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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (56 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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-Quizás -dijo con una voz que encerraba algo más que sus propias cadencias-. Así parece, me temo. Pero nos queda un último hilo fruto del azar, en medio de los que se han entretejido en este día, y yo no reconoceré el triunfo de la Oscuridad hasta que ese hilo se haya roto.

Mientras hablaba, el conocimiento consciente se abría camino a través del espíritu de Kim, tomando la forma de una imagen que era como un sueño. Miró por un instante a Jennifer, y luego su mirada se dirigió al norte, más allá del campo de batalla, más allá del atronador avance de los refuerzos de Maugrim -que ya habían sido vistos allá abajo, pues por doquier se alzaban gritos de cruel y salvaje triunfo-, más allá de la oscurecida línea de tierra asolada por el fuego que señalaba el lugar donde se había precipitado el Dragón.

Más allá de todo aquello, lejos, muy lejos, Kim miraba un lugar que sólo había visto por medio de la visión que había hecho aparecer Eilathen al levantarse sobre su lago hacía muchísimo tiempo.

Starkadh.

Capítulo 16

La carcajada lo había asustado. Darien pasó una fría y espantosa noche, preñada de sueños que no podía recordar cuando hubo llegado la mañana. Con el Sol templó un poco; era verano, incluso en aquellas tierras septentrionales. Pero todavía se sentía asustado e irresoluto, ahora que había llegado al final del viaje. Cuando fue a lavarse la cara en el río, el agua estaba oleosa y algo le mordió el dedo, causándole sangre.

Retrocedió.

Durante un buen rato permaneció inmóvil, escondido bajo el puente, sin decidirse a moverse. Moverse sería algo decisivo, sería el final. Reinaba un misterioso silencio. El Ungarch fluía lentamente, sin ruido alguno. Aparte de lo que lo había mordido, no había ninguna señal de vida. No desde que el Dragón había pasado volando hacia el sur, una negra silueta en la negrura. No desde que había oído la carcajada de su padre.

No había pájaros que cantaran, pese a que era pleno verano y de mañana. Era un lugar de ruina y desolación, y al otro lado del río se alzaban las torres de su padre, desafiando el cielo, tan negras que parecían tragarse la luz. En cierto modo era aún peor a la luz del día. No había sombras oscuras que embotaran el impacto del agobio que producía Starkadh. La fortaleza de un dios, con sus enormes, brutales y amontonadas piedras, desnuda e informe, salvo por un puñado de dispersas y casi invisibles ventanas en lo más alto. Agazapado bajo el puente, Darien miraba el camino que conducía a las puertas de hierro, y el temor se agitaba en su interior como un ser viviente.

Trató de dominarlo. Trató de extraer fuerzas de la imagen de Finn, de la visión de su hermano venciendo ese terror. No dio resultado; por mucho que lo intentaba no lograba imaginarse a Finn en ese lugar. Lo mismo ocurría cuando trataba de extraer coraje del recuerdo de Lancelot en el bosquecillo sagrado. Tampoco aquello lo ayudaba; no podía imaginárselo.

Permanecía allí, solo y asustado, y de vez en cuando, sin darse cuenta, su mano volvía una y otra vez a tocar la gema sin vida que llevaba en la frente. El Sol se elevaba en el cielo. Al este resplandecía el Rangar, con su cima deslumbradoramente blanca, pavorosa, inaccesible. Darien no supo por qué, pero después de haber mirado la montaña se puso en pie.

Salió de su escondrijo para ponerse al descubierto bajo la luz del Sol y echó a andar por el puente de Valgrind. Le pareció que todo el mundo que se extendía en varias leguas a la redonda resonaba con el eco de sus pisadas. Se detuvo con el corazón palpitante y comprobó que sólo era producto de su imaginación. Sus pisadas eran pequeñas y ligeras, como él; el eco era exagerado por los recovecos de su mente.

Continuó avanzando. Cruzó el río Ungarch y se detuvo por fin ante las puertas de Starkadh. No lo habían visto, aunque estaba totalmente al descubierto en la desierta monotonía de aquel paisaje: un muchacho con un suéter que no le sentaba bien aunque estaba tejido con esmero, con una daga en la mano y los cabellos despejados por la diadema que llevaba en la frente. A la luz del Sol sus ojos eran azules.

Poco después se volvieron rojos, y el muchacho desapareció. Una lechuza, blanca como las nieves ya derretidas, alzó el vuelo y se posó en el estrecho alféizar de una ventana practicada a media altura de la negra fachada de Starkadh. Si lo hubieran visto, habrían dado la alarma.

No lo habían visto; no había guardias. ¿Qué necesidad había de guardias en semejante lugar?

Con la apariencia de lechuza, Darien, posado en el antepecho de la ventana, miró hacia adentro. No había nadie. Encrespó las plumas, luchando contra el entumecedor miedo, y luego sus ojos volvieron a llamear y recuperó de nuevo su apariencia habitual.

Con precaución se deslizó desde la ventana y así por fin entró en la fortaleza en la que había sido concebido. Abajo, mucho más abajo, su madre había yacido en una cámara subterránea en las entrañas de aquel lugar, y, una mañana muy semejante a aquella, Rakoth Maugrim había aparecido junto a ella y había hecho lo que había hecho.

Darien echó una mirada en torno. Parecía que dentro de aquellos muros siempre fuera de noche: por aquella única ventana apenas entraba la luz del Sol. La luz del día parecía morir apenas llegaba a Starkadh. Unas luces instaladas en los muros desprendían una iluminación verde y mortecina. Un insoportable hedor inundaba la habitación, y, cuando los ojos de Darien se hubieron acostumbrado a la siniestra textura de la luz, pudo distinguir formas de cadáveres medio putrefactos en el suelo. Eran svarts alfar y sus cuerpos apestaban. Comprendió de pronto dónde estaba y por qué había una ventana en aquel lugar: era el sitio adonde regresaban los cisnes para alimentarse. Recordó el olor de los que había matado. Era el mismo que ahora lo rodeaba.

El apestoso hedor lo atenazó. Caminó dando tumbos hacia la puerta. Sus pies aplastaban algo viscoso y resbaladizo al avanzar, pero ni siquiera miró para ver qué era.

Abrió la puerta y casi cayó jadeando en el corredor, sin preocuparse por ser visto.

Y fue visto. Un urgach enorme, de afiladas zarpas, se volvió hacia él a poco más de un metro de distancia. Gruñó con estupefacta sorpresa y abrió la boca para dar la alarma…

Y cayó muerto. Darien se irguió. Sus ojos volvieron a ser de nuevo azules. Bajó el brazo que había extendido amenazadoramente contra el urgach y exhaló un suspiro. El poder lo inundaba, triunfante y exultante. Nunca se había sentido tan fuerte. El urgach había desaparecido; ¡no había la más mínima señal de que alguna vez hubiera estado allí! Lo había aniquilado con una simple oleada de poder.

Escuchó con atención por si oía ruido de pisadas Nada en absoluto. No parecía que se hubiese dado alarma alguna. Tampoco importaría demasiado, Pensó Darien.

El temor se había desvanecido. En su lugar experimentaba una creciente sensación de poder. Nunca había sabido cuán poderoso era: nunca había sido tan fuerte. Estaba en la fortaleza de su padre, el lugar en el que había sido concebido. El hogar, pues, de su rojo poder.

Era un digno hijo de su padre, un aliado. Incluso su igual, quizás. Traía como regalo algo más que una daga fabricada por los enanos Se traía a sí mismo. ¡En aquel lugar podía reducir un urgach a la nada con un simple movimiento de la mano! ¿Cómo no iba su padre a recibirlo bien en tiempos de guerra?

Darien cerró los ojos, dejó en libertad sus sentidos y encontró lo que estaba buscando.

Por encima de él, en toda la fortaleza, flotaba una presencia infinitamente distinta de todo lo que Darien conocía, una presencia que no se parecía a ninguna otra. La aureola de un dios.

Encontró la escalera y comenzó a subir. Ya no tenía miedo. Sentía poder y una especie de alegría. La funda de la daga brillaba muy azul en su mano. La Diadema estaba apagada y muerta pero ya no alzaba la mano para tocarla, no desde que había matado al urgach.

Mató a dos más mientras avanzaba, exactamente del mismo modo, moviendo la mano con idéntica facilidad, sintiendo que el poder fluía de su mente. Sentía que le quedaba mucho más en reserva. Si lo hubiera sabido, pensó, si hubiera sabido cómo acceder a tal poder, habría reducido a pedazos él solo al demonio del bosquecillo sagrado. No habría necesitado la ayuda ni de Lancelor ni de ningún otro enviado de su madre.

Ni siquiera alteró el paso al acordarse de ella. Estaba muy lejos y lo había rechazado Y

en aquel lugar era mucho más de lo que jamás hubiera imaginado llegar a ser. Siguió subiendo, sin acusar cansancio, uno tras otro los escalones de la tortuosa escalera. Tenía deseos de correr, pero se obligaba a ir despacio para poder llegar revestido de dignidad, con el regalo en las manos, ofreciendo todo su ser. Ni siquiera las verdes luces de los muros le parecían ya frías o ajenas.

Era Darien dan Rakorh que regresaba a casa.

Sabía con exactitud adónde se dirigía. Mientras iba ascendiendo, la aureola del poder de su padre se hacía más patente, paso a paso. Luego, casi en el último recodo de la escalera, Darien se detuvo.

Un atronador temblor agitó la tierra hacia el norte, sacudiendo los cimientos de Starkadh. Y un momento después sonó arriba un grito, un aullido sin palabras de frustrado deseo, de rabia desbordante. Era un sonido desmesuradamente grande y brutal. La esperanza que embargaba a Darien se amedrentó ante el odio que colmaba aquel grito.

Se quedó muy quieto, jadeando, luchando contra el terror que de nuevo lo invadía en oleadas. Todavía tenía poder y supo lo que había sucedido. El Dragón había muerto.

Ninguna otra cosa al caer sobre Fionavar podría haber sacudido la tierra de aquel modo.

Los muros de la fortaleza siguieron temblando largo rato.

Luego cesaron y de nuevo reinó el silencio, pero con una textura diferente. Darien permaneció clavado donde estaba, y un pensamiento nacido de la esperanza solitaria surgió en su mente: «¡Ahora me necesita más que nunca! ¡El dragón ha desaparecido!».

Subió un escalón del último tramo y al hacerlo sintió que el martillo de un dios golpeaba su mente. Y con el martillazo oyó una voz.

¡Ven!, lo oyó decir Darien. El sonido se convirtió en todo su universo, borró todo lo demás. Toda Starkadh resonó con el eco. Sé que estás ahí me gustaría ver tu cara.

Quería llegar hasta allí; se había estado dirigiendo hacia allí, pero ahora los pies eran independientes de su deseo. No habría podido resistir por mucho que lo hubiera intentado, pese al poder que lo embargaba. Con la más amarga ironía, recordó la arrogancia que había sentido momentos antes: había creído que era un igual a Maugrim.

No había nadie que pudiera igualar a Maugrim.

Y con esa constatación subió el último tramo de las escaleras de Starkadh y llegó a una vasta cámara, rodeada totalmente de cristales que, sin embargo, vistos desde fuera, parecían tan negros como los muros. La mente de Darien empezó a dar vertiginosas vueltas ante la perspectiva que se abría desde aquellos ventanales.

Estaba viendo la batalla que se estaba librando en Andarien.

Desde los altos ventanales de Starkadh, la llanura de la batalla se extendía a sus pies hacia el sur. Parecía como si estuvieran sobrevolándola: y poco después se dio cuenta de que, en efecto, así era. Las ventanas -por un poder que ni siquiera podía empezar a desentrañar- mostraban lo que veían los cisnes que sobrevolaban Andarien en circulo. Y los cisnes eran los ojos de Rakoth.

Que era quien estaba allí.

Que lo miraba, por fin, enorme, inefablemente poderoso en la sede de su poder.

Rakoth Maugrim el Desenmarañador, que había penetrado en los mundos desde más allá de los muros del tiempo, desde más allá de las Salas del Tejedor, aunque no había en el Tapiz ningún hilo que estuviera marcado con su nombre. Sin rostro, miró desde la ventana al que había entrado, al que se había atrevido a entrar, y Darien entonces se echó a temblar con todos sus miembros y se habría caído al suelo si la roja mirada de su padre no hubiera sostenido su cuerpo.

Vio las gotas negras y humeantes que caían del muñón de la mano de su padre. Luego el martilleo de antes borró todo, mientras sentía que su mente era golpeada por el sondeo a que lo sometía el Desenmarañador. No podía ni moverse ni hablar. El terror le atenazaba con firmeza la garganta. La voluntad de Rakorh lo avasallaba; estaba en todas partes, golpeando, martilleando en las puertas de su ser. Exigiendo que le flanqueara el paso, martilleando una sola pregunta una y otra vez hasta tal punto que Darien creyó que iba a volverse loco.

¿Quién eres?, gritó su padre sin palabras, golpeando sin cesar en el umbral del alma de Darien. No había nada que Darien pudiera hacer.

Excepto prohibirle la entrada.

Y lo hizo. Sin moverse, literalmente paralizado, permaneció inmóvil en presencia del más tenebroso dios de todos los mundos y mantuvo a Maugrim a raya. Había desaparecido su poder; no podía hacer nada, no había nada que pudiera decir. El mismo era nada en aquel lugar, excepto por una sola cosa. Era lo bastante fuerte, como nadie en ningún mundo lo había sido jamás, y podía por tanto preservar su mente en Starkadh: podía guardar su secreto.

Podía oir la pregunta que Rakoth le gritaba. Era la pregunta que había venido dispuesto a contestar, dispuesto a ofrecer la respuesta como un regalo. Pero puesto que se la exigían de aquella forma, puesto que Maugrim quería arrancársela como una venda de una herida, dejándolo indefenso y desnudo, Darien dijo no con toda su alma.

Exactamente igual que había hecho su madre en ese lugar. Aunque ella no había sido tan fuerte. Era solo mortal, aunque una reina, y al final había sido vencida.

O no del todo. «No tendrás nada de mi que no me arranques por la fuerza», le había dicho a Rakoth Maugrim. Y él se había echado a reír y se había dispuesto a arrancarle absolutamente todo por la fuerza. Pero no había tenido necesidad. Ella estaba por completo a su merced. Maugrim había desgarrado y destrozado su alma y, cuando hubo acabado, la había dejado, como una caña rota, para que se divirtieran con ella y la mataran.

Pero no había sido vencida. De algún modo había quedado en su alma un sostén al que todavía podía asirse el recuerdo del amor, y Kimberly la había encontrado agarrada a ese sostén y la había rescatado.

Y había dado a luz al niño que ahora estaba allí, negándose a entregar su mente y su alma.

Rakoth podía matarlo, Darien lo sabia muy bien, con la misma facilidad con que él mismo había matado al urgach o a los cisnes. Pero había algo -no estaba seguro de lo que era-, había algo que con el hecho de resistir se salvaba del naufragio de su vida.

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