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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (60 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Muy despacio, tan claramente como pudo, Jaelle le dijo:

-La Caza se ha marchado. Uno de los paraikos llegó y los encadenó llevándolos de nuevo a la cueva con el hechizo que los retenía allí.

Él hizo una seña de asentimiento. Parecía que entendía. No podía dejar de hacerlo, puesto que había formado parte de la Caza Salvaje. Pero ahora era sólo un muchacho moribundo, con la cabeza en el regazo de su padre.

Todavía tenía los ojos abiertos. Con una voz tan débil que ella tuvo que inclinarse para oírlo, dijo:

-Entonces, ¿estuve acertado en lo que hice?

Oyó que Shahar emitía un pequeño gemido desde lo más profundo de su pecho. A través de las lágrimas le contestó:

-Estuviste más que acertado, Finn. Lo hiciste todo acertadamente. Todas y cada una de las cosas, desde el principio.

Lo vio sonreír. La sangre volvió a brotar y ella de nuevo la enjugó con el borde de la manga. El tosió y dijo:

-No quería derribarme, puedes estar segura.

A Jaelle le llevó un momento adivinar que se estaba refiriendo al caballo.

-Estaba muy asustado -dijo Finn-. No estaba acostumbrado a volar tan lejos de los demás. Estaba simplemente asustado.

-¡Oh, hijo mío! -dijo Shahar con voz ronca-. No desperdicies tu fuerza.

Finn le tendió la mano a su padre. Cerró los ojos y su respiración se hizo más lenta.

Las lágrimas no dejaban de correr por las mejillas de Jaelle. Luego Finn volvió a abrir los ojos.

La miró fijamente y susurró:

-¿Querrás decirle a Leila que la oí? ¿Que me disponía a volver con ella?

Jaelle asintió con la vista nublada.

-Creo que ya lo sabe. Pero, de todas formas, se lo diré, Finn.

Él sonrió al oírla. En sus oscuros ojos se reflejaba un dolor inmenso, pero también una tranquila paz. Permaneció callado un buen rato, como si ya no le quedaran fuerzas, pero luego quiso preguntar algo más, y la sacerdotisa supo que era la última pregunta, porque él así lo quería.

-¿Dan? -preguntó.

Aquella vez ella no pudo contestar. Tenía la garganta totalmente atenazada por el dolor.

Fue Pwyll quien habló. Con una compasión infinita, dijo: También él estuvo acertado en lo que hizo. En todo. Se ha ido para siempre, pero mató a Rakorh Maugrim antes de morir.

Los ojos de Finn se agrandaron por última vez al oírlo. Había en ellos alegría, y un inmenso dolor, pero al final había también una paz sin limites ni fronteras, justo al borde de la oscuridad.

-¡Oh, pequeña criatura! -dijo.

Y luego murió con las manos de su padre entre las suyas.

En los días que siguieron fue tomando cuerpo una leyenda, un cuento que fue creciendo, quizás, porque muchos de los que vivieron aquellos días querían que fuese verdad. Un cuento de cómo al alma de Darien, que había echado a volar antes que la de su hermano, le fue permitido aguardar en un espacio sin tiempo entre las estrellas a que se reuniera con ella la de Finn.

Y luego la leyenda contaba cómo los dos atravesaron juntos los muros de la Noche que rodean todos los mundos para alcanzar el resplandor de las Salas del Tejedor. Y el alma de Darien tenía la apariencia que tenía cuando era pequeño, cuando era Dan, y los ojos de esa alma eran azules y los de Finn marrones mientras se encaminaban hacia la Luz.

Así se formó la leyenda, nacida del sufrimiento y del anhelo de los corazones.

Jaelle, la suma sacerdotisa, se levantó aquel día de la diestra de Finn, y vio que el Sol poniente había llevado la tarde hacia el crepúsculo.

Luego Pwyll se levantó también, y Jaelle miró su rostro y distinguió en él un poder tan profundo y patente que sintió miedo.

Y fue el señor del Árbol del Verano, el Dos Veces Nacido de Mórnir, quien habló:

-En medio de todo el dolor y toda la alegría sobrevenidos este día -dijo Pwyll, que parecía ver a través de ella-, sólo nos queda una cosa por hacer, y creo que me corresponde a mi.

Pasó lentamente junto a ella, lentamente, y ella se volvió y vio, a la luz del crepúsculo, que todos se habían reunido en la llanura en torno a Galadan. Estaban inmóviles, como estatuas o figuras detenidas en el tiempo.

Dejando a Shahar solo con su hijo, caminó tras Paul, con la diadema de plata en la mano. Por encima de la cabeza, mientras descendía hacia la llanura, oyó el invisible y rápido aletear de los cuervos, Pensamiento y Memoria. No sabía lo que él se disponía a hacer, pero en aquel momento supo otra cosa, una verdad que yacía en lo más profundo de su corazón, mientras contemplaba cómo el corro de hombres se abría para dejar pasar a Pwyll, que se encontró frente a frente con el señor de los andains.

De pie junto a Loren, con Ruana al otro lado, Kim contempló cómo Paul llegaba hasta el corro, y la asaltó la súbita y extraña imagen -que se desvaneció tan deprisa como había aparecido- de Kevin Lame, riéndose despreocupadamente en la sala de reuniones, cuando todavía no había ocurrido nada. Nada de nada.

En Andarien reinaba eí silencio. Con la luz roja del crepúsculo los rostros de los allí congregados parecían iluminados por un extraño fulgor. Una suave brisa soplaba del oeste. Por doquier yacían cadáveres.

En medio de los vivos, Paul Schafer se encaró con Galadan y le dijo:

-Nos encontramos por tercera vez, como te prometí que sucedería. Ya te dije en mi mundo que la tercera vez que nos encontráramos me las pagarías.

Hablaba con voz baja y lenta, pero cargada de infinita autoridad. Kim vio que Paul había reservado todas sus fuerzas para ese momento e incluso las había aumentado con aquello en lo que se había convertido en Fionavar. En especial desde que la guerra había acabado. Porque, en efecto, ella había estado en lo cierto: el de Paul no era un poder de combate. Era algo más y había emergido en aquellos momentos desde lo más profundo de su espíritu.

-Señor de los Lobos -dijo-, puedo ver en cualquier oscuridad que puedas hacer aparecer y puedo romper en pedazos cualquier daga que trates de arrojarme. Creo que sabes que es bien cierto.

Galadan permanecía muy quieto, prestándole muchísima atención. Tenía muy erguida la aristocrática cabeza cubierta de cicatrices; la mancha plateada brillaba entre los negros cabellos a la luz del crepúsculo. El Cuerno de Owein yacía a sus pies como un juguete roto.

-No me quedan dagas que arrojarte -dijo-. Podría haber sido distinto si no te hubiera salvado el perro en el Árbol, pero ya no me queda nada, Dos Veces Nacido. La suerte está echada.

Kim escuchaba y trataba de no dejarse conmover por la fatiga centenaria que latía en aquella voz.

Galadan se volvió hacia Ruana.

-Durante más años de los que puedo recordar -dijo con gravedad-, los paraikos de Khath Meigol han perturbado mis sueños. Mientras dormía, las sombras de los gigantes hacían desmoronarse la imagen de mi anhelo. Ahora ya sé por qué. Connía entretejió hace muchos anos un poderoso hechizo que podría encadenar hoy a la Caza Salvaje.

Se inclinó con visible ironía ante Ruana, que lo miraba sin pestañear, sin decir nada.

Esperando.

Una vez más, Galadan miró a Paul, y por segunda vez repitió:

-Todo ha terminado. No me queda nada. Si tenias la esperanza de un enfrentamiento, ahora que eres dueño de tu poder, temo tener que decepcionarte. Te agradeceré cualquier medio que elijas para acabar conmigo. Tal como han ocurrido las cosas, habría sido mejor haber acabado hace mucho tiempo. Habría sido mejor que yo también hubiera saltado de la torre.

Kim se dio cuenta de que la situación los sobrepasaba. Se mordió el labio mientras Paul decía tranquilamente, con una calma absoluta: o tiene por qué haberse terminado todo, Galadan. Oíste el Cuerno de Owein. Nadie auténticamente malvado puede oír el cuerno. ¿No permitirás que esa verdad te haga volver?

Se levantó un ligero murmullo, que se acalló poco después. Galadan había palidecido de pronto.

-Oi el cuerno -admitió, como contra su deseo-. No sé por qué. ¿Cómo podría volver, Dos Veces Nacido? ¿Adónde podría ir?

Paul no contestó. Se limitó a levantar un dedo señalando hacia el sudeste.

Allí a lo lejos, sobre la colina, se erguía, desnudo y majestuoso, un dios. Los rayos del Sol poniente se inclinaban sobre la tierra y su cuerpo relucía de color rojo y bronce con esa luz; también resplandecían las afiladas ramas de los cuernos sobre la cabeza.

El ciervo astado de Cernan.

Kim comprendió que sólo a fuerza de pura voluntad pudo Galadan permanecer en pie cuando hubo visto que su padre había llegado. Su rostro estaba completamente blanco.

Paul, dueño absoluto de la situación, voz del dios, dijo:

-Puedo garantizarte el final de tus anhelos, y te lo garantizaré si me lo pides otra vez.

Pero antes escúchame, señor de los andains.

Hizo una pausa y luego, no sin amabilidad, siguió:

-Lisen murió hace mil años, pero sólo hoy, cuando la Diadema brilló con la aniquilación de Maugrim, su espíritu alcanzó por fin el descanso. Del mismo modo, el alma de Amairgen ha sido también liberada de su eterno errar por los mares. Dos lados del triángulo, Galadan. Por fin se han marchado, realmente se han marchado. Pero tú vives todavía, y pese a todo lo que has hecho, arrastrado por la amargura y el orgullo, has podido oír el sonido de la luz a través del Cuerno de Owein. ¿No puedes renunciar a tu dolor, señor de los andains? Dale fin. El día de hoy ha puesto punto final a ese cuento de tristezas. ¿No vas a dejar que acabe? Oíste el cuerno; hay, pues, un camino de regreso desde ese lado de la Noche. Tu padre ha venido para guiarte. ¿No vas a dejar que te lleve consigo, te cure tus heridas y te acompañe?

En el silencio, las claras palabras parecían caer como gotas de la lluvia de vida que el cuerpo de Paul había extraído del Árbol. Una tras otra, apacibles como la lluvia, goteaban como brillantes gotas.

Luego calló, habiendo renunciado a la venganza que hacia tiempo había júrado, y que había jurado por segunda vez en presencia de Cernan junto al Arbol del Verano en la noche del solsticio de verano.

El Sol estaba muy bajo. Pendía como un peso en una balanza allí lejos, en el oeste.

Algo apareció en el rostro de Galadan, un espasmo de un dolor antiguo, inefable, jamás confesado. Levantó las manos como si tuvieran vida propia y gritó en voz alta:

-¡Ojalá me hubiera amado! ¡Yo habría resplandecido entonces con tanto fulgor…!

Se había cubierto el rostro con las manos y lloraba por primera y única vez en mil años de dolor.

Lloró largo rato. Paul permanecía inmóvil y callado. Pero entonces, junto a Kim, Ruana empezó de repente a entonar un lento y triste canto de lamento, desde lo más profundo e intimo de su corazón. Poco después, con un estremecimiento, Kim oyó que Ra-Tenniel, señor de los lios alfar, unía su esplendorosa voz en clara armonía, delicada como el repique de campanas en una tarde de viento.

Y así los dos estuvieron cantando en aquel lugar. Por Lisen y Amairgen, por Finn y Darien, por Diarmuid dan Ailell, por todos los que habían muerto allí y lejos de allí, y por las primeras lágrimas derramadas por el señor de los andains, que había servido durante tanto tiempo a la Oscuridad, movido por el orgullo y el amargo dolor.

Al final, Galadan alzó la mirada y el canto cesó. Tenia los ojos hundidos, oscuros como los de Gereint. Se encaró por última vez con Paul y le dijo:

-¿De verdad estarías dispuesto a hacer eso? ¿A dejarme marchar?

-Sí -dijo Paul, y nadie de los que allí estaban habló para discutirle el derecho que tenía a hacerlo.

-¿Por qué?

-Porque oíste el cuerno.

Dudó un momento y luego siguió:

-Y por otra cosa también. Cuando apareciste la primera vez para matarme junto al Arbol del Verano, dijiste algo. ¿Te acuerdas?

Galadan asintió despacio con la cabeza.

-Dijiste que yo era casi uno de los tuyos -continuo diciendo Paul apacible y compasivamente-. Estabas equivocado, señor de los Lobos. La verdad es que tú eras casi uno de los nuestros, aunque entonces no lo sabias. Lo habías rechazado. Ahora lo sabes, lo has recordado. Ya ha habido suficientes muertes por hoy. Vete, espíritu inquieto, y cura tus heridas. Luego regresa entre nosotros con la bendición de lo que deberías haber sido siempre.

Las manos de Galadan reposaban otra vez en sus costados. Escuchaba, absorbiendo cada una de las palabras. Luego asintió con la cabeza. Hizo una graciosa inclinación ante Paul como su padre había hecho en otra ocasión, y con lentos movimientos se alejó del corro de los hombres.

Se apartaron para dejarlo pasar. Kim lo vio ascender la ladera y caminar hacia el sudeste por la cima dirigiéndose hacia donde estaba su padre. El Sol de la tarde los iluminaba. Con esa luz vio que Cernan abría los brazos y acogía en su pecho a su quebrantado y rebelde hijo.

Permanecieron así un momento; luego a Kim le pareció que un repentino rayo de luz brillaba sobre la colina, y desaparecieron. Miró hacia el oeste y vio que Shahar, que era sólo una silueta a contraluz, seguía sentado sobre el suelo pedregoso con la cabeza de Finn en su regazo.

El corazón no le cabía en el pecho. La gloria y el dobr se entretejían de tal modo que temía que nunca iban a poder desatarse. Sin embargo, todo había acabado. Era forzoso que hubiera llegado el final con aquello.

Entonces miró a Paul y se dio cuenta de que estaba equivocada, totalmente equivocada. Siguió la dirección de la mirada de él y la detuvo en Arturo, que había permanecido muy quieto todo aquel tiempo.

Ginebra estaba a su lado. Su belleza, la simplicidad de su belleza, era tan grande que a Kim le resultaba dificil mirarla. Cerca, pero un poco apartado y rezagado, Lancelot du Lac se apoyaba en la espada, sangrando por más heridas de las que Kim podía contar. Sin embargo su mirada era clara y apacible y logró sonreirle al darse cuenta de que ella lo miraba. Era una sonrisa tan llena de gentileza, de un hombre que jamás había sido vencido, ni por los vivos, ni por los muertos, ni por los que estaban por nacer, que Kim creyó que se le rompía el corazon.

Contempló a los tres, juntos a la luz del crepúsculo, y cientos de pensamientos se agolparon en su mente. Miró a Paul y vio que en la oscuridad lo rodeaba un cierto resplandor. Su mente se quedó en blanco: nada la había preparado para aquello. Esperó impaciente.

Y oyó que decía con tanta calma como antes:

-Arturo, ha llegado el fin de la guerra y tú no nos has abandonado. Este lugar se llamaba Camlann y tú estás todavía entre nosotros.

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