había hecho, pero nada referente a Gereint podía ya sorprenderla. Estaba claro que lo sabía y que estaba buscando, allí, al final, la manera de consolarla, como si ella tuviera derecho a pedir consuelo.
Parpadeando para alejar las lágrimas de sus ojos, vio que las monstruosas y articuladas alas del Dragón, de color negruzco, batían el aire. El Sol se había oscurecido; una enorme y amenazadora oscuridad se cernía sobre la tierra. El Dragón abrió la boca y Kim vio que Tabor dejaba caer la espada. Y luego, sin dar crédito a sus ojos, estupefacta, vio que la gloriosa criatura sobre la que montaba, regalo de la diosa, resplandeciente, de doble filo, comenzaba a moverse hacia el remolino, directamente hacia la abrumadora inmensidad del Dragón de Maugrim.
Junto a ella, Gereint continuaba en pie pese a la fuerza del viento, con el rostro de piedra, expectante. Alguien gritó de miedo y pavor. El cuerno de Imraith-Nimphais era un resplandor de gloria en el borde mismo de la noche.
Luego se hizo borroso, al moverse con tal velocidad que casi se hacía invisible, mientras lograba encontrar, en algún lugar de su ser, una velocidad aún mayor, aún más desafiante. Y Kim por fin se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y del precio que debería pagarse.
-¡Teyrnon! -gritó de pronto Paul Schafer con toda la fuerza de sus pulmones, venciendo al mismo viento-. ¡Rápido! ¡Prepárate!
El mago le dirigió una asombrada mirada, pero Barak, sin preguntar nada, luchó por levantarse, cerró los ojos y se preparo.
Y en aquel momento vieron que Tabor era arrojado por los aires.
Luego Imraith-Nimphais chocó con el Dragón y en el cielo exploró una cegadora bola de fuego.
-¡Teyrnon! -gritó otra vez Paul.
-¡Ya lo veo! -gritó a su vez el mago.
El sudor le resbalaba por el rostro. Tenía las manos completamente extendidas. El poder surgía de ellas en resplandecientes oleadas, mientras se esforzaban por interceptar la irremediable caída del muchacho que se precipitaba a tierra desde tanta altura.
El Dragón se estrelló contra la tierra con un estrépito semejante al que produciría el derrumbe de una montaña. En torno a Kim, la gente cayó al suelo con el temblor de la tierra como las fichas de un domino. De algún modo, Gereint pudo guardar el equilibrio y permaneció en pie junto a ella con la mano sobre su hombro.
Y también permanecieron en pie Teyrnon y Barak. Pero cuando Kim levantó la mirada, vio que Tabor seguía cayendo, aunque más despacio, dando vueltas como un juguete roto.
-¡Está demasiado lejos! -gritó desesperado Teyrnon-. ¡No puedo detenerlo!
Trató, sin embargo, de hacerlo. Y Barak, temblándole todos los miembros, luchaba por proporcionarle el poder mágico que pudiera interceptar tan terrible caída.
-¡Mira! -dijo Paul.
Por el rabillo del ojo, Kim vio un relampagueante movimiento en la llanura. Se volvió.
Un raithen de Danilorh corría a gran velocidad en dirección oeste. Tabor caía cabeza abajo, a menor velocidad gracias a la magia de Teyrnon, pero estaba inconsciente e incapaz de prestarse la menor ayuda. El raithen corría como una bala por la llanura, hermano de plata y oro de la mismísima Imraith-Nimphais. Sobre su lomo, Arturo Pendragon dejó caer la Lanza del Rey y se alzó sobre los estribos. El raithen reunió todas sus fuerzas y pegó un salto. Y, mientras lo hacía, Arturo tendió los brazos hacia el muchacho que caía en barrena hacia las tinieblas y con sus fuertes manos detuvo su caída y lo apretó contra su pecho al tiempo que el raithen perdía velocidad hasta detenerse.
Corriendo en pos de él, Lancelot se inclinó desde la silla de montar y cogió la lanza que Arturo había dejado caer. Luego los dos juntos se dirigieron hacia el sur subiendo la ladera y se detuvieron en la cima desde donde Kim, Gereint y los demás contemplaban la hazaña.
-Creo que está bien -dijo Arturo lacónicamente.
Tabor estaba de un blanco ceniciento, pero no parecía haber recibido herida alguna.
Kim vio que respiraba.
Miró a Arturo. La sangre cubría todo su cuerpo; una herida sobre el ojo sangraba sin cesar y le privaba parcialmente de la vista. Kim se les acercó y esperó a que depositara a Tabor en tierra ayudado por un buen número de manos; luego hizo que Arturo desmontara y le curó la herida lo mejor que pudo. Podía ver la mano destrozada de Lancelot, incluso a través del guante que llevaba, pero ni ella ni nadie podían curarlo.
Detrás de ella, Jaelle y Sharra se las arreglaban para atender a Tabor, y Loren se había arrodillado junto a Barak, que había sufrido un desmayo. Se recobrarían pronto, no le cabía la menor duda. Los dos se recobrarían, aunque Tabor llevaría una herida en su espíritu que sólo el tiempo podría remediar. Si es que les era concedido ese tiempo. Si se les permitía sobrevivir a aquel día.
Con impaciencia, Arturo soportaba la cura. No paraba de hablar mientras ella trabajaba, dando crispadas órdenes a los aubereis reunidos en torno. Envió a uno de ellos a Ivor para que le llevase noticias de su hijo. Abajo, en la llanura, el ejército de la Luz se batía de nuevo, con una pasión y una esperanza nuevas en aquel atardecer. Mirando hacia abajo, Kim vio que Aileron se abrió paso a tajos entre los urgachs y los lobos seguido por los hombres de Diarmuid, esforzándose en reunirse con los enanos que combatían en el centro.
-Ahora tenemos una oportunidad -dijo Teyrnon jadeando con fatiga-. Tabor nos ha brindado una oportunidad.
Lo sé -dijo Arturo.
Se alejó de Kim para correr a toda prisa hacia abajo. Entonces ella lo vio detenerse.
Junto a él, el rostro de Lancelot se había puesto ceniciento, tan pálido como el de Tabor.
Kim siguió la dirección de sus miradas y sintió que el corazón se le encogía con una pena más allá de las palabras.
-¿Qué ocurre? -le preguntó Gereint con premura-. ¡Dime lo que ves!
Decirle lo que veía… En aquellos momentos, cuando parecía que la esperanza había renacido de la muerte segura, veía el fin de la esperanza.
-Refuerzos -dijo-. Y muchos, Gereint. Vienen en gran número desde el norte para unirse al ejército. Demasiados, chamán. Creo que son demasiados.
Se hizo el silencio sobre la colina. Luego Gereint dijo con toda tranquilidad:
-Nunca serán demasiados.
Arturo se volvió al oír tan reposadas palabras. En sus ojos había una pasión que borraba todo lo que Kim había visto antes en ellos. Repitió como un eco:
-Tienes razón, chamán. Nunca serán demasiados.
Y el raithen se lanzó colina abajo llevando de nuevo al Guerrero a la guerra.
Sólo durante un segundo, Lancelor se quedó atrás. Kim lo vio mirar, como si lo hiciera contra su voluntad, a Ginebra, que le devolvió la mirada. No se dijeron ni una palabra, pero en el aire flotaba un adiós, y un amor al que incluso entonces se le negaba el solaz y la paz de ser confesado.
Luego, también él desenvainó la espada y se lanzó como el trueno hacia la batalla que se libraba abajo.
Más allá del campo de batalla, al norte, la llanura de Andarien desaparecía de la vista, oscurecida por el apresurado avance de la segunda oleada del ejército de Rakorh: una oleada, veía Kim, tan enorme como la primera. El Dragón había muerto, pero aquello apenas parecía importar. Sólo les había proporcionado tiempo, muy poco tiempo, marcado a fuego para ser pagado con sangre, pero dirigido inexorablemente al mismo fin, que no era otro que la Oscuridad.
-¿Estamos perdidos? -preguntó Jaelle alzando la mirada desde donde estaba, arrodillada junto a Tabor.
Kim la miró, pero fue Paul, de los allí congregados, quien le contestó: